La belleza y la grandeza de la poesía residen en su extraordinaria capacidad de síntesis, en la expresión plena y a la vez sucinta de emociones, pensamientos y percepciones a través de la palabra justa, de la frase exacta. Resulta cuanto menos curioso que un acontecimiento tan dramático y lleno de significaciones como fue la Primera Guerra Mundial diera tan poco juego en la poesía. Tampoco es de extrañar, puesto que otras guerras modernas han corrido la misma poca suerte con la lírica. Sin embargo, los primeros poemas que recitó el hombre cantaban por lo general la épica de los combates.
Poemas de guerra: Wilfred Owen
Evidentemente, el siglo XX no ha sido un período épico a ensalzar, puesto que la perspectiva se ha centrado en el sufrimiento del hombre y no en la gloria de los guerreros, por lo demás inexistentes. Por ello cobran especial importancia los Poemas de guerra que escribió durante la Gran Guerra el poeta inglés Wilfred Owen (1893-1918). Estos versos fueron concebidos en el frente durante 1916 y 1917, y redactados entre finales de ese año y 1918, en su convalecencia tras haber recibido una herida.
Frente a las posibilidades dramáticas de la novela, la explícita exposición del cine o las consideraciones ideológicas y reflexiones personales que permiten las memorias y los ensayos, la poesía se queda como la bella pero raquítica flor donde es casi obligatorio captar la esencia de todo aquello que ha sido contado de otra manera por extenso. Ahí es donde se halla la hermosura de estos poemas: resume la esencia de la guerra acudiendo a lo que de grande tiene fuera del poder de las armas, y que es su extrema valoración de la vida. En pocas líneas se puede aglutinar lo que en la vida hay de destrucción y humanidad:
Busqué siempre el dolor, pero encontré el misterio.
Busqué siempre el saber pero encontré el dominio:
perder el paso de este mundo en retirada
a vanas fortalezas carentes de murallas.
Luego, cuando en la sangre se atascaran
los tanques,
lavaría las ruedas con un agua muy dulce,
incluso con verdades demasiado profundas,
y daría a mi espíritu rienda suelta, sin freno
y sin herir a nadie, terminada la guerra.
Hay hombres que han sangrado sin tener
ni una herida.
No es tan intenso el rojo de unos labios
como el de aquellas piedras que besan nuestros muertos.
El dulce lamentar de plañideras
sólo inspira vergüenza a su amor puro.
¡Oh, Amor, tus ojos pierden todo encanto
cuando veo otros ojos, por mí ciegos! (…)
Tu voz, aunque yo pueda compararla
al viento que murmura en los tejados,
aunque amada por mí, no es tan amable,
tan clara y delicada como aquella
de los hombres que ahora nadie escucha
pues la tierra ha acallado el ruido de sus toses.
Corazón, corazón, no has sido nunca
grande como el que recibe un disparo.
Y, aunque tu mano sea pálida,
lo son aún más aquellos que secundan
tu carrera a través de llamas y alaridos.
Puedes llorar, pues no puedes tocarlos.
Precisamente, Owen pone por encima de todas las cosas el amor que engarza las almas temerosas del disparo, almas humanas con humanas esperanzas. Por ello, perdido en un mundo que carece de fundamentos, encuentra a Dios en el sufrimiento:
También yo he visto a Dios por entre el barro
que restalla en el rostro de un hombre
sonriente.
La guerra dio a sus ojos más gloria aún que sangre
y a sus risas más gozo que el que estremece a un niño.
De esa manera humaniza a Dios, a quien no puede concebir en el caos:
Tu exquisita figura no retiembla
como retiembla un cuerpo apuñalado
que cae allí donde parece
que a Dios ya no le importa,
hasta que el fiero amor que lleva dentro
lo apretuja en un túmulo de muertos.
Se alzó pues Abraham, cruzó los bosques.
Llevó consigo fuego y un cuchillo.
Y mientras caminaban ambos juntos,
preguntó así Isaac, el primogénito:
«Padre, veo que llevas hierro y fuego,
pero ¿el cordero para el sacrificio?».
Abraham ató al joven con cordajes
y construyó trincheras, parapetos…
Al sacar su cuchillo, de repente,
un ángel lo llamó del Cielo y dijo:
«Retira ya tu mano del muchacho,
no le hagas ningún daño. Hay un carnero
que es presa de ese arbusto por los cuernos;
ofrécelo mejor en sacrificio».
Pero el viejo rehusó, mató a su hijo
y, uno a uno, a los jóvenes de Europa.
«¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido todos!». Tanteando
torpemente
nos pusimos las máscaras a tiempo.
Pero hubo uno que gritaba todavía
y se agitaba como un hombre en llamas.
A través del visor y de la niebla verde,
como hundido en el mar, vi que se ahogaba.
Aún veo en mis sueños, impotente,
cómo me pide auxilio presa de su agonía.
Si tú también pudieras, en tus sueños,
caminar tras el carro adonde lo arrojamos
y ver cómo sus ojos se marchitan,
ver su rostro caído, como un demonio hastiado;
si pudieras oír con cada sacudida
cómo sale la sangre de su pulmón enfermo,
obscena como el cáncer, amarga como el vómito
de incurables heridas en lenguas inocentes,
amigo, no dirías entusiasta
a los muchachos sedientos de una ansiosa gloria
esa vieja mentira: Dulce et decorum est
pro patria mori.
Yo también he dejado a un lado el miedo
muerto, al igual que mi escuadrón, tras la barrera
y, alzándose, mi alma ha pasado ligera
sobre el alambre donde yace la esperanza.
Y he visto a hombres exultantes:
los rostros que fruncían siempre el ceño
se encendían de pronto de entusiasmo,
como ángeles un punto, aunque ángeles sucios.
Y también he hecho amigos
de los que nadie habla en canciones de amor.
Porque no es el amor quien enlaza los labios
con los ojos sedosos que añoran al ausente
por la alegría, cuyo lazo se suelta,
sino la herida de la guerra, con alambres
y estacas;
es ella quien enlaza con un vendaje usado
atado en la correa de un fusil.
He hallado a la belleza
en esos juramentos que el coraje confirma.
He oído música entre el estruendo del combate
y he hallado paz donde las bombas escupían
fuego.
Pero sólo si compartís con ellos
la sombría tristeza del infierno,
con ellos cuyo mundo es un relámpago
y cuyo cielo es el camino de las balas,
no oiréis su risa nunca.
No dejarán mis chanzas que creáis
que han sido bien felices. Merecen vuestras lágrimas.
No merecéis vosotros su alegría.
Incluso en un momento de profundo sarcasmo, inicia su poema Insensibilidad con estos versos que recuerdan el Beatus Ille de Horacio:
Felices son los hombres que antes de caer
Permiten que en sus venas se les hiele
la sangre.
Maldito al que no aturden los cañones,
pues será como piedra.
Triste y mezquino sea en su miseria
aquel que nunca tuvo sencillez:
a conciencia eligieron ser inmunes
a la piedad y a todo cuanto en el hombre llora,
ante el último mar y las tristes estrellas,
a cuanto gime cuando muchos abandonan
estas costas, y a cuanto toma parte
en el tráfico eterno de las lágrimas.
¿Qué campanas para estos que mueren como ovejas?
Tan sólo el ruido obsceno de las armas,
tan sólo el tartamudo retumbar de los rifles
podría hacer callar sus rápidas plegarias.
Nada de vanas pompas, ni campanas, ni rezo,
ni una voz plañidera sobre los locos coros,
los estridentes coros de gimientes cañones
o clarines que llaman desde tristes comarcas.
ni una herida.
«Yo soy, amigo mío, aquel al que mataste.
Te conocí en lo oscuro, pues tenías el gesto
con el que ayer hundiste en mí tu bayoneta.
Intenté, sí, esquivarla, pero estaban heladas
y dormidas mis manos. Durmamos, pues, ahora…».
Poemas de guerra. Wilfred Owen. El Acantilado. Otras entradas relacionadas con la Primera Guerra Mundial:
-
- 1914: La Gran Guerra sin gloria
- Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Vicente Blasco Ibáñez
- El fuego. Henri Barbusse
- El gran desfile. King Vidor
- Las aventuras del buen soldado Svejk. Jaroslav Hasek
- La gran ilusión. Jean Renoir.1937
- Tempestades de acero. Ernst Jünger.
- Senderos de gloria. Stanley Kubrick. 1957.
- El final del desfile. Ford Madox Ford
- Rey y Patria. Joseph Losey. 1964
- Sin novedad en el frente. Erich Maria Remarque. 1929
- Sin novedad en el frente. Lewis Milestone. 1930
- La gran guerra. Mario Monicelli. 1959
- Adiós a las armas. Ernest Hemingway
- La batalla del Somme: el primer documental bélico
- Los últimos días de la humanidad. Karl Kraus
- Gallipoli. Peter Weir. 1981
© José Luis Alvarado. Marzo 2023 Cicutadry