Hijos de la fábula

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HIJOS DE LA FÁBULA  – FERNANDO ARAMBURU

Por Txema Arinas


            Empecé leyendo a Aramburu con verdadera admiración a partir de El trompetista de Utopía (2003), una novela corta cuya frescura y gracejo, amén de las debidas y muy medidas ráfagas de ternura, me cautivó sin remedio. Luego leí su primera y excesiva primera novela, Fuegos con limón (1996), 616 páginas para contar las peripecias más o menos gamberras y hasta subversivas de un grupo de adolescentes donostiarras con inquietudes literarias. Un libro que, a pesar de lo abusivo de su número de páginas para no decir esencialmente nada nuevo, acaso uno de los excesos a los que Aramburu acostumbra a ser proclive en muchas de sus novelas, me resultó francamente divertido, siquiera en contraste con la aburrida formalidad que solía imperar en la mayoría de las novelas de la época. Todo eso mucho antes de que Fernando Aramburu fuera encumbrado a raíz de su novela Patria (2016), tanto por la crítica española como por los lectores, como el escritor de referencia, y casi que en exclusiva, de todo lo que tenga que ver con el tema de ETA y sus aledaños, de modo que cualquier crítica que se le pudiera hacer a cualquier de sus novelas con trasfondo vasco pasaba y pasa a convertirse de inmediato en sospechosa de connivencia con las tesis contrarias a las del escritor donostiarra.

            Y como Aramburu es el escritor de referencia para todo aquello relacionado con el tema de ETA y lo que la rodea, por lo menos para la mayoría de los lectores en castellano que desconocen cualquier otro testimonio sobre el mismo tema escrito antes por otros escritores vascos, me es obligado hablar de Los años lentos (2012) como el libro escrito en castellano que más y de verdad me ha conmocionado sobre el tema en cuestión. No podía ser de otra manera porque en Los años lentos los relatos que describen las diversas situaciones o ámbitos en los que el terrorismo etarra destrozó tanto la vida de muchas personas como pervirtió la normal convivencia entre otras, es tan fidedigno y está tan brillantemente escrito que es imposible no reconocer la maestría de su autor, su acreditado pulso literario, para poner sobre escrito aquello que la mayoría de los nacidos en el País Vasco de entonces enseguida reconocemos como la trastienda más perversa y al mismo tiempo menos conocida fuera de la violencia etarra, la que va más allá del drama inmenso de la muerte de inocentes y el dolor sin límites de sus allegados: las secuelas sociológicas. Solo por haber escrito Los años lentos habría merecido Aramburu ser considerado uno de los escritores de referencia en el tema que nos ocupa. Sin embargo, para qué engañarnos, Los años lentos es sin lugar a dudas una pequeña joya literaria en la que destaca la destreza literaria de Aramburu para arrastrar al lector a unas profundidades tan hondas y oscuras como las del drama sin fisuras del terrorismo sin llegar a ahogarlo. Empero, por eso mismo, porque se trata de una excepcional obra literaria, su difusión fue más bien discreta, o lo que es lo mismo, la esperable en un producto exclusivamente literario; un éxito entre los aficionados y una curiosidad más o menos agradable o sorprendente para los que, sin siéndolo, hicieron el esfuerzo de asomarse a un género que para los extraños suele ser bastante árido. Así pues, el verdadero éxito de ventas y mediático solo le vendría a Aramburu con Patria. ¿Por qué? Pues ni más ni menos, y tal y como el propio autor lo ha reconocido implícita o explícitamente (Decidí darle a la historia una estructura de rompecabezas, es decir, de secuencias de piezas protagonizadas de tres en tres por los distintos protagonistas, nueve en total, con la idea de crear al final un dibujo general), porque para su siguiente libro sobre el tema del terrorismo vasco eligió el género más conveniente para llegar al gran público: el folletín. Pero claro, el folletín, si nos atenemos en exclusiva a la tercera acepción que viene en el diccionario de la RAE, se define tal que así:  Novela de carácter melodramático y gusto popular. Una decisión tan legítima como significativa de las carencias que puede contener Patria en cuanto a profundidad, o ya solo verosimilitud, sobre todo cuando el lector conoce de primera mano el terreno en el que el autor levanta su historia y no puede evitar que muchas de las cosas que contiene la novela acaben rechinándole. De lo que no cabe duda es de que el éxito de Patria se ha debido en buena parte, si no en su mayoría, a la elección del género, o cuanto menos del estilo, más propicio para que Aramburu pudiera hacer llegar su historia a un público muchísimo más amplio del que pudo alcanzar una obra tan excelsamente literaria como Los años lentos. Un folletín de 648 páginas cuya principal virtud no es tanto su capacidad para iluminar al lector sobre los aspectos más ocultos, o apenas tratados, de los años del terrorismo etarra, como permitirle corroborar todo lo que había oído o leído previamente sobre el tema, amén de una buena cantidad de prejuicios, o dicho de otra manera, de todo aquello que el lector medio español desea dar por cierto, no ya solo acerca de ETA y sus contornos, sino también un sinfín de lugares comunes sobre lo vasco; he ahí, pues, a mi juicio la verdadera razón del éxito de Patria entre el gran público.

