LA MUJER DE LA PLACETA
por Anxo do Rego
A la mujer que alimentó mi necesidad de escribir. Gloria M.B.
Paseo diariamente por recomendación de mi cardiólogo. El primero de ellos temprano. En verano se agradece el frescor que árboles, plantas y flores lanzan al coquetear con la mañana, tal vez intentando seducirla, ofreciendo los aromas despiertos desde la salida del sol. Camino ligero por la que algunos llaman la ruta del colesterol, un amplio paseo por la orilla izquierda del río que apenas lleva agua. La mayoría de las veces de sur a norte, luego, desaparezco entre casas, calles y ruidos para regresar a mi hogar y enfrentarme al odiado folio en blanco. Para sustraerme me pongo unos auriculares para escuchar música, siempre comienzo con «The Year of the Cat». Por las tardes cuando los rayos del astro se concentran anunciando su adiós, vuelvo al recorrido matutino, aunque en dirección contraria, me separo de la ruta, y atravieso una avenida para introducirme en el parque que bordea la orilla derecha hasta uno de los núcleos centrales de la ciudad.
El parque lo conforman árboles centenarios e infinidad de plantas y flores llamativas. Tiene varias placetas pequeñas y coquetas, bordeadas de aligustre, presididas por una pequeña escultura o fuente, como si anunciara el inicio de un laberinto e invitara a ocupar uno de los bancos donde descansar y recuperar el aliento después del paseo ligero. Tampoco está nada mal aspirar los aromas y el frescor que ofrece la recién iniciada noche.
Hoy viernes en una de las placetas, la primera que encuentro al abandonar la ruta, veo sentada a una mujer. En sus manos un libro que lee bajo la atenta y extraña mirada de una farola. Mi paseo dejó de serlo hace minutos, ahora mis pasos son cortos y lentos, regreso dibujando con ellos un círculo perimetral de aproximadamente cuatro kilómetros alrededor del apartamento donde vivo. Me paro para saludarla. Es extraño que a esa hora una persona se dedique a leer con la mortecina luz que ofrece el alumbrado del parque. ¡Buenas Noches! Responde a mi saludo. Ella continúa leyendo, yo caminando.
La gente con quien me cruzo en mis paseos no es sociable, opté hace tiempo por no mirarlos, ahora solo escucho música a través de los auriculares. En ocasiones suelo imaginar sus personalidades, memorizo sus rostros, su forma de andar, si llevan o no ritmo, si comentan con algún compañero de ruta. Supongo que también lo harán sobre mí, creo que no les falto el respeto. Conozco a muchos, repiten hora y ruta, y en ocasiones nos cruzamos en mi paseo vespertino.
He observado que la mujer a quien encuentro leyendo en el parque, repite fórmula los sábados y domingos, aunque por las mañanas y las tardes. Curiosa situación. Ahora nuestros cruzados saludos se repiten. Con luz natural he comprobado que se trata de una mujer joven, no creo que supere los treinta y ocho años. Viste de manera informal los sábados, más elegante los viernes y domingos por la tarde.
Ahora cuando me acerco al banco donde se esconde del sol por las mañanas y se alumbra por las tardes noches, me fijo en ella con detenimiento. Los títulos de los libros que lee, los memorizo y al llegar a mi casa, busco el tipo y género de literatura. Decido que el próximo fin de semana buscaré una oportunidad para cruzar unas palabras con ella. No es guapa, según los cánones actuales de la sociedad, aunque atractiva según los míos. Mantiene una mirada intensa y prolongada que llama mi atención, rota únicamente cuando levanta su rostro para responder a mi saludo. Tiene el cabello castaño, corto y ondulado, sus manos cuidadas con dedos largos y finos. No he visto, al menos por ahora, detalle alguno que indique que va maquillada, apenas un delineado perceptible que destaca sus ojos marrones.
Es sábado por la mañana. La encuentro sentada. Ahora mira el reloj, debe esperar a alguien. No quiero importunar, tal vez sea mejor saludar y seguir mi camino. Pero no, es ella quien abre la posibilidad que yo esperaba, comunicarnos.
