Las rosas de Hércules

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Empédocles de Agrigento consideraba que las raíces del ser se asentaban en cuatro substancias fundamentales: fuego, agua, aire y tierra, de manera que todo cuanto hay en el ser se ha formado de ellas por mezcla y separación. El canario Tomás Morales (1884-1921) entendió de la misma forma la materia poética: que sus versos, girando alrededor de estos cuatro elementos, formaran un Todo que aglutinara entera su obra. De ese ambicioso proyecto nació Las Rosas de Hércules (1908-1921), un hermoso libro de poemas que abarca toda la vida del poeta y cuya verdadera magnitud se truncó por la temprana muerte del autor. Tal vez el carácter insular de Tomás Morales y la peculiaridad de su poética ha supuesto su desconocimiento por parte del gran público. Aunque parte de su vida se desarrolló en Madrid, donde fue conocido y admirado, el olvido cayó pronto sobre él. Muy apegado al Modernismo, su figura quedó oculta tras la grandeza de Juan Ramón Jiménez, el más brillante exponente del movimiento. Sin embargo, en los versos de Tomás Morales, más que en los del poeta onubense, advertimos mayor apego a los presupuestos estéticos del Modernismo y, en particular, a Rubén Darío.

Como decimos, la procedencia canaria de Morales marcó fuertemente su obra, más telúrica que espiritual, más apegada a lo material que a lo especulativo. Los fenómenos de la naturaleza son así comprendidos como una inspiración reveladora del devenir humano, sin descartar el elemento mitológico que lo tutela. De hecho, el propio título de la obra es un bello oxímoron que contrapone la fuerza de Hércules con la fragilidad y delicadeza de las rosas.

El poeta dividió el libro en dos partes, que coinciden con los dos momentos fundamentales de composición de la obra. En primer lugar aparecen los poemas que escribió alrededor de 1907, muy apegados al mar, a la tierra canaria vista desde los recuerdos de la infancia, y a la subjetividad del autor inspirada por el propio hecho de la creación literaria. En una segunda parte, escrita a partir de 1919, se definen con más claridad los elementos a los que está dedicado el poemario (el Atlántico, el volcán del Teide, las ciudades) aunque a mi entender, fuera de esta idea primigenia, el libro se resiente en su conjunto con una serie de poemas dedicados a amigos del autor que, si bien de excelente factura, quiebran desafortunadamente la feliz línea argumental.

Adentrándonos en el libro, y tras un clarificador Canto inaugural que sirve para contextualizar el propósito del autor, encontramos sus primeros recuerdos en suelo canario:

Cortijo de Pedrales, en lo alto de la sierra,
con sus paredes blancas y sus rojos tejados,
con el sol del otoño y el buen olor a tierra
húmeda, en el silencio de los campos regados. (…)

La música del agua, plañendo cristalina,
estos días de junio fluye más melancólica;
oculto entre unas piedras, en su flauta pristina,
un grillo silba una serenata bucólica.

Y con el viento vienen los más tenues aromas
que labora el milagro de los dulces rosales,
el viento que nos cuenta de las fragantes pomas,
y que ha dormido en medio de los verdes maizales…

Y algo que es como un sueño, que con el aire viene
a buscar nuestras almas. Que acaso es comprensivo
solo para nosotros, esta noche que tiene
la quietud oportuna que hace el recuerdo vivo…

También influido por el Simbolismo francés, Tomás Morales tiñe de un fuerte poder evocador su infancia, que le llega en el recuerdo con un tono elegíaco de paraíso perdido. Obsérvese la soberbia utilización de los colores para dotar de nostalgia el poema:

Tarde de oro en Otoño, cuando aún las nieblas densas
no han vertido en el viento su vaho taciturno,
y en que el sol escarlata, de púrpura el poniente,
donde el viejo Verano quema sus fuegos últimos.

Una campana tañe sobre la paz del llano,
y a nuestro lado pasan en un tropel confuso,
aunados al geórgico llorar de las esquilas,
los eternos rebaños de los ángeles puros.

Otoño, ensueños grises, hojas amarillentas,
árboles que nos muestran sus ramajes desnudos…
Solo los viejos álamos pensativos
sus cúpulas de plata sobre el azul profundo…

Yo quisiera que mi alma fuera como esta tarde,
y mi pensar se hiciera tan impalpable y mudo
como el humo azulado de algún hogar lejano,
que se cierne en la calma solemne del crepúsculo.

