Llegó al pueblo una tarde de otoño. Vino a ver la casa de al lado. Salí a recibirla para conocer a la futura feligresa, nunca imaginé la ruina moral que se me avecinaba. ejerciendo veces me hablaron del Maligno, pero jamás lo había visto, eso sí, creía en él tanto como en mi Señor.
La primera vez que la vi, estaba de pie junto al taxista esperando a que bajara su equipaje. Me fijé en sus tacones, altos y negros, sus medias negras, falda de raso negra hasta la rodilla y camisa con encaje con un escote muy pronunciado…en ese antro de pecado colgaba de muy mala fe un rosario de plata y cristal, compartiendo piel con esa mujer que parecía hija de Satán, pecadora y malvada.
Señor, perdóname por mis pecados. Sentí un terrible dolor interno cuando clavó sus ojos verdes en mí. Sentí que perdía la fe en mi Señor Jesucristo y mi mente se llenaba de sucias imágenes con ella y con otras vecinas del pueblo.
Señor, perdóname…
—Buenas tardes, Padreee —recalcó la palabra padre, arrastrándola por el fango .
Me sonrió maliciosamente y me invitó a acompañarla. En el trayecto del taxi a la puerta de su nuevo hogar movía su cuerpo como una serpiente.
Perdí los papeles. Me invitó a pasar a su casa, me invitó a acompañarla a recorrerla, me contó que era una pobre viuda sin hijos que estaba muy triste. Necesitaba apoyo espiritual. Para nada parecía pobre de espíritu ni necesitada de apoyo que no fuera sexual y sucio.
Me perturbaba su presencia. Empecé a sudar y ella vaciaba mis cuencas con sus ojos verdes, mareaba el crucifijo que llevaba entre sus pechos, pecadora. Mi Señor sufría entre sus dedos.
—Padre Javier, deje de atormentarse. No estamos libres de Satán, él está siempre tentándonos. Tiene usted una vida dedicada a Dios impoluta. Ha sido tentado y usted no lo sabía. Los tentáculos del infierno están repartidos por toda la sociedad. Vuelva al pueblo, está perdonado.
Cuando salí de ver al Obispo mi alma no estaba tranquila. Esa mujer no salía de mi mente. Me atormentaban las imágenes de las dos noches que yací con ella, en pecado mortal. No podía quitarla de mi mente, ni siquiera después de confesión.
Sonó mi teléfono, era el señor Obispo:
—¿Dígame?
—Se me olvidó decirte que quiero visitar a esa mujer. Después de lo que me has contado creo que necesita ayuda del Señor, puede ser que esté poseída por el Maligno. Cuando llegues dime si está en su casa.
De repente sospeché que la capa del Maligno era como la peste, había penetrado también en la mente del señor Obispo.
Llegué a casa de noche. Habían metido un sobre blanco por debajo de la puerta. Dentro una nota escrita en rojo: “Sé que no me olvidas, ven y seguimos con la expiación de tu Alma”.
Relato publicado en EL SAYÓN
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