—Buenos días. Disculpa, ¿paseas por este parque con frecuencia?
—Cada día. Ahora con más interés desde que te vi leyendo. ¿Te gusta la literatura?
—Que amable. Sí, es mi pasión. ¿Cuál es la tuya?
—La misma, solo que desde el otro lado.
—¿Cómo? No entiendo.
—Quiero decir que escribo. En realidad, escribía. Últimamente tengo el síndrome del folio en blanco.
—Lo dices como si fuera irremediable.
—Al menos desde hace tiempo.
Una sonrisa acompaña cada palabra. Nuestras miradas se encuentran.
—Perdón, ni siquiera me presenté. Soy Jandro Laínez.
—Encantada Jandro. Me llamo Cália.
—¿A qué te dedicas?
—Especialmente a leer, soy crítica literaria.
—Maravilloso trabajo.
—Sí y además remunerado.
—¿En alguna revista?
—En realidad llevo la sección cultural de un periódico.
—A partir de ahora lo compraré para leerte.
—No me encontrarás como Cália, aparezco como responsable de la sección con otro nombre.
—¿Puedo saber cuál?
—¿Te importaría dejarlo para más adelante?
—No, claro que no.
—Has mencionado antes que escribes. ¿Desde cuándo?
—Supongo que desde siempre.
—¿Te publican?
—Algunas novelas.
—Me gustaría leerlas.
—Puedo traer un ejemplar en nuestro próximo encuentro. ¿Tal vez mañana?
—De acuerdo, mañana a esta misma hora. Ahora debo marcharme.
—Ha sido un verdadero placer conocerte.
—Hasta mañana entonces.
Abandono la placeta, solo unos pasos para regresar a casa. Vuelvo la mirada como último saludo a la atractiva crítica literaria, pero no la encuentro, tal vez tenga obligaciones puntuales. Ha sido un momento delicioso, su voz acariciadora y envolvente me devuelve sensaciones olvidadas. ¿Será un despertar?
Anoche apenas pude dormir unas horas, me costó reclamar el sueño, y cuando lo hice, caí en uno delicioso fruto del encuentro con Cália. Es domingo, me he levantado angustiado. ¿Y si Cália es una ensoñación y la estoy viviendo? Una ducha de agua fría tal vez oxigene mi cerebro y me devuelva a la realidad. Después de comer algo y tomar dos cafés, he conseguido despertarme definitivamente. No sé cuál de los títulos debo llevar, estoy confuso, dubitativo. El primero rompió moldes, según mi editor, aunque después de los años reconozco que fue fruto de la llamada suerte del principiante. Mi autocrítica me dice que solo en el segundo, tal vez el tercero, traté bien los personajes y añadí dos conceptos estructurales de los que carecían los primeros. En este si se conoce la impronta de mi literatura. Definitivamente llevaré a Cália mi tercer libro.
Cargo la cartera de piel con el libro y la sitúo en bandolera sobre mi hombro derecho junto al cuaderno de notas, bolígrafos y documentación. El reloj marca las nueve de la mañana cuando inicio la ruta del colesterol. Ardo en deseos de superar el puente y la avenida para introducirme en el parque. Los pasos son largos e insisten en ser ligeros. Hubiera preferido correr, pero no llevo el calzado adecuado. La sombra acaricia la placeta, no la veo. ¿Se habrá olvidado de la cita? Los gruesos troncos de álamos y tilos deben ocultarla. Voy más lento, temeroso de no encontrarla, nervioso. Desconozco la razón, aunque mi cerebro me ofrece pistas, son sensaciones más intensas que las anteriores ocasiones en que nos vimos y saludamos. Ahora es distinto, escuché su voz, miré sus ojos, contemplé sus finas manos y aspiré su extraño perfume. Acuñé una frase hace tiempo cuando conocía y conversaba con una mujer atractiva después de comprobar su perfume: «Esta mujer huele como un ángel»
Llego a la placeta y sorprendentemente está allí, sentada como en las ocasiones anteriores. Lee, no aparta sus ojos de las páginas. Se comporta como un remanso, no hay ruidos, solo cánticos de algunos desconocidos pájaros. Tras acercarme como un ladrón, sin provocar ruido alguno, mis pituitarias advierten su aroma a ángel. Rompo el silencio con el saludo mañanero. Ella levanta sus ojos, abandona la lectura y los clava en mi mirada. Suave y pausada responde al saludo.
