La luna de fuego se derramó en la noche, apenas podían distinguirse las siluetas de las gentes caminando en la oscuridad, una neblina anaranjada las envolvía haciendo de sus figuras borrosas imágenes, somnolientas, difuminadas por el ardiente estío… Las mujeres paseaban cadenciosamente, a un ritmo pausado, como el del repique de un tambor, lento, muy marcado, solazándose en cada paso…, el verano las hacía parecer aún más hermosas, sensuales y voluptuosas…, de repente, una ráfaga de viento procedente del Sahara acarició mi cuello, inundándolo de preciosas sensaciones y dulces fragancias, eran la abrasadora África y la lánguida Asia que, aquella noche vinieron a visitarme. Este dulce aliento me llevó a soñar con el desierto, tan cercano y tan lejano a la vez, y allí, de pronto, me encontré recostada en la arena sobre cojines de brocados y tisúes, y alfombras laboriosamente tejidas, decoradas con motivos florales y geométricos, y algunas alusiones a sus mitos y creencias; una jaima hecha de piel de cabra y profusamente decorada con sedas y tapices en su interior, daba cobijo a una reunión de tipo festivo. Las lámparas de aceite exhalaban su calor y su fragancia, los perfumes y los inciensos nos embriagaban con su dulzor, esencias de flores, especies, tierras, maderas secretamente elaborados por su mágica alquimia, nos inundaban de emanaciones afrodisíacas; protegidos del viento nocturno, bebíamos y disfrutábamos de los manjares que nos había ofrecido la tierra, el vino, don sagrado, la miel, dulce ambrosía y los dátiles, frutos del surtidor vegetal que es la palmera, emblema del paraíso. La bóveda celeste brillaba sobre nuestras cabezas, y la estrella Sirio, “la estrella de los sabios” resplandecía más que ninguna otra, no en vano la llaman, el sol detrás del sol. Una leve brisa hizo danzar las tornasoladas sedas que protegían el umbral de la puerta, y hasta nuestros oídos pudo llegar el sonido de un laúd que lloraba rememorando antiquísimas historias de amores beduinos. La poetisa cantaba con voz trémula casi como un lamento la vieja historia de un amado que, un día salió para el desierto montando la cabalgadura de su camello, cogió su alforja llena de cachivaches y algunas provisiones para alimento y envuelto todo su cuerpo en las preciosas túnicas que usan los nómadas del desierto, y el turbante que les cubre la cabeza y el rostro, dejando sólo sus azulados o negros ojos al descubierto, se adentró por las infinitas dunas del desierto, dónde late sólo su corazón ante la inmensidad de la naturaleza. Los nómadas del desierto no temen a la noche, las estrellas les guían y les susurra el viento, ellos conocen muy bien las rutas y dónde encontrar los oasis. Dejó a su amada un recuerdo, una vieja tetera y las dos tazas de té en la que juntos solían beber durante la aurora y el crepúsculo del día, en señal de su regreso.
© Mª Antoñeta Bernardino Anguita. Febrero 2023.