Para entender una obra maestra absoluta como En busca del tiempo perdido (1913-1922) podríamos evocar una imagen legendaria: una habitación tapizada de corcho para evitar los ruidos exteriores, las ventanas siempre cerradas, las fumigaciones que desprenden un olor asfixiante, las prendas de lana que el escritor sólo se pone tras haberlas tostado ante la lumbre, de manera que están hechas jirones, y tras ellas un hombre, Marcel Proust (1871-1922), asmático, gravemente enfermo, luchando contra el tiempo durante doce años en los que su manuscrito se multiplica, ramificándose continuamente en nuevas historias que corrige y complica hasta volverlo casi ilegible, recuperando las imágenes que le trae sin piedad la memoria, justo hasta el mismo día de su muerte, en el que pone la palabra Fin en el último cuaderno.
Esta es la sensación que se tiene cuando se leen las páginas de En busca del tiempo perdido: la de un denodado esfuerzo por crear un universo completo formado por una infinidad de sentimientos divisibles hasta el infinito. ¿Cuál es tema de la obra? La respuesta es que son tantos los temas diferentes que trata, que su resumen es imposible. Podríamos decir que es la historia de un niño nervioso, de su aprendizaje en la vida y el mundo, de los amigos de sus padres, de sus amores con varias muchachas y de los amores y perversiones de algunos de los miembros más selectos de la sociedad parisina, y no habríamos dicho nada. También podríamos decir que el narrador es un hombre educado, caprichoso, mimado, detallista, bastante chismoso, que asiste a los salones de la clase alta de París y nos cuenta todo lo que ocurre en ellos y lo que se oculta a la vista del público, y tampoco habríamos dicho nada.
Sólo sabemos una cosa: quien se adentre en sus páginas vivirá una experiencia como lector que difícilmente se repetirá con otro libro, porque En busca del tiempo perdido es una novela única, irrepetible, sin duda una de las mejores de la literatura universal. Es cierto que sus 7 libros y sus 3.500 páginas son un obstáculo complicado de superar, pero el lector que consiga leer las primeras cincuenta se encontrará con un mundo complejo, lleno de matices, de profunda observación, elegantes descripciones y audaz penetración psicológica, que no podrá dejar de admirar.
El gran secreto de Proust es la manera que tiene de evocar el pasado, distinta a cualquier otra perspectiva que haya dado la literatura. No se trata de un recuerdo intelectual o de un esfuerzo documental por mostrar el pasado ante los ojos del presente, sino de una evocación por la memoria involuntaria. Todos recordamos el episodio en que Proust moja una magdalena en el té y que le lleva a su infancia. Ese placer fortuito le convierte las desdichas del pasado en indiferentes, y su brevedad en una ilusión. ¿Por qué este modo de evocación es tan poderoso? Porque las imágenes del recuerdo, que generalmente son fugaces al no tener sensaciones fuertes en que apoyarse, hallan el soporte de la sensación presente. De pronto, un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, y el verdadero yo, que desde mucho tiempo atrás parecía muerto, se despierta, se anima, liberado del orden del tiempo. Entonces, la única manera de gustarlo más es procurar conocerlo mejor, esclarecerlo hasta en sus profundidades.
En busca del tiempo perdido no es una autobiografía disfrazada como una novela; es una novela disfrazada de autobiografía. Proust está interesado en su sociedad, en el misterio fundamental de otras personas, en su propio yo, en los distintos yoes que se han ido acumulando con el tiempo y que vistos desde el presente muestran una personalidad mutante que le es necesario apresar para entender el mundo y entenderse a sí mismo. Por eso su novela no es lineal, sino que se repite desde varios ángulos y perspectivas para captar todos los matices posibles que puede generar la vida. De ahí que tenga fama de farragosa y reiterativa; pero si queremos comprender el mundo en toda su complejidad, no podemos obviar una nueva reflexión, un nuevo punto de vista, y eso es lo que hace Proust en su novela: agotar hasta el infinito las posibilidades de penetración psicológica en el ser humano. Por eso mismo también, es una fiesta para los sentidos leerla, su riqueza es inagotable.
Cuando llegamos al final de En busca del tiempo perdido nos damos cuenta de que la vida puede ser una obra de arte. Esa lucha contra la muerte que mantiene Proust es también la lucha contra el tiempo que a todos nos agota y que convierte en cenizas nuestro pasado, lo único que tenemos, si no somos capaces de recuperarlo y comprenderlo. Contra lo que se piensa, Proust aplicó un telescopio a su vida y al mundo que lo rodeó, de manera que las cosas pequeñas y lejanas las acercó a su sensibilidad hasta el punto de descubrir en ellas las leyes que las regían. En busca del tiempo perdido no es más que una especie de instrumento óptico que el escritor ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin este libro, no hubiera podido ver en sí mismo. Con su obra, en realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo.
© Josá Luis Alvarado. Febrero 2024. Todos los derechos reservados. (Cicutadry)