Fueron muchas horas de charla en la celda hasta que apagaban las luces. Era el momento más ilusionante del día, aunque no puedo calificarlo como de sinceridad, en realidad era debido a la falta de comunicación, soledad u otras situaciones individuales. Siempre me pareció necesaria la intercomunicación con otras personas. Mis principios en ocasiones, tuve que someterlos a la necesidad de hacer partícipe a alguien de mis problemas, situaciones o simples disquisiciones mentales. El resto de los presos se burlaban, nos señalaban como «Los amantes de Sevilla».
Me hizo prometer que cuanto me dijera, jamás lo comentaría con alguien, y aún menos con la policía; tenía demasiadas cuestiones pendientes con ella en las diferentes ciudades por las que pasó en su dilatada vida. Hoy me liberé de la promesa. Él falleció en prisión, faltaban tres meses para disfrutar de su especial libertad; yo, días después salí de ella, hace ya más de un año cumplí con la sociedad, aunque la dificultad, o mejor, el estigma de haber estado preso limita, y en ocasiones cercena, la posibilidad de encontrar un buen trabajo remunerado. Es la razón por la que decidí escribir una novela, bajo la etiqueta de «True Crimen» que ciertos autores, también editoriales, consideran como género negro.
Se preguntarán, dado que no me conocen, cómo me atrevo a escribir siendo una actividad tan compleja y difícil. Sencillo, necesito comer cada día, es mi única razón. Las puertas de mi antigua empresa se cerraron cuando me vi envuelto en ciertos problemas, siguiendo las directrices de mis superiores, que a su vez recibieron de los miembros del consejo de administración. Una discusión seguida de amenazas y actos violentos me llevaron a lo que consideré como defensa propia, no así la justicia. ¡Ya está! Lo dije, pese a que no era mi intención. Seré conciso, solo comentaré algunos aspectos de mi compañero de celda, al menos es la recomendación de mi editor. Creo que sigo alejado de la reciprocidad, me utilizan descaradamente, sin contemplaciones. Estoy convencido, mi cerebro ha sufrido alguna fragmentación, me sitúo alejado de una buena base de relaciones. Según Francis, mi editor, es preciso algún motivo atractivo para vender ejemplares cuando lance la novela. No me importa. Me pidió escribiera unos relatos cortos y publicara en alguna revista del género, para una vez visto el resultado de críticas y en todo caso de aceptación, ocuparse más adelante para incluirlo en el marketing como apoyo previo al lanzamiento de la novela.
¡Qué cosas! Creí que mi trabajo como economista en la empresa, era el único que manipulaba cifras y componendas para satisfacer, primero al consejo de administración y a los accionistas. Sin embargo, dedicarse a estos menesteres como autor, sin alharaca alguna, solo demuestra el inmenso tiempo que debo dedicar para llevar los capítulos escritos a Francis. Suerte que tengo buena memoria. Supongo ha llegado el momento de comenzar a contarles alguna de las vivencias relatadas por Matías en la celda común.
Era el menor de una familia modesta. Sus hermanos, Sergio y Matilde no tuvieron tanta suerte como él, pero esa historia no pienso abordarla ahora. No se llevó nunca bien con ellos, según mis observaciones, Matías, desde su infancia y a la vista de sus extraños comportamientos, estaba preparando los cimientos para formar parte de ese grupo de esquizofrénicos paranoides que suelen desembocar en asesinos múltiples.
Ciertamente no soy profesional en la materia, sin embargo, los análisis posteriores que realicé al preparar la narración me abrieron la mente e indicaron que los síntomas de Matías, por su maldad, denunciaban sus trastornos psicóticos. Lean…
Aquel verano recién cumplidos quince años, toda la familia viajamos a un pueblo del interior. Sol de agosto, costumbres pueblerinas, grupos de acémilas con serones en ambos lados cargados con sacos de trigo, o qué sé yo el tipo de cereal. Mi padre alquiló una casa. Mi hermano Sergio y yo ocupamos un cuarto, mi hermana otro, y ellos en la parte superior. Suelos de barro cocido, muebles de madera antiguos, descoloridos por el paso del tiempo. Por las mañanas salíamos a pasear cerca del rio, incluso llegamos a bañarnos pese a la prohibición lanzada por la gruesa voz de mi padre. Una tarde, Matilde regresó de su paseo con otras niñas, portando en sus brazos un cachorro de perro. Pese a las discusiones originadas, mis padres claudicaron y aceptaron tenerlo hasta volver a la ciudad. ¡Pero cuídalo tú! Rezongó mi padre y aplaudió mi madre.