Así que después de Patria, o más bien a continuación de una novela alejada del tema vasco como Los Vencejos (2021) y con la que, desde luego, no ha podido repetir el éxito de la anterior y probablemente tampoco lo intentó, nos llega Hijos de la fábula (2023). Dice Aramburu que ya le tocaba escribir sobre ETA en clave de humor. Y no digo que no, faltaría. No seré yo precisamente, al estilo del envarado de rigor que no puede evitar fruncir el ceño en cuanto adivina la más pequeña brizna de ironía en lo que él considera un tema demasiado serio como para tomárselo a broma, quien critique el enfoque humorístico de un tema tan luctuoso como el terrorismo, en realidad como el de cualquier otro. El problema, como en todo, consiste en saber de qué nos reímos y cómo. Por mi parte nada que objetar en tomar a dos miembros de la organización criminal ETA como objeto de choteo. Entiendo que a algunos les pueda parecer demasiado atrevido, que un etarra más que motivo de choteo sea más de repulsa y sobre todo de análisis sociológico que cualquier otra cosa. Pero es que el humor, la ironía más bien, también puede valer para ese análisis siempre que se sepa marcar las teclas adecuadas para no caer en el ridículo convirtiendo lo que en principio no deja de ser un punto de vista alternativo a otros acaso más serios, que no sesudos porque a mi juicio no hay nada más sensato y cabal, y no digamos ya certero, que la ironía, en especial con el propósito de descubrir los ángulos más ocultos de determinadas realidades, en una auténtica patochada. ¿Acaso el Siglo de Oro español que adivinamos en las páginas de El Quijote no es sino una visión alternativa a la de los estudiosos de dicha época a través de la ironía sin par de Cervantes? ¿O la sátira de la Unión Soviética de El maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov? ¿O el México desmitificado y absurdo que aparece en las divertidísimas novelas del malhadado Jorge Ibargüengoitia? Pues bien, ese no va a ser el caso de Hijos de la fábula de Aramburu como retrato más o menos irónico de los años del terrorismo etarra. Como mucho será el intento fallido de su autor de hacer reír a su público a cuenta del tema de ETA.