—Buenos días querido Jandro. Me alegra volver a verte.
—Sí, lo son. Yo tambien lo deseaba, y conversar, escuchar tu voz, aspirar tu aroma tan especial.
—Me alegra y halagas. ¿Qué? ¿Dispuesto a someter tu libro a mi crítica?
—Eso también. Aquí tienes —abro la cartera, extraigo el ejemplar y se lo ofrezco como en el medievo ofrecía el vencido su espada al vencedor.
—Gracias.
—Es mi tercera obra, perdón, trabajo narrativo. Espero que puedas leerlo en su totalidad, y no te decepcionen las primeras cincuenta páginas.
—Y yo que mi crítica no te provoque sinsabores. Lo leeré esta noche.
—Será un orgullo que esperaré con entusiasmo, y también nervios hasta el próximo viernes.
—No será preciso esperar tantos días. Si te parece bien nos vemos antes. Así puedes dejarme otros títulos.
—Estaré encantado. ¿Cuándo entonces?
—Mañana lunes por la tarde.
—De acuerdo. Traeré los dos primeros títulos, si no es abusar de tu ofrecimiento.
—Ni mucho menos. Además, mi obligación es ayudarte.
—No sé cómo podré agradecértelo.
Nos despedimos, volví sobre mis pasos y como siempre, dejé que se perdiera su aroma a ángel. Segundos después giré para volver a verla, pero ya no estaba. Sentí una extraña sensación de vacío, y muy a mi pesar, una alegría contenida. Aligeré el paso para llegar pronto a casa, tuve una sensación, que el folio en blanco comenzaba a rellenarse con frases, oraciones y conversaciones entre mis personajes. Una idea avanzó en mi cerebro, me dispuse a desarrollarla.
Omití el paseo inicial del lunes, deseaba con inusitada necesidad que las horas pasaran como minutos para respirar el aroma de Cália, su mirada, sus palabras, también su crítica, aunque fuera negativa. Según se acercaba la hora, mi cuerpo parecía estar cubierto de hormigas y mi estómago de mariposas. La luna reflejada en el curso del río, parecía mecerse al compás de mis pasos. De repente las farolas comenzaron a encenderse, pronto la vería sentada en la placeta leyendo. Giré sobre mis pasos y logré entrar por la dirección opuesta a la acostumbrada. No la vi, no estaba. Pensé que tal vez se retrasaría. Maldita costumbre la mía como escritor, imaginar situaciones distantes de la realidad, solo disquisiciones, puestas en escena, o mejor en párrafos de mis personajes. Estaba seguro, Cália no estaba.
Continué caminando, ahora lento y preocupado. Tampoco era su obligación venir, tal vez sus ocupaciones le restaban tiempo. No sé. Di un giro y me acerqué hasta el puente de piedra para entrar en la placeta por donde siempre, y continuar el camino que diariamente cubro hasta llegar a mi apartamento. Algo me indujo a pasar de nuevo. Miré el reloj, solo habían transcurrido quince minutos. Mi sorpresa fue mayúscula, la vi sentada leyendo las últimas páginas de Sombras Perdidas. Su aroma me llegó antes de que pudiera verla. Sonreí azorado.
—Cuanto me alegra verte. ¡Qué alegría! —solté enfatizando la frase.
—Gracias, yo también me alegro de verte Jandro. Creí que no vendrías. Llevo más de veinte minutos esperándote.
—Lo siento, me entretuve —mentí.
—Me gusta tu narrativa. Tus personajes son sinceros, están vivos, son creíbles. La estructura carece de rupturas. Al menos en esta novela su desarrollo es lineal. El lector sigue la correlación de situaciones sin miradas hacía el pasado. Su lectura es ligera y comprometida, solo debo exponer una pega. No sé si te gustará.