El perro le bautizó con el nombre «Valor». Acudía a las llamadas de mi hermana, no obstante, se metía por todos lados, mordía mis sandalias y mis dedos. No me gustaba en absoluto. Cansado de sus impertinencias de cachorro, aproveché una tarde en que mi hermana salió y urdí mi venganza. La ventana de su habitación daba al campo, debajo, un grupo tupido y denso de plantas desconocidas entre los que había cardos puntiagudos, que cubrían una amplía área hasta perderse en el horizonte. Debajo del poyato de la ventana, puse una banqueta, suficientemente atractiva para que ‘Valor’ pudiera subir. Me siguió como hacía siempre. Tras abandonar la habitación seguí observando desde la rendija de la puerta. Subió a la banqueta después de tres intentos, otro esfuerzo y alcanzó el alfeizar de la ventana, que dejé abierta a propósito. Solo tuve que sujetar un trozo de carne y mostrársela al perro. Intentó alcanzarla al tiempo que alargaba mi mano para que no lo lograra. Intentó arrebatármela y le procuré un salto al vacío. Cayó entre los cardos y comenzó a lanzar ladridos lastimosos. No podía moverse. Abandoné el cuarto de mi hermana.
Cuando regresó Matilde la observé buscando por toda la casa a su ‘Valor’. No lo encontró, tampoco oyó sus ladridos de auxilio. Debió morir después de tantas horas bajo el sol, sin agua y herido. No le dije nada, estaba contento con su desaparición, me había desprendido de sus mordiscos. Quedó convencida de su huida. Al cabo de tres días le pregunté si solía dejar la ventana abierta y la banqueta bajo ella, —es posible, dijo compungida—. Fue el momento para decirle que tal vez pudo caerse. Lloró amargamente y nos ofreció a todos su sentimiento de culpa. Mi padre sentenció: «En esta casa no volverá a entrar un animal, ¡Me habéis oído!»
Tuve la sensación de escuchar a un ser sin sentimiento alguno, sin duda un psicópata. Cruel no solo con los animales, también con su familia, según los muchos relatos que le escuché. Día tras día atendí con atención y temor escondido, cada uno de los actos que le llevaron a prisión.
Me relató con profusión de datos, la extraña sensación de bienestar y tranquilidad que aparecía después de matar. Más de diez, según puedo recordar. Según añadía, al principio era odio, retenido durante mucho tiempo, emociones que dormían para reaparecer y obligarle a desear acabar con la vida de alguien. Tuve miedo a preguntar si en su infancia y pubertad sufrió desavenencias con sus padres, compañeros o amigos. No quiso responder, de inmediato abordó la narración de sus crímenes.
A los dos meses de marcharme de casa de mis padres, logré llegar a la ciudad, encontrar un trabajo y una casa donde vivir. La portera, una señora mayor, cotilla y metementodo, solía regañarme si me veía salir temprano, lo mismo que si lo hacía tarde. ¿A ella que le importaba? Me enervaba. Le dije en numerosas ocasiones «olvídeme, de lo contrario un día de estos me enfadaré con usted y sufrirá las consecuencias». Así fue. La noche de un viernes, fin de semana continuado de festivo en martes, la mayoría de los vecinos salieron a disfrutar de puente, yo no pude, tuve trabajo. Al salir nos fuimos de copas y llegué cerca de la una de la madrugada. Al pasar por la portería, la insomne mujer se paró para recordarme que un joven no debía beber más de la cuenta, y sí recogerse pronto. No le hice caso, subí a mi casa, cogí un cuchillo de la cocina y bajé a la portería. Llamé en dos ocasiones, abrió la puerta y sin mediar palabra le clavé el cuchillo en el pecho. No le dio tiempo a reprenderme más. Subí, me duché, dormí unas horas y me marché a trabajar. La puerta se mantuvo cerrada y supongo que su cuerpo, permanecería inmóvil bajo un charco de sangre. A mi regreso vi un coche de policía en la puerta y varios agentes hablando con los únicos vecinos, que, como yo, no salieron de vacaciones.
