«Como el agonizante mundo que habitan los ciegos nuevos, todo él disolviéndose lentamente de la memoria»
«Sostenido por una respiración, temblorosa y breve.
Ojalá mi corazón fuese de piedra»
—Cormac McCarthy— LA CARRETERA
1.
La montaña tiene forma de murciélago. Un murciélago enorme, colosal, una mole con las alas extendidas erguida más de mil quinientos metros por encima del nivel del mar, aislada, separada en perpendicular del resto de montañas de la cordillera.
El seis de febrero de mil novecientos cuarenta y siete, a las cinco en punto de la tarde, un avión cubano que vuela hacia Madrid procedente de Lisboa modifica su ruta por error (pésima visibilidad) y se estrella contra la pared de piedra oculta entre la niebla. Estruendo infernal, llamaradas pavorosas. Nadie sobrevive.
Una comitiva siniestra atraviesa localidades abulenses emanando un aura de fatalidad. Grandes coches negros escoltando un furgón fúnebre coronado por una cruz de mal agüero. Cuando las nubes se apartan y descubren el macizo granítico desplegado a ambos lados de la cumbre con las alas de murciélago cortándoles el paso, se desvían de la carretera e inician la escalada de un puerto extremadamente sinuoso: los pesados automóviles rugen, se arrastran en primera por curvas a cual más cerrada entre higueras y viñedos, sortean rocas gigantes que llevan siglos manteniendo un equilibrio precario, inverosímil, se acercan a pequeñas casas encaladas con artesanales balcones de madera. Detrás de la montaña está el avión, comenta el copiloto de uno de los coches. Un pensamiento expresado en voz alta sin obtener respuesta ni tampoco esperarla que resuena en las cabezas transportado por el eco de todas las montañas devoradas por la niebla. Caminan por laberínticas, zizagueantes y estrechas calles descubriendo ancianas momificadas enlutadas de la cabeza a los pies, presencias huidizas, deficientes mentales de mediana edad, niños rapados al cero, burros con alforjas; moradores de tabernas recónditas, frías, tenebrosas; jarras de vino tinto, platos con peces fritos y jamón. Miradas de curiosidad escondida en las macetas con hortensias y geranios, derramada en los rosales desde los balcones.
Lugareños fuman junto al pilón de la plaza del pueblo con la boina calada hasta las cejas y las solapas de los abrigos levantadas, por el frío. Revestidos de la autoridad, la suficiencia y la importancia de ser, antes que los radares y los controladores aéreos del aeropuerto de Barajas, antes que la Guardia Civil, los militares y los esquiadores del frente de juventudes, antes que el Gobernador Civil y el comisario de policía de Ávila, los primeros en captar el alcance del estruendo, en sortear, azotados por una ventisca gélida de veintidós grados bajo cero, restos de fuselaje, ropas, mantas, maletas y bolsas de viaje destripadas, restos humanos carbonizados y sin carbonizar esparcidos, enterrados en la nieve, abriéndose camino enarbolando los garrotes hasta descubrir el escenario apocalíptico de la cabina, la mitad delantera del avión empotrada en los peñascos.
Una nueva silueta completa el perfil: un individuo alto, con sombrero en vez de boina, aparece subiendo desde la calle más ancha, una especie de rampa de adoquines. Su presencia impone, intimida a los demás. Se hace el silencio y encienden más cigarrillos. La humedad de la niebla se mezcla con el humo del tabaco negro.
La primera mañana se despertó angustiado, sin recordar dónde estaba ni cómo había pasado la noche. Vestido con ropa de calle, un abrigo negro, unas pesadas botas de piel. Haciendo acopio de una cantidad insignificante de energía, lo justo para morir matando, lo justo para matar muriendo, avisado por un rayo de sol que descubría una arcada de ladrillo deteriorada, bella y sorprendente.
Había salido de la habitación golpeándose la cabeza con el techo de un minúsculo pasillo. Un anciano bajo y fornido, de abundante cabello blanco ensortijado, le había ofrecido una silla de madera y mimbre y un café negro sin azúcar que le abrasaría las entrañas. Pienso mucho en tu madre, había dicho. No supe cumplir con mi obligación de hermano. Su madre, fallecida en Madrid pocos años antes de la guerra: en su casa, un piso cerca de la Plaza Mayor, consumida por la enfermedad y una serie de rencores antiguos, concretos, corrosivos. Uno siempre cree que hay tiempo para solucionar las cosas, había continuado el anciano. Hasta que el tiempo se acaba y es demasiado tarde para todo.
Los remordimientos de su tío le hicieron la vida más fácil. Las consecuencias de los remordimientos le hicieron la vida más fácil a su tío, que confiaba en él y en los efectos que causaba en los habitantes del pueblo. Bebían vino cada tarde en un jardín emparrado con vistas al valle, a la sombra del perfil de la montaña. El viejo había pasado media vida negociando, regateando con la muerte. Esquivó las desgracias de su hermana parapetado tras la conveniencia de una versión fabricada a su medida. Durante la guerra se entregó con naturalidad a toda clase de cavilaciones, hizo de anfitrión de Cipriano Mera, sobrevivió al combate del veintinueve de agosto de mil novecientos treinta y seis y asistió a la retirada del batallón de milicianos, en septiembre, mientras su propia mujer sucumbía al cenagal de un colapso irreversible. Acondicionó la mejor tumba del camposanto, encargó una lápida y se cruzó de brazos, plantado ante la solidez de la resistente catatonia. En realidad el matrimonio llevaba siglos sin hablar el mismo idioma: cavar la fosa fue su manera de cantar victoria por anticipado, su llegada a alguna clase de meta, golpear primero, golpear dos veces, zanjar de una vez por todas el asunto. Se consagró al cuidado de sus fincas, sus higueras, sus vides, sus olivos. Se esmeró en la producción de su apreciado aceite. Mientras tanto la mujer, contrariando la voluntad de su marido y el augurio de los médicos, se empeñaba en no morirse. Se consumía, se acartonaba, cronificaba su agonía. Como un topo enloquecido saliendo a la superficie desde túneles larguísimos bajo montañas atroces, el hombre se enfrentaba a su reflejo de gárgola en las aguas heladas del río y la garganta, dormía sobre piedras colosales suavizadas por la erosión, volvía a casa empuñando una azada, paranoico, vigilaba apoyado en la barandilla del balcón de madera del segundo piso. Una noche llamar.
Ángel Calvo Pose