—Adelante, acepto todas las críticas me ayudan a superarme.
—Te falta corazón. No te implicas con tus personajes, son ellos quienes dirigen al escritor y debería ser al contrario. Se rebelan desde la primera página, te dominan, se independizan, caminan a su albedrío. Debes controlarlos.
—Tú sabes más que yo como crítica literaria. Te lo agradezco.
—¿Trajiste otro título?
—Si los dos primeros publicados. Así apreciarás mi línea.
—Perfecto. Dámelos, mañana los habré terminado y podré decirte.
—¿A la misma hora que hoy?
—Si no te importa.
—Claro que no, siempre que no te reste tiempo a tu trabajo.
—Ninguno. Es mi obligación contigo.
—Por favor no lo consideres así, me molestaría perjudicarte.
—No, no lo haces. Tranquilízate.
—Si tienes tiempo hoy me gustaría invitarte a un refresco en una terraza muy cerca de aquí, así podríamos charlar de nosotros, olvidar por un momento nuestras respectivas ocupaciones.
—Lo siento, no podrá ser, tal vez cuando acabe de leer tus novelas, hoy no tengo tiempo.
—Lástima.
La crítica a la primera novela que escribí, Lanzas invisibles, la escuché en silencio, intranquilo, temía que no le hubiera gustado. Cuando se escribe la primera, la mayoría de los autores estamos convencidos de haber escrito una obra maestra. Los cantos de sirenas de cuantos nos rodean nos dejan obnubilados, incapaces de reconocer que solo es una novela cubierta de una gruesa capa de absurda vanidad.
—Es tu primer escarceo literario. Reconozco el brío impuesto a la narración, la fuerza de tus personajes y una estructura primaria absorbida por las secundarias que la oscurecen en demasía. Se notan tus conocimientos culturales, también los fallos del autor principiante. Si algún día la reeditas, deberías corregir aspectos que incrementarían verosimilitud a la historia. No lo olvides.
—Gracias Cália. Te lo agradezco muy sinceramente.
—Mañana hablaremos de tu novela La espalda de los amantes. Comprobaré si el atractivo título es el mismo del texto.
—¿Por qué haces esto por mí, Cália?
—Ya respondí a esa pregunta. Es mi obligación.
—Lo lamento, no puedo creerte.
—Lo siento, pero es la pura verdad.
—¿Puedo sincerarme contigo?
—Naturalmente. Adelante.
—No quisiera importunarte, pero desde que te vi la primera vez, siento una extraña sensación en mi interior. Me atraes con una fuerza desconocida, algo similar a cuando me enamoré la primera vez a los dieciséis años. Supongo que he vuelto a enamorarme.
—¿De mí?
—¿Te molesta?
—Al contrario, me halaga.
—Deberíamos conocernos mejor.
—Jandro, ya te dije que por ahora no, cuando acabe mi labor como crítica de tus obras.
—Tal vez no pueda esperar.
—No tienes más remedio mientras me ocupe de ti. No podrá ser antes.
—De acuerdo. Esperaré con ansias a que leas las otras siete novelas.
—Me comprometo a ello. Nos veremos cada día aquí mismo a la misma hora. Tú, me traerás un ejemplar y yo responderé a tus preguntas, en este caso literarias, olvida tu enamoramiento o no alcanzaremos el horizonte. Debes prometerlo.
—Haré cuanto dices. ¿Puedo besarte?
—No, no puedes. Ahora debo marcharme, tengo otras obligaciones ¿Lo entiendes?
—Siento haberte irritado. Adiós Cália.
—Hasta mañana.
Regresé compungido a casa. En esta ocasión no miré atrás, no la busqué. No tuve valor y sí necesidad de llegar a mi estudio y retomar la rota vigilia rellenando páginas de mi recién iniciada novela. Creo que cambiaré el título por el de Cália, como mi atractiva crítica literaria.
Durante toda la semana nos vimos, hablamos y sobre todo escuché sus críticas, cada vez mejores. Según su criterio he crecido literariamente desde mi primer título, las dos últimas se ajustan a la mejora solicitada por Cália, según ella son novelas más cortas, sin embargo, su intensidad narrativa favorece la reflexión del lector, incita a fijar una posición al planteamiento de la primigenia estructura. No permiten ni pretenden aleccionarlo, únicamente exponen criterios filosóficos que todo ser necesita confrontar con cuanto le rodea.