Como habrá comprobado el lector, Tomás Morales utiliza el verso alejandrino como manera de expresión clásica, a lo que añade en muchas ocasiones la estructura del soneto para remarcar su fusión con la rama parnasiana del Modernismo. Precisamente utiliza el soneto para una excelente composición acerca de su poética bajo el título La espada:

Yo he forjado mi acero sobre el yunque sonoro,
al musical redoble del martillo potente,
y he adornado, en mis noches de trabajo paciente,
con líricos emblemas su cazoleta de oro.

Su rica empuñadura vale un tesoro,
y su hoja, fina y ágil, pulida y reluciente,
al girar en el aire vertiginosamente,
brilla al sol con la ráfaga fugaz de un meteoro…

Yo quise que en mi verso, como en mi espada, hubiera
románticos ensueños y cánticos triunfales
-la gloria por escudo y el amor por cimera-,

como aquellos famosos hidalgos medievales,
que acoplaban los hilos de una gentil quimera
al épico alarido de las trompas marciales.

Se advertirá que el soneto está escrito en pasado, tiempo verbal que, junto a la figura metafórica de la espada, revela la lucha que Tomás Morales mantuvo durante toda su vida por defender su vocación poética frente a otros menesteres más prosaicos como fue el caso de la medicina, cuya carrera se vio obligado a estudiar en Madrid, donde aprovechó para mezclarse con el ambiente bohemio de la capital y alcanzar cierta notoriedad en determinados círculos.Como venimos diciendo, la impronta modernista marcó considerablemente la concepción poética del autor, por lo demás bastante influenciable como observaremos más adelante. Los rasgos modernistas se hacen patentes en el poema Criselefantina, donde a una notable exuberancia verbal une el gusto por el tema del amor carnal:

Unge tu cuerpo virgen con un perfume arménico,
muéstrame de tu carne juvenil el tesoro,
y ruede sobre el mármol de tu perfil helénico
la cascada ambarina de tus bucles de oro.

Eres divina, ¡oh reina!, tu carne es nacarina,
y tienen tus contornos, olímpicos, los bellos
contornos de una estatua. ¡Oh reina, eres divina,
desnuda bajo el áureo temblor de tus cabellos!

Nuestro tálamo espera bajo un rosal florido,
donde una leve luna trémulamente irradia
aquel claror tan plácido que iluminara un nido
en un vergel recóndito de la amorosa Arcadia…

Pero el verdadero interés de Tomás Morales reside en su singular concepción, desde su atalaya canaria, de la verdad poética anclada en los cuatro elementos citados con anterioridad. Así, una de las mejores partes del libro, titulada Poemas del mar, nos lleva a la reveladora perspectiva de su mirada sobre el mar desde la quietud de la tierra, un mar que para él no es unánime, sino propio, admirado desde el lugar que lo vio nacer. El canto I es, en este sentido, revelador:

Puerto de Gran Canaria sobre el sonoro Atlántico,
con sus faroles rojos en la noche calina,
y el disco de la luna bajo el azul romántico
rielando en la movible serenidad marina…

Silencio de los muelles en la paz bochornosa,
lento compás de remos en el confín perdido,
y el leve chapoteo del agua verdinosa
lamiendo los sillares del malecón dormido…

Fingen, en la penumbra, fosfóricos trenzados
las mortecinas luces de los barcos anclados,
brillando entre las ondas muertas de la bahía…

Y de pronto, rasgando la calma, sosegado,
un cantar marinero, monótono y cansado,
vierte en la noche el dejo de su melancolía…

Si bien parece que el poeta se decanta por una descripción emotiva del mar, conforme avanza el poema nos encontramos con otro influjo poético recibido por Tomás Morales: el del Futurismo. Quisiera que contrastaran los siguientes versos, cuyo contenido marca una clara ruptura con la tradición, frente a los clásicos anteriormente expuestos para denotar el carácter influenciable del autor, que no por ello lo hace menos interesante:

Y volvieron, al cabo, las febricientes horas,
el sol vertió su lumbre sobre la pleamar,
y resonó el aullido de las locomotoras
y el adiós de los buques, dispuestos a zarpar.

Jadean chirriantes en el trajín creciente
las poderosas grúas… y a remolque, tardías,
las disformes barcazas andan pesadamente
con sus hinchados vientres llenos de mercancías;

nos saluda a lo lejos el blancor de una vela,
las hélices revuelven la luminosa estela…
Y entre el sol de la tarde y el humo del carbón,

la graciosa silueta de un bergantín latino
se aleja lentamente por el confín marino,
como una nube blanca sobre el azul plafón.