¿Por qué? Pues porque es imposible concebir una decisión más errada a la hora de construir los personajes de unos etarras de la última hornada de miembros de la organización criminal que se quedan colgados en su exilio francés tras el anuncio del “fin de la actividad armada” de ETA. Aramburu nos presenta a dos chavales cuyo rasco más notorio es una cortedad de miras portentosa, en realidad dos tipos muy por debajo del umbral de una inteligencia media, dos auténticos retrasados mentales. He ahí donde se atisba el primer error en la construcción de los personajes protagonistas. Ambos etarras son tan idiotas, tan ignorantes de todo lo que los rodea, tan simples en todos sus esquemas mentales, empezando por la ideología que los ha alentado a cruzar la muga para integrarse en las filas de ETA, que no resultan creíbles desde el primer momento. Se nota demasiado que Aramburu ha pretendido crear unos personajes risibles o ridículos por sí mismos, una especie de gudaris bobalicones al estilo del de Las aventuras del buen soldado Svejk de Jaroslav Hasev, cuyo efecto en el lector es igual de irritante que el que provoca el famoso soldado checo de la Primera Guerra Mundial. Y al igual que ocurría con Svejk, Aramburu cifra toda la comicidad de su relato en la incapacidad innata de Asier y Joseba para desenvolverse en la vida como personas con un coeficiente intelectual mínimo. Claro que si las peripecias mayormente domésticas en las que se ven envueltos ambos etarras por lo menos fueran graciosas, pues entonces el relato podría tener un pase. Pero, créanme, no son graciosas, o al menos no más allá de lo previsible. Y el problema es que hasta lo que parece ser incluido en el libro con el propósito de sorprender al lector, como en el caso de la muchacha a la que los etarras pretenden salvar de una hipotética violación y luego resulta que es todo lo contrario, resulta previsible en esta novela. Porque la novela se pierde en anécdotas cada vez más chuscas y por lo tanto completamente inverosímiles de dos mentecatos cuyo fanatismo, ese que les anima a constituir su propia organización armada tras la para ellos traición de ETA al dejar las armas, resulta tan infantil que la proposición humorística del autor comienza a resultar ya no solo bochornosa, sino también, y sobre todo teniendo en cuenta de que estamos hablando de un tema tan serio y reciente como el terrorismo de ETA, ignominiosa. Porque insisto que se puede tratar el fanatismo etarra en clave de humor, pero nunca tomándolo de coña como parece que hace Aramburu, es de suponer que inconscientemente, al reducirlo a la empanada mental de dos idiotas en el sentido literal que recoge la RAE: “Tonto o corto de entendimiento.” Ni los etarras, ni cualquier otro criminal motivado por su correspondiente fanatismo, deciden matar al prójimo porque no le da para entender las cosas, sino más bien porque las entiende de una manera perversa pero siempre consciente. Eso lo sabían muy bien Borja Cobeaga cuando escribió y dirigió Negociador protagonizado por el actor Ramón Barea. Los etarras de esta película podían resultar chuscos, como en el caso del que interpretaba a Francisco Javier López Peña, alias Thierry, o aparentemente sensatos como el Josu Urrutikoetxea interpretado por Josean Bengoetxea; pero, en ningún momento resultaban ridículos, poco creíbles, como en el caso de Asier y Joseba en Hijos de la Fábula. De hecho, la comicidad de los etarras de Negociador estribaba ni más ni menos que en la verosimilitud del absurdo que estos representaban como individuos cuya percepción de las cosas de daba de bruces con la realidad. Si resultaban motivo de risa era precisamente por la exageración de su puesta en escena y porque eran etarras perfecta y hasta desgraciadamente reconocibles cuyo fanatismo los convertía en esencialmente ridículos. El punto de vista de Negociador de Cobeaga era tan caustico en su presentación de la realidad que al espectador no le quedaba otra opción que reflexionar acerca del absurdo de todo lo que representaban los etarras de la película.

En Hijos de la fábula no hay posibilidad de reflexión alguna sobre el tema de ETA a través del humor porque el hecho de que Asier y Joseba sean dos etarras queda enseguida difuminado por lo extravagante de sus peripecias personales, ambos siempre tan margen de la realidad que lo primero que piensas es que flaco favor le hace Aramburu a una hipotética mirada humorística sobre el fenómeno de ETA creando dos personajes tan inverosímiles; para reírnos de los verdugos lo primero que hay que hacer es no frivolizar con su oficio. El pujo de Aramburu en esta novela parece ser única y exclusivamente arrancar sonrisas o carcajadas en el lector a cuenta de sus monigotes. De esa manera, Asier y Joseba, son tan patéticos, tan poco creíbles como etarras y hasta como personas sin una minusvalía psíquica, la cual antes que nada merecería tratamiento médico, que incluso el contacto de estos en Toulouse, Txalupa, aparenta ser una persona sensata y hasta respetable en comparación con semejantes mastuerzos, alguien que comparte con el lector la vergüenza ajena que le provocan los dos monigotes de Aramburu. Dicho de otra manera, Asier y Joseba están tan debajo del umbral de la credibilidad como etarras, que el personaje del etarra Txalupa resulta imprescindible para recordarnos que estamos hablando de los miembros de una organización criminal que ha matado a más de novecientas personas y no delante de los protagonistas de una película al estilo de Dos tontos muy tontos.