Hoy domingo finalizan las entregas de ejemplares, solo recibiré la última crítica. Estoy deseoso, tal vez hoy me permita mirarla de cerca, tal vez besarla, acariciarla, escuchar detalles de su vida. Definitivamente estoy enamorado de esta mujer. Aunque subyace un temor, es posible que mantenga una relación con alguien y me rechace. Tal vez no lo acepte y me vea sumido en los sinsabores de la misma soledad mantenida hasta el momento en que la conocí.
Aparece fulgurante. Lleva un vestido blanco, corto, semitransparente. Espera de pie. Sostiene mi última novela entre sus manos. Una sonrisa amplia deja ver el perfilado de su boca. Se acerca y me entrega el ejemplar de mi última publicación. Insiste en comentar los avances logrados desde mi primer título. Intento agradecérselo, me acerco despacio. Alargo mi mano derecha en busca de la suya. Se aparta.
—Espera Jandro, antes debo decirte algo, no quiero molestarte. Entiendo que te guste, tú a mí también, pero no del modo que presupones. Lo siento, quizás…
—Comprendo. Discúlpame. Tal vez no debí dejarme llevar por tu belleza, sonrisa, por tu maravillosa voz y tu aroma. Perdona. No volveré a importunarte.
—No me has dejado acabar. Tal vez sea mejor así.
—Agradezco tu sinceridad. Me has ayudado mucho, es más, abriste la ventana de mi soledad durante todo este tiempo. Creí alcanzar dos metas, una conocerte mejor al enamorarme, la otra incentivaste la otra razón de vivir.
—¿Cuál querido Jandro?
—Volver a escribir. Eliminé el síndrome del folio en blanco. He avanzado mucho la novela que escribo, favoreciste que lo hiciera.
—¿Cómo vas a titularla?
—Con tu permiso, Cália.
—Será un honor para mí. Gracias.
—Debemos despedirnos, no tengo nada de masoquista y aspirar tu aroma, escuchar tu voz y ver como recorres tu mirada hasta encontrar la mía, comienza a producirme dolor.
—Lo comprendo, yo también sufro en cada ocasión que me alejo de mis guiados, pero todos tenemos un fin y obligación que cumplir, y a ello nos debemos. Ha sido un maravilloso placer conocerte Jandro. Deseo con todas mis fuerzas alcances el éxito que mereces, estoy segura de ello.
Desapareció su sonrisa. Una mueca de tristeza nos invadió a ambos. No quise mirar sus ojos, creí ver dos incipientes lágrimas, que me habría gustado mezclar con las que asomaban por los míos. Unir mis labios a los suyos, abrazar su cuerpo y besarla. Pero todo es fruto de mi mente como narrador. En un instante creo que desapareció. Yo regresé a mi estudio. No pulsé tecla alguna, solo un deseo flotó en el aire: volver a verla, seguir su sección cultural en el periódico, revisar si era posible su vida privada e intentar acercarme a ella.
Han pasado cuatro semanas, la novela está a punto de acabarse. He querido dejar el final en blanco hasta acabar la búsqueda de otro más atractivo e inquietante. Eso espero. Estoy fuerte, dolido por no ver a Cália, pero fuerte, al fin y al cabo. Me he propuesto ir personalmente a verla a las oficinas del periódico donde dijo que trabaja llevando la sección cultural.
Esperé dos días para aglutinar la suficiente fuerza y coraje para enfrentarme a la realidad. Conduje hasta las oficinas y redacción del periódico. Un recepcionista toma mis datos, me facilita una tarjeta señalando soy visitante y me indica la planta donde se encuentran los redactores de la Sección Cultural. Una joven recepcionista pregunta a quien quiero visitar.
—Cália. Perdón, no es ese su nombre, en realidad firma la sección con el de Marta Nogales.
—De acuerdo. Espere un momento, la avisaré y veré si puede recibirle.