Y así, durante 17 cantos, Tomás Morales rinde un emocionante homenaje al mar y da por terminado el Libro Primero.Muy diferente es el tono del segundo libro, que como se ha dicho, fue compuesto con un amplio intervalo de años respecto del primero, en los cuales Morales ejerció como médico en Canarias y formó una familia. No obstante, es fundamental el nuevo momento de inspiración poética por cuanto decide unir todos sus poemas con una estructura minuciosamente diseñada para formar un Todo. De entre todas las composiciones queremos llamar la atención sobre tres de ellas.

La primera es la Oda al Atlántico, un poderoso poema en el que Tomás Morales vierte en 24 Cantos todo su amor por el océano y por las tierras que la orillan, como si el agua fuera la fuente de la vida allá donde sus olas lamen la playa. Un primer ejemplo de la majestuosidad podemos observarlo en el canto II:

Era el mar silencioso…
Diríase embriagado de olímpico reposo,
prisionero en el círculo que el horizonte cierra.
El viento no ondulaba la bruñida planicie
y era su superficie
como un cristal inmenso afianzado en la tierra.
En lucha las enormes y opuestas energías,
las potencias caóticas, sustentaban bravías
el equilibrio etéreo
– a la estática adicto y al Aquilón reacio –
en un inmesurable atletismo de espacio:
lo infinito del agua y el infinito aéreo…

Pero Morales no se queda tan solo en el elemento fascinador de la gran masa de agua inabarcable sino que también incide en lo que supone el inmenso océano como nexo de unión entre dos tierras remotas entre sí que se conocen gracias a la heroicidad de los marineros:

¡Honor para vosotros, y gloria a los primeros
que arriesgaron la vida sobre los lomos fieros
del salvaje elemento
de la mar dilatada:
nautas sin otro amparo que la merced del viento,
y sin más brujulario para la ruta incierta
que la carta marina de la noche estrellada,
sobre sus temerarias ambiciones abiertas!…

Otro de los elementos sobre los que se alienta el libro es el de la tierra, representada en esta segunda parte por la ciudad, en concreto, Las Palmas de Gran Canaria. Así nacen los Poemas de la ciudad comercial, en los que pasa de un fantástico nacimiento mitológico…:

Reciente está el día
del prodigio: hería
Helios tus fronteras con rayos paternos,
cuando en armonía
pactaron tu sino los dioses eternos.(…)

…a los más prosaicos menesteres de una urbe moderna:

Es la Plaza. Gente
que detrás del medro corre diligente
y a tu seno el brillo de tu bolsa atrajo;
mas este tumulto que afluye y rebosa
no es el que despierta concurrencia ociosa,
sino el combativo rumor del trabajo.
Es trajín, premura,
ideal de letras, números y cuentas;
es la oportunista labor que asegura
el lucro: locura
de compras y ventas…

Finalmente queremos destacar el último poema del libro Himno al volcán, dedicado al Teide, que estaba destinado a una futura Tercera Parte que cercenó la muerte del poeta:

Tú presenciaste el triunfo de las antiguas divinidades:
la posesión de Europa por la cornuda bestia bovina
y la asunción radiosa que llenó el orbe de claridades,
al brotar de las olas, como una perla, Venus divina…

Y un día que al ensueño dabas, rendido, la ardiente entraña,
despertado, de pronto, por inaudito tropel sonoro,
viste pasar a Heracles, que coronaba la nueva hazaña,
llevando contra el pecho las encendidas manzanas de oro.

Con mengua de tu aliento fue consumada la audaz quimera,
contra empresa tan loca nada, en desquite, tu esfuerzo pudo:
antes que el vivo arroyo de tu venganza corrido hubiera,
ya el detentor mancebo ganaba el agua, bello y desnudo…

En vano tus enojos vomitan rayos; en vano, ardientes,
dan a los cuatro puntos, agostadoras, tus oriflamas;
las yeguas de tu furia buscan en vano por las vertientes,
lanzando por los belfos enardecidos relinchos-llamas…

Desgraciadamente, las innovaciones que presenta este poema en cuanto adjetivación, metáforas y neologismos no pudieron verse continuadas. Tomás Morales murió a los 36 años dejando inacabado un magno proyecto cuyos derroteros se hubieran alimentado, sin duda, de las nuevas formas de expresión que aparecieron durante el siglo XX, un siglo que no fue justo con el recuerdo perdurable de este exquisito poeta.Hemos elegido la imagen de la portada del Libro Primero, editado póstumamente en 1922, por la belleza de la misma, debida a la portentosa mano del pintor canario Néstor de la Torre, otro insigne desconocido del gran público.

© José Luis Alvarado. Febrero 2023. Todos los derechos reservados. 

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