Los últimos días de la humanidad (Karl Kraus)

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Sorprende que en su momento no se escribiera una sola obra de teatro acerca de la Primera Guerra Mundial. La única explicación podría ser que un montaje teatral, tanto en espacio como en tiempo, limita en exceso las posibilidades dramáticas de cualquier situación desarrollada en un contexto de tal envergadura, que inevitablemente quedaría empequeñecida. En cualquier caso, grandes autores teatrales estaban vivos en la segunda y tercera década del siglo XX, sin que ninguno de ellos fijara su inspiración en un hecho a todas luces notorio como fue la Gran Guerra.
Karl Kraus y su particular visión de la guerra

El escritor austríaco, Karl Kraus (1874-1936) fue el único que se atrevió a acometer la ingente tarea de presentar al público en vivo su visión particular de la guerra, o mejor dicho, de las circunstancias adyacentes a la guerra, y lo hizo desde la que fuera acaso la única perspectiva posible: la sátira, el esperpento. Los últimos días de la Humanidad (1922) es el resultado de la lucha que Kraus mantuvo contra la amnesia general que siguió –incluso dentro del mundo artístico- a la derrota austríaca y alemana en la Primera Guerra Mundial.

En puridad, Los últimos días de la Humanidad no es una obra teatral, sino que fue pensada como la dramatización de una serie de situaciones, todas grotescas, que Kraus exponía en conferencias con las que recorría todo el país, denunciando a aquellos que habían provocado la desintegración del Imperio y la muerte de millones de personas por intereses propios. Sólo después de unos años Kraus accedió a componer una versión escénica de todos aquellos textos para que el público en general comprendiera, siquiera en parte, su tarea moral de barrer la porquería ante la propia puerta de sus conciudadanos.

La obra ha sido representada en pocas ocasiones (en su tiempo no se llegó a hacer) porque supone un desafío difícil de superar para cualquier director teatral. Baste decir que la obra (de unas 4 horas de duración) consta de 5 actos, desarrollados en 86 escenas diferentes entre ellas en cuanto a su longitud, características y desarrollo, protagonizadas por cientos de personajes que se presentan como arquetipos de toda clase de sinvergüenzas, imbéciles y aprovechados que proyectaron, pulularon y se beneficiaron de la guerra.

Kraus mantuvo siempre que ésta era una obra para ser leída, porque era la única forma de ser comprendida con los mismos sentidos que pone el escritor al concebirla: el que lee, piensa, ve y oye, y recibe la vivencia en la misma trinidad en que el artista dio la obra.

Como lector, pienso que Kraus tenía razón: las imágenes interpuestas pueden estorbar a la imaginación. De hecho, yo he interpretado el texto como un diálogo inconexo, lleno de ruido de fondo, burlesco y satírico, de unos personajes que se asemejan a grotescas marionetas de colores chillones que a su vez sostienen (metafóricamente) guiñapos en sus manos, las mujeres y los hombres que realmente sufrieron la guerra. Mientras estaba leyendo, tenía en todo momento presente la serie de cuadros que el alemán George Grosz pintó como resultado de su experiencia en la Gran Guerra. Particularmente, he recordado esa excelente obra radical que es Eclipse de sol, sus tonos vivos, su deforme composición y las palabras que el propio Grosz escribió para describir el cuadro: Como los políticos parecen haber perdido la cabeza, el ejército y los capitalistas dictan lo que se tiene que hacer. El pueblo, representado por un burro ciego, simplemente come lo que le ponen delante:

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Como es natural, esta interpretación es radicalmente subjetiva, por lo que animo a la lectura de este libro inclasificable y único para tener una visión propia de lo que, con mis palabras, no es más que un acercamiento sucinto a la esencia del texto.

Centrándonos en la obra, diremos que mantiene durante toda su extensión un tono cómico rayano en la caricatura (de ahí mi recuerdo de Grosz). Kraus era un inquieto intelectual preocupado por su tiempo, y no creo que ignorara la importancia que el filósofo inglés Henri Bergson concedía a la risa.

La obra en muchos instantes, y gracias a unos diálogos chispeantes y malévolos, produce sin dificultad la carcajada. Por ejemplo, cuando un sacerdote protestante desde el púlpito intenta aclarar que Jesús cuando dijo aquello de “¡Amad a vuestros enemigos!”, sólo se refería al trato con los individuos, pero no a las relaciones entre los pueblos; o cuando en el Prater de Viena se representa una escena de una trinchera de lo más cómoda y lujosa, y el empresario encargado del espectáculo pide al archiduque Carlos Francisco José que la inaugure con su excelsa presencia.

Así, Kraus demuestra que la mejor forma de entender lo ininteligible es corrigiendo la inflexibilidad de los marcos sociales: la rigidez en cualquier proceder humano, como dice Bergson, resulta hilarante porque da testimonio de un intelecto engreído del que bien vale la pena mofarse. Los personajes de Kraus, como casi todos los personajes cómicos, adolecen de una enorme vanidad, de una soberbia que los hace insociables y permiten una distancia con el público que es suficiente como para hacerlo reír.

De esta manera, podemos digerir al tendero de la esquina que sube continuamente los precios, al patriota que desde la cómoda retaguardia exige el sacrificio humano por el honor del Estado, el general que toma grandes decisiones mientras se preocupa de salir resaltado en una fotografía respecto a los demás oficiales, al estraperlista que abusa de la necesidad de los demás, al burócrata militar que saca a relucir normas y más normas, secciones, capítulos y artículos para impedir que un joven pueda quedar exento de la guerra, a la señora de descanso en el balneario que se lamenta que sus dos preciados hijos hayan sido declarados inútiles para la guerra, entre otras cosas porque uno es una niña…. Y como una letanía, los personajes vuelven a aparecer de otras maneras y diciendo otras cosas contradictorias respecto a las que dijeron unas escenas antes pero no por ello menos absurdas…

Esos personajes eran personas reconocibles en la Viena de aquel tiempo y sus discursos se referían a sucesos que habían ocurrido y aún permanecían en la memoria de todos. En el modo de describir y pintar las situaciones, Kraus utiliza una sutil forma de crueldad para hacernos ver nuestro propio absurdo: una risotada no será un remedio para la estupidez pero sí puede ser una herramienta para moderarla y de vez en cuando burlarla. Citando de nuevo a Bergson, la risa requiere una «anestesia momentánea del corazón», es decir, una ausencia de sentimientos. Para reír, es necesario olvidar momentáneamente el afecto, la compasión, la tristeza, y distanciarnos emocionalmente de la situación cómica. De ahí que Kraus mantuviera durante muchos años en forma de conferencia sus textos, sólo leídos por él y además de una forma muy especial, poniendo los acentos donde no correspondían y enfatizando frases que desentonaban con el resto.

Posiblemente, Los últimos días de la Humanidad sea una obra irrepresentable, aunque se haya hecho, pero precisamente por ello merece la pena leerla con la imaginación suficiente para ponerla en un escenario y adornarlo con la fantasía de cada uno según su capricho, que es lo que está pidiendo a gritos este texto que abarca con su independencia y su estrafalaria grandeza todos los aspectos que, interior o exteriormente, aparecen y mantienen cualquier guerra.

© José Luis Alvarado

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