—Gracias.
Minutos después la recepcionista regresa acompañada por una mujer no joven precisamente, cabello canoso, resuelta en su caminar hasta mí.
—Marta, este señor es Jandro Laínez, es escritor y quiere saludarla.
—Buenos días Jandro. Me complace conocerle.
—A mí también, pero creo que hay un error, pedí saludar a Marta Nogales, y por lo que deduzco usted no lo es, al menos la Marta Nogales que conocí hace unos meses. En realidad, ella se llama Cália y firma con ese otro nombre la Sección Cultural.
—Venga conmigo Jandro, ¿puedo llamarle Jandro?
—Naturalmente.
Unos pasos para entrar en un despacho pequeño, su perímetro apenas deja hueco libre a la infinidad de títulos que sostienen las estanterías. Sobre la mesa dos fotos enmarcadas. Una figura escultural, creo que griega, un ordenador portátil y un teléfono negro.
—Siéntese por favor.
—Gracias.
—Jandro debo hacerle algunas preguntas antes de responder a la sorpresa que le produjo conocerme como Marta Nogales.
—Adelante.
—Según se desprende es usted escritor.
—En efecto.
—¿Ha sufrido últimamente el llamado síndrome del folio en blanco?
—Durante seis meses no pude escribir una sola línea.
—¿Cómo ha logrado superarlo?
—En mis paseos conocí a Cália, me dijo que llevaba la Sección Cultural de este periódico y se comprometió a ayudarme. Le fui entregando ejemplares de todas mis novelas publicadas. Realizó críticas, me recomendó modificar ciertos aspectos. Conoce bien el terreno que pisa como responsable de esta Sección. ¿Qué ocurre? ¿Ya no trabaja aquí?
—Disculpe. Cália nunca ha trabajado aquí. Es una impostora. Como Marta Nogales llevo al frente de esta Sección Cultural desde hace más de diez años. También yo intento saber quién es esa mujer, me involucra en sus actividades, aunque no negativas, pero tal vez algún día pueda perjudicarme. Lo siento Jandro.
—Y yo haber sido fruto de una estafa cultural. Lástima. Siento haber molestado. Gracias por recibirme Marta.
—Lamento no poder facilitarle más información. Si algún día logra encontrarla le agradeceré me lo comunique.
—Claro. De nuevo muchas gracias.
—Adiós Jandro, mucha suerte.
Me ha costado días asumir la situación, tanto que no he podido volver a escribir. Tenía la absurda intención de acabar la novela con un encuentro feliz junto a Cália, en su despacho del periódico, tal vez escuchar que carecía de compromiso o pareja, que podría recuperar mi enamoramiento. No ha sido así. He vuelto a caer en el mismo síndrome del folio en blanco. Después de dos meses sin salir a pasear, sin escribir un solo párrafo, he vuelto a la consulta de mi cardiólogo. De nuevo su recomendación de pasear diariamente un par de horas si no quiero volver a sentir las dichosas y molestas palpitaciones que anuncian otro problema.
Camino ligero por la que algunos llaman la ruta del colesterol, un amplio paseo por la orilla izquierda del río que apenas lleva agua. La mayoría de las veces de sur a norte, luego, desaparezco entre casas, calles y ruidos para regresar a mi hogar y enfrentarme al odiado folio en blanco. Por las tardes cuando los rayos del astro se concentran anunciando su adiós, vuelvo al recorrido matutino, aunque en dirección contraria, me separo de la ruta, atravieso una avenida para introducirme en el parque que bordea la orilla derecha hasta uno de los núcleos centrales de la ciudad.
Durante días mantengo ambos recorridos. El tiempo ha cambiado repentinamente. Las nubes cubren el cielo y pese a anunciar lluvia he sentido la necesidad de seguir caminando. Quizás como castigo auto infligido, me introduzco en la placeta donde encontré a Cália. Habría dado años de mi vida por volver a verla. Desde que desapareció, me mintió y no permitió que ni tan siquiera pudiera besarla, no he vuelto a ser el mismo. Siento un extraño y constante dolor.