Resumiendo, Hijos de la fábula no solo no funciona como sátira de ETA, más bien todo lo contrario, hace que el lector eche de menos su presencia en todo momento, o lo que es peor, que el autor se la tome en serio siquiera para ironizar sobre ella, tampoco lo hace como relato exclusivamente humorístico en el que lo único que pretende el autor es hacer una concatenación de anécdotas o sucedidos pretendidamente graciosos que además no funcionan, aburren, peor aún, provocan verdadera vergüenza ajena, lo cual es lo peor que puede provocar un relato pretendidamente humorístico y eso por muy subjetivo que sea el humor, vamos, a sabiendas de que no todos nos reímos de lo mismo, y en el caso de hacerlo tampoco de la misma manera.

De ese modo, y una vez manifestada mi opinión francamente negativa sobre Hijos de la fábula por considerarla, no solo una obra fallida en su propósito de arrancarme la más mínima sonrisa, sino además un enfoque humorístico sobre el tema de ETA complemente equivocado, acaso más ridículo que frívolo, y esto lo afirmo consciente de lo peliagudo que puede resultar afirmar algo así cuando se trata de reseñar la última obra sobre ETA del escritor canonizado por la crítica y público precisamente como el que más y mejor ha escrito sobre el terrorismo etarra, por lo que seguro que ya seré sospechoso tanto de envidia como de complicidad con vete a saber quiénes, solo me queda subrayar la curiosa acogida que ha tenido la novela por parte de la crítica literaria española que copa los grandes medios y por lo tanto creadores de verdadera opinión, por lo general calificándola de una novelita simpática, obra menor, otra más de tránsito hasta la nueva genialidad que se espera de Aramburu después de Patria. Y ya más en concreto, no puedo acabar esta reseña sin mencionar la de Alberto Olmos sobre Hijos de la fábula, sin lugar a dudas el reseñador literario más implacable, incisivo, de esa prensa que se reclama para sí misma el adjetivo de especializada. Dice Olmos en su reseña titulada con la sorna que lo caracteriza, Nosotros tendríamos que estar agradecidos de ser vascos, que “la última y esperada novela de Aramburu” funcionaría mejor si hubiera omitido el nombre de ETA: De hecho, Aramburu haría bien en decir lo que yo diría: que en rigor esta no es una novela sobre ETA, sino una ficción con ETA al margen, en sordina, como punto de partida de una fábula de mayor aliento. Si Aramburu me pasara sus manuscritos (debería), le habría dicho yo otra cosa más: ¿y si quitamos ETA? Vamos, algo muy parecido a lo que he apuntado yo a lo largo de mi reseña, Sin embargo, Olmos se cuida mucho de calificar Hijos de la fábula como una novela fallida y llega a rozar el oximorón afirmando que Hijos de la fábula es una novela excelente, menor como tantas obras maestras. Para abundar en esta idea recurre a la artimaña típica de cualquier reseñador de libros consistente en buscar una referencia literaria de cierto empaque con la que dignificar la obra objeto de crítica. En este caso, cómo no tratándose de dos etarras que no saben qué hacer desde su escondite francés tras el anuncio del cese de la activad armada de ETA, saca a escena Esperando a Godot de Samuel Beckett. Claro que luego, cuando le toca explicar por qué le ha gustado Hijos de la fábula, recurre, no ya a disquisiciones estilísticas, o ya siquiera solo técnicas, acerca del teatro del absurdo, sino a determinados pasajes del libro que le han parecido muy graciosos como el siguiente: “Qué manera de remar. En medio del cauce, esa furia, esa potencia de las paladas, esos brazos vascos” Pues eso mismo, tanta literatura en la cabeza, tanta pluma afilada y sobre todo mala leche para con el prójimo, para acabar escribiendo que lo que más gracia te ha hecho de la última novela de Aramburu supuestamente humorística es un chiste al estilo de Vaya Semanita u Ocho apellidos vascos, vamos, los tópicos más que recurrentes, requetemanidos, sobre lo vasco y que solo sirven para evitar profundizar a toda cosas en la realidad de la que supuestamente se habla dando el cliché, el lugar común por muy tosco que sea, por bueno. Porque ese es precisamente el gran problema de Hijos de la fábula, que se asemeja demasiado a un guión, un guión estirado hasta el aburrimiento y sin rumbo fijo, al estilo de los de los guionistas de Vaya Semanita u Ocho apellidos vascos, y poco, o más bien nada, a cualquiera de las obras de un autor satírico como Cervantes, Bulgákov o Ibargüengoitia.

©Txema Arinas. Oviedo, 01/03/23. Todos los derechos reservados.

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