Javier y Gus se hallaban en la habitación destartalada de Fran. Toda la ropa arrugada aparecía desperdigada por la habitación. Un trozo oscuro de pizza llevaba varios días enmohecido en un plato encima de su escritorio.
—¡Ya entiendo que es ese olor tan desagradable! Joder Fran, eres un desastre, tío. Quita ese plato con esa pizza con vida propia o salgo de aquí pitando —advirtió asqueado Javier.
—Venga, poneros cómodos —dijo Fran con una sonrisa en su rostro. El joven retiró el plato y se lo llevó a la cocina. Cuando regresó, traía emparedados y refrescos.
—Bien! Moría ya de hambre —respondió Gustavo contento sirviéndose el primero.
—¿Y tu madre? —preguntó Javier
—Llegará el domingo por la tarde. Se ha ido a Murcia, a su pueblo. Hay una nota en la cocina. Tarta de queso y tortilla —contestó animado Fran.
Un fin de semana al mes, Carla solía desplazarse al pueblo donde ella nació a ventilar la casa y comprobar que estuviera todo en orden. Sabía que su hijo prefería pasar el fin de semana con toda la casa para él y con sus amigos. Con los 15 años recién cumplidos, opinaba que debía darle ya un poco más de espacio. Lo que sí le pedía era, que la casa estuviera de la misma forma que la dejó. Era bastante permisiva con su único hijo. Con su adorado hijo. Sobretodo a raíz de la muerte de su marido y padre de Fran.
—¡¿Supongo que ofrecerás?! —exclamó Gus que era un pozo sin fondo.
—Joder, claro. Pero un poco más tarde. Acabamos de comer hamburguesas Gus.
—Pero, ¡si tienes dos hamburguesas en esa bolsa Gus! ¡Y te estás zampando emparedados de chorizo! Cualquier día revientas —respondió escandalizado Javier riéndose.
Gustavo y Javier ocuparon dos sillas de despacho que había en la habitación mientras comían sus sándwiches. Fran abrió su armario azul. Rechinaba al abrirse y al cerrarse.
—Échale aceite a las bisagras de ese armario, Pizza. Es la leche el ruido que hace —dijo Javier, que era todo lo contrario a Fran en lo que se refería a orden y limpieza— ¡parece que esté agonizando tu armario! —añadió con tono burlón.
—Pareces una arpía amargada. No paras de quejarte tío —contestó Fran con la carpeta azul en la mano.
—Mirar el lado bueno. Así sabrá siempre si alguien está abriendo su armario desde cualquier punta de la casa, cotilleando sus cosas —dijo sonriendo Gustavo. Tragaba los trozos del bocadillo casi sin masticarlos.
—¡Maldita ventana! No hay forma de cerrarla bien. Es tan tocahuevos como tú, Javi —dijo Fran, peleando con atrancarla. La cerró de un golpe seco.
—Enseña el dibujo y deja de tocar los huevos Fran —respondió Javier.
Por eso estaban allí. Fran les confesó que dibujó al hombre extraño que tanto asustaba en sueños a Raúl. Su pobre amigo se lo describió con tanto detalle, que se atrevió a plasmarlo en el papel. El joven de la chupa de cuero y gafas de aviador, poseía gran destreza en las artes plásticas. Dibujaba muy bien. Pero se arrepintió de haberlo hecho. Lo tenía guardado en el armario. Y ya poco se atrevía a tocarlo. Quiso destruirlo pero no tuvo valor.
Un relámpago, iluminó toda la calle seguido de un trueno ensordecedor. La lluvia caía sin tregua inundando las aceras. Las alcantarillas estaban desbordadas, se ahogaban. La tormenta ya estaba encima con toda su fuerza. De repente toda la calle como la casa se quedaron a oscuras.
—Lo que me faltaba —exclamó Gustavo con nerviosismo—. Empezaba a hiperventilar. Presentía algo malo pero no sabía qué podía ser. Estaba intranquilo.
—Gus, tranquilo. Es solo una tormenta —dijo Fran—. Sabía el temor que despertaba en su amigo.
—¿Tienes velas tío? —preguntó Javier.
—En el mueble de abajo de la cocina. Pilla también cerillas. Ya sabes donde están.
—Vale. Vengo ahora —dijo iluminando con el móvil el largo pasillo hasta la cocina. Extrañas sombras se perfilaban a su paso.
Fran colocó el dibujo encima de la mesa del escritorio como si depositara un bicho nauseabundo. Miró de reojo al personaje, por el que su pobre amigo Raúl, empezó a deteriorarse física y psicológicamente. Se acercó a la ventana. La calle continuaba a oscuras e inundada. Seguía lloviendo con fuerza y se colaba algo de viento por la claraboya. Gustavo estaba sentado en la silla buceando por internet. Le ayudaba a evadirse un poco del miedo a la tormenta. No había reparado aún en el dibujo.