No la he vuelto a ver, la impostora según la auténtica Marta Nogales, ha debido volcarse en sus ocultas actividades, aunque no alcanzo a comprender la razón que tuvo para ayudarme.
Comenzó a llover antes de que pudiera llegar a mi casa. Los cabellos están empapados, igual que las zapatillas de caminar y los pantalones. Subo hasta la segunda planta, abandono el característico olor que produce la lluvia después de muchos días sin caer y lo hace sobre tierra, plantas y flores agostadas. Advierto un aroma distinto, hoy huele a ángel, casi lo había olvidado. Abro la puerta y a lo mejor, influido por el aroma, me deshago de la ropa y el calzado. Tras secarme y cubrirme con otra ropa, me siento frente a la pantalla y teclado del ordenador. Pulso el texto de la novela Cália. Se abre. Busco las últimas páginas. Creo que por fin encontré el final. Tal vez así me libere de la presión y agonía de no volver a verla.
… Al salir del edificio, sentí una horrible sensación, ser fruto de una estafa cultural que no alcancé a comprender, como tampoco que Cália leyera todas mis novelas, las criticara y desapareciera tan misteriosamente como apareció. Siento profundamente el vacío tan enorme que me ha dejado. Lo asumo, sin embargo, en mi fuero interno no lo admito. Creo que no dispongo de la capacidad necesaria para comprender lo que me ocurrió.
Aquí acaba una historia sin final.
Fin de Cália.
Echo un último vistazo al párrafo y decido que mañana imprimiré una copia en papel para enviársela a mi editor. No estoy convencido de que quiera publicarla. Lo único positivo ha sido eliminar, y creo que en esta ocasión definitivamente, el síndrome del folio en blanco.
El aroma a ángel de la escalera ha invadido mi estudio. Tengo la sensación de no estar sólo, creo que hay alguien a mi espalda. Una voz susurrante rompe el silencio, se parece mucho a la de Cália. Ahora unos dedos finos y largos se posan sobre mis hombros. El corazón ha comenzado a palpitar, temo lo peor, es posible que mi cardiólogo tuviera razón, debería ocuparme de no inventar mundos, dedicarme a trabajar en otro sector. La voz pronuncia mi nombre. Ya no sé si es fruto de mi invención o realidad.
—¿Jandro?
—Sí ¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? Por favor no me atormentes.
—No es mi intención.
—¿Entonces?
—Soy Calíope, me conoces como Cália, y también como Marta Nogales.
—Debo estar muerto o a punto de serlo.
—Gírate. No te miento.
Ante mis ojos aparece la misma imagen del último día en que vi a Cália, vestido blanco corto, sonrisa abierta, manos con dedos finos y largos.
—Me provocas dolor ¿sabes? He intentado olvidarte, pero no puedo, es imposible. Hoy quise cerrar la novela que empecé, después de sufrir de nuevo el síndrome. Me he prometido que no volveré a tenerlo, también que dejaré de escribir para dedicarme a mi profesión.
—No lo harás. No puedes dejarme así sin razón. Me gustas. Quiero estar a tu lado.
—Me mentiste, me engañaste, me olvidaste. ¿Debo perdonarte?
—Sí. No volveré a dejarte, siempre que me prometas seguir escribiendo historias. Estaré a tu lado, señalándote los errores, alimentando tus sentimientos, dando color a tu vida. Dejaré que tus caricias me rodeen y tus labios me besen.
—¿Cómo puedes prometer algo que no cumplirás?
—Porque soy Calíope, tú me conoces como Cália. Soy la musa de la belleza, de la elocuencia, y de la poesía épica y heroica. Hoy se me ha permitido abandonar el Olimpo por enamorarme de ti y poder estar a tu lado, ser tu amante sin dejar de ser tu musa.
—No quiero que me despiertes querida Cália.
Dos diás después realizo una llamada telefónica a Marta Nogales.
—¿Marta?
—Sí, Jandro.
—Encontré a la impostora, encontré a Cália.
—Lo sé mi querido Jandro. Lo sé.
Unas recurrentes notas de la canción The Year of the Cat se escuchan suavemente.
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