Daniel recibió una llamada aquel viernes por la tarde. Era su padre y jefe de la asesoría. Su compañera Gabriela llevaba unos días sin acudir al trabajo. Le explicó que se pusieron en contacto con ella y les comunicó que dejaba el trabajo, sin querer entrar en detalles.
El joven colgó el teléfono con sentimiento de culpa. Sabía perfectamente por qué lo dejaba. Simplemente su compañera no quería verle después de su frío rechazo.
La llamó por teléfono sin titubear. Estaba registrada en su móvil como Gala. Era la primera vez que la llamaba.
—Gabriela. Soy Daniel de la asesoría —dijo intimidado.
Se escuchó un largo silencio incómodo.
—Hola Daniel. Qué quieres —contestó por fin la joven con tono frío y cortante—. No le apetecía mantener ninguna conversación con ese cretino.
—Me gustaría que habláramos y no por teléfono. Me han comunicado de la oficina que has dejado el trabajo.
—Sí. Pero no veo por qué ha de importarte. Ya puedes descansar tranquilo. No estará tu compañera insufrible molestándote más.
—Gabriela. Puedo acercarme a tu casa. Por favor.
Otro silencio. Nadie respondía hasta que…
—Sí —respondió Gabriela con una mezcla tristeza e ilusión—. Estaba irremediablemente enamorada de Daniel. Fue consciente en ese mismo instante que el maldito orgullo se esfumaba ante el ser que amas.
Daniel sin darse cuenta, comenzó a arreglarse como si tuviera una cita especial. Se echó su mejor colonia. Se puso su chaqueta de cuero negra y se engominó el pelo. Se lavó los dientes frenéticamente. Estaba realmente nervioso. Quería que ella se reincorporara al trabajo. Lo que no sabía si era por ella,o por él. Reconocía que se le haría muy extraño volver de sus vacaciones y no tener a su compañera al lado. Oler su perfume de rosas que impregnaba toda la oficina. Pero no se demoraría en aquella visita. Sino pudiera convencerla desistiría sin darle mayor importancia. Deseaba pasar luego el resto del día fuera sintiendo el viento en su cara. Cero preocupaciones. Siempre cero preocupaciones. Los sentimientos de Gabriela no eran su problema. No. No lo eran.
Se contempló en el espejo. Sus mejillas parecían ruborizadas.
© Verónica Vázquez