Ojalá mi corazón fuese de piedra – Capítulo 2

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2.

Le había preguntado a Benavides por la noche, mientras devoraban unos platos de patatas cocidas con abundante pimentón que una mujer vestida de negro, silenciosa, inexpresiva, les acababa de servir.

         Benavides había tardado en contestar. Porque suponía que la pregunta de Pacheco (“¿hasta cuándo vamos a estar en este sitio?”) ni siquiera necesitaba una respuesta.

—Hasta que encontremos la puñetera caja negra. O hasta que alguien decida que ya nos hemos cansado de buscarla.

          Entonces Pacheco refunfuñaba algo con su acento andaluz cerrado, seco como papel de lija, que Benavides no entendía.

            Después de cenar (acunado por el mantra subconsciente de que el calor o el frío no son una evidencia física sino un estado mental) sueña con su pueblo, Dos Hermanas. Con sus balcones de hierro y sus fachadas blancas calcinadas por el sol. La cocina de su madre: los deliciosos pestiños, el gazpacho, el puchero, los caracoles en salsa sopeada. Los paseos con su novia por la plaza de José Antonio dibujando un futuro luminoso de complicidad conyugal, prosperidad familiar y heroica gloria castrense. La calle del general Cabanellas, la imagen de Benito Mussolini en el almacén de aceitunas Los Lobillos, en la salida de Alcalá de Guadaíra, donde celebraban sus misas las tropas italianas durante la guerra. Poco importa que la realidad sea otra muy distinta, que se alistó en el ejército para escapar del hambre y la miseria, y que los platos de su madre fueran lentejas (en el mejor de los casos), tortas de maíz, incluso cáscaras de habas. Porque cualquier imagen serviría para evadirse del hartazgo que le produce aquel pueblo siniestro con sus gentes malencaradas que aparecen de repente como almas en pena al doblar cualquier esquina.

            A primera hora de la mañana los soldados caminan por la cara norte de la montaña con dificultad, hundiendo sus pesadas botas en la nieve. No es nieve reciente, porque no nieva, sino hielo apelmazado que cruje bajo el peso de cada uno de los miembros de la comitiva. Examinan los retales de chatarra y los restos humanos que siguen apareciendo. No levantan la vista del suelo: en un momento dado el graznido de un cuervo, amplificado por el eco en la caja de resonancia del valle, llama la atención de algunos, como Pacheco, que contempla el vacío sin límites ni nubes y se marea, se sienta en una piedra (apenas unos segundos, minutos, horas, semanas, meses, años, siglos: apenas una breve eternidad), contiene la respiración y se levanta para seguir buscando, tambaleante y torpe.

            Encuentra lo que parece un brazo apenas cubierto por la nieve. Intenta moverlo con la punta de su bota derecha, sin conseguirlo; lo patea sin contemplaciones, pero tampoco lo mueve, tropieza, está a punto de caer. Cuando se agacha con una rama para hacer palanca comprueba que no es un simple brazo. Aparta la nieve venciendo su creciente repugnancia y descubre poco a poco el cuerpo completo y rígido de un cadáver.

            Descubre también, alertado por una especie de revelación, de fogonazo en su cerebro, la anomalía de sus ropas y lo que debió de ser su aspecto alguna vez, no el de un pasajero como los demás (un viajero cubano encallado en el último obstáculo de su inesperado destino), sino el de otro pueblerino macilento en la vida y en la muerte con la cabeza deshecha y la indumentaria tosca como una armadura o un caparazón de paño. Pero todo eso ocurre antes de darse la vuelta y comprender que se ha perdido, que se ha quedado solo, con la única compañía de la niebla y los pesados copos de nieve que en algún momento habían dejado de caer, y de una figura borrosa, inmensa, alzando la empuñadura de una especie de cayado, golpeándolo en el rostro perplejo con fuerza definitiva y brutal: antes de despeñarse en el vacío mareante sin fondo, sin tiempo, sin memoria.

Ángel Calvo Pose

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