Javier volvió con dos velas encendidas iluminando el pasillo y produciendo un ambiente fantasmagórico. Las colocó encima de la mesita de noche de Fran. Se acomodó cerca de la mesa donde se hallaba el dibujo de Piel de Harina. Lo observó en total silencio. Un miedo espantoso y frío lo atravesó.
—No creo que tarde en volver la luz. Se está alejando el temporal —dijo Fran apartándose de la ventana.
—¿Es con este individuo con el que tiene esas pesadillas intensas Raúl? —preguntó Javier cogiendo el dibujo con cierto temor—. Sentía que no debía tocar ese rostro maligno, plasmado en el papel.
Gustavo se acercó a él. Observó al mago oscuro con chistera. Se le cortó la respiración al contemplarlo y no era precisamente por su apariencia malévola y aterradora. Empezó a temblar.
—No puedo creerlo. Yo soñé con éste tipo siniestro, hace varios años. Recuerdo que me llamaba por mi nombre, en aquel sueño extraño. Yo me veía en mi calle. Era noche cerrada en el sueño. ¡Parecía tan real!. La farola que está pegada a mi casa, parpadeaba. Se que ese tipo escondía algo en su maldito sombrero negro, que no paraba de moverse en su cabeza. Parecía un mago de circo. Pero yo solo quería despertar. Sus ojos recuerdo que me aterraron. Eran como canicas rojas. Con unas pupilas rasgadas de gatos. Se dirigió a mí como si me conociera de siempre. Me dijo que concedía deseos, que no me asustara, que ya había comido. Me cagué de miedo. Tendría diez años. Estuve todo el día con su imagen en mi cabeza, y su voz hueca en mis oídos. Tardé una semana en conciliar el sueño. No podría aguantar, si volviera a verlo en mis sueños.
Los dos amigos lo miraban con los ojos como platos. Javier rompió el silencio.
—Debemos decírselo a Raúl. Debe saber que no es el único que ha visto en sueños a esa cosa —dijo Javier
—¡No! —exclamó Fran—. No podemos preocuparlo más. Acaso no veis en qué condiciones llega a clase. No es el momento.
—La tormenta ha parado. Yo me voy a casa ya —dijo Gustavo alterado incorporándose de la silla, sombrío. Quería marcharse y abrazar a su perro Pillo, un pastor inglés adorable y cariñoso de color blanco, con el lomo gris. Con sus lametones le quitaba todos los miedos. Sus padres eran agentes de policía y pasaban muchas noches fuera. Como esa noche que habría deseado tenerlos en casa. Un extraño presentimiento, una angustia oscura le envolvía.
—Sí. Aprovechemos ahora que ha parado la tormenta —dijo Javier.
—Bien. De todo esto iremos hablando —añadió Fran.
—¡Hablad vosotros de ese tipo extraño y que no sea delante de mí por favor! —exclamó serio Gustavo.
Miedos del pasado rebrotaron provocándole un miedo frío, incontrolable. Solo quería llegar a casa. Era un joven débil lleno de miedos y terrores. No paraba de mesarse los cabellos con nerviosismo. Las noches escondían las peores bestias. Gustavo se sentía muy alterado.
Javier y Fran se miraron entre ellos. Entendían su miedo. Lo dejarían apartado de ese asunto.
—Tranquilo Gustavo. De acuerdo. No pasa nada —intervino Fran con tono conciliador intentando calmarlo—. Sabía todo lo bonachón que era su amigo, pero cuando se dejaba llevar por el miedo tenía un pronto terrible.
Decidieron no hablar más del asunto.
—Nos vemos en clase el lunes colegas —dijo Gustavo con mezcla de temor y aparente tranquilidad, marchándose sin mirar a sus amigos a la cara—. Se sentía incómodo. No quería que pensaran que era un cobarde.
Fran tenía siempre un dicho cuando se enfrentaba a algo difícil «el miedo tendrá miedo de mí» y Javier hizo tan suya la frase de su amigo, que la utilizaba interiormente cuando tenía que lidiar con algún temor en su vida. Y funcionaba bien. Se quedaron unos minutos más hablando. Ese tipo de casualidades no existían. Que Gustavo y Raúl soñaran con el mismo personaje, era muy preocupante y dejaba patente que no era una simple pesadilla.
El miedo tendrá miedo de mí.
Nubarrones oscuros, volvían a cernirse en el cielo, amenazando con descargar torrentes de agua sin tregua. Javier apuró el paso tras despedirse de su amigo. El viento golpeaba su cara.
© Verónica Vázquez