Como esta historia, me refirió muchas más, pero no quiero seguir relatándoselas, tendrán que verlas publicadas en la novela, cuyo título, elegido por mi editor, será «El confidente».
Ahora debo llevar este relato a mi editor, para revisar su contenido, y según dice, para que suscite interés en comprar y leer la novela.
—Siéntate Matías debemos hablar —me pidió Francis, mi editor.
—Tu dirás.
—Necesito que nos proporciones un número de cuenta bancaria para ingresarte la cifra que convinimos en el contrato de cesión de los derechos de tu novela.
—Preferiría que me pagaras en metálico.
—No va a ser posible, el contable me lo exige, lo siento.
—Veré lo que puedo hacer. Te avisaré en cuanto lo tenga resuelto.
—De acuerdo con este tema.
—¿Hay más asuntos?
—Temo que sí.
—Pues cuéntame.
—Hemos tenido problemas al confrontar los datos biográficos que nos aportaste.
—No entiendo.
—Marketing me propuso realizar un vídeo promocional. Con su equipo fue al pueblo donde nos comentaste que viviste, después a tus diferentes domicilios para entrevistar a tus vecinos, familia y amigos, según el guion previsto.
—¿Y qué pasó?
—Con quienes habló no te conocían. En realidad, al preguntar por tu nombre asentían, pero al mostrarles una imagen tuya negaban conocerte. ¿Tuviste o tienes algún problema con todos ellos?
—Que yo sepa no, pero lo arreglaré enseguida.
—No es preciso Matías, no publicaré tu novela, es más, en esta carta damos por cancelado el contrato que firmamos.
—No comprendo.
—Nosotros tampoco, pero mucho me temo que algo no concuerda en ti.
—¿A qué te refieres?
—Matías Pérez Castaño ¿Son esos tus verdaderos nombre y apellidos?
—Son los que figuran en mi DNI.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Pues claro que sí.
—Lo lamento mucho, pero Matías Pérez Castaño, murió envenenado en su celda de la cárcel de Sevilla, hace exactamente 390 días, dos antes de tu puesta en libertad. Ahora dime por favor cuáles son los verdaderos.
—Como bien has dicho, ahora cancelaremos nuestra relación.
—Cuidado con lo que intentas.
—Tú eres quien debes tener cuidado. No me gusta la gente como tú, interfieres mi vida y no puedo permitírtelo.
—No te muevas Nicasio Fuentes Prim, ese es tu nombre ¿verdad?
—Tal vez, pero no debes decirlo a nadie. Mejor me ocuparé personalmente
—¡Quieto! No mueva las manos. Póngalas detrás de la cabeza, policía —solicitó una voz ronca—. Queda detenido.
Mientras Nicasio Fuentes salía esposado del despacho, la misma voz ronca decía al editor.
—En el primer crimen el asesino se da cuenta que puede ser lo que siempre deseó ser. Esto le genera una especie de adicción, para de esa manera volver a sentir ese poder y placer. Cada nuevo cadáver, cada vez que vuelve a matar, es una nueva conquista para el asesino. Siempre me pregunto si es posible reconocer a un asesino múltiple, justamente por lo aparentemente adaptados que se muestran. Suelen ser inteligentes y disponen de medios para ocultarse. Algunos, incluso son encantadores. Es muy difícil identificar a un asesino múltiple a simple vista, pueden estar en cualquier lugar, mezclados por la calle o en distintos lugares sin parecer extraños. Al elegir víctimas desconocidas, cualquiera de nosotros podría ser una de ellas. En muchos de los asesinos no existe un trastorno psicológico, matan porque sienten goce con el sufrimiento del otro. Son perversos, tienen como objetivo angustiar, someter al otro. Nicasio asumió la personalidad de Matías para pasar desapercibido. Gracias por ayudarnos a detenerlo, Francis.
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