Francisco Tomé nunca dudaba. Su evolución personal venía marcada por el rápido aprovechamiento de las oportunidades que salían a su paso, por las decisiones asumidas con naturalidad y, sobre todo, rapidez.
Cazador experimentado, matarife vocacional, contrabandista tan ambicioso como incipiente. Sorteaba obstáculos, derribaba barreras, descifraba enigmas sirviéndose de su incuestionable determinación. Sin malgastar ni escatimar esfuerzos, analítico, observador y silencioso, reconcentrado y brutal.
Sabe cómo mezclarse con las sombras, ocultándose entre algunas, estudiando otras. Lo hace con la que se mueve al otro de la ventana, intentando comprender: es la casa de ese viejo loco que produce aceite de calidad, y es la sombra inquietante que puede alterar sus planes de futuro.
Ahora que se ha deshecho (sin pretenderlo) del incordio del descerebrado e imprevisible Faustino, no puede permitir que su primo despierte la curiosidad del alcalde, por ejemplo, cimentando el principio del fin de sus privilegios en la sierra.
Porque no le costaba trabajo imaginar a don Mariano Villalba, revestido tanto de su autoridad municipal como del grotesco tonelaje que había ido adquiriendo con los años, desplazando, deslumbrado por la novedad del llamativo forastero, el voluble humor de sus favores.
Pero no: el alcalde sabía valorar su fidelidad acorazada y su eficacia (como venía haciendo desde que participasen juntos en la toma de Madrid y regresaran triunfales al pueblo para hacer limpieza de indeseables y mantener el orden). Y si ese tipo encarna algún tipo de riesgo, está en sus manos abortarlo.
Baja la vista para acomodar su posición sobre la piedra; cuando vuelve a levantarla en dirección a la ventana, la sombra ha desaparecido.
Siente una especie de estremecimiento, de brisa gélida que atraviesa la pelliza hasta alcanzar sus huesos como una descarga eléctrica. Resbala ligeramente y se apoya en el tronco de una higuera para recuperar la estabilidad.
—Quién eres?
Sabe a quién pertenece esa voz, ese eco que retumba a sus espaldas. Se vuelve y acierta a ver el contorno de la sombra, mucho más grande de lo que hubiera podido imaginar, a escasos metros de él.
—Tomé.
La pronunciación de su apellido tiene (al menos para él) el efecto de reafirmar las cosas en su sitio. El temido Tomé, ante cuya presencia todos los pobladores de la sierra agachan sus miserables cabezas.
—Tomé. ¿Tomé, qué mas? ¿Tomé por culo?
El orden natural vuelve a tambalearse. ¿Aquel individuo se está burlando de él? ¿Qué significa…?
—Soy Francisco Tomé, del ayuntamiento de este pueblo.
—No está bien espiar a la gente, como coño te llames. Sobre todo si no eres capaz de hacerlo sin que te descubran.
La sombra vuelve a desaparecer, o él la pierde de vista; por unos instantes le parece verla de nuevo, de reojo, moverse tras la ventana de la casa. Sabe que no es posible. Pero el estremecimiento que recorre su cuerpo como un espasmo le confunde los sentidos.
Ángel Calvo Pose