Creo que voy a rendirme.

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CREO QUE VOY A RENDIRME. Una historia real sobre la crueldad de un hombre

Relataré un encuentro. Lo reflejaré en los párrafos que siguen. Un cúmulo de sentimientos vividos por dos personas que afrontaron un periodo de tiempo juntos.

Es una parte intrincada de la vida de Ana y su postrer encuentro con Pedro.

Es también parte, importante desde luego, de un hombre solitario, Pedro, que tuvo la gran suerte de encontrar a Ana y vivir a su lado unos intensos momentos.


Ana era una mujer menuda, optimista, entusiasta, inteligente, cariñosa, amante de las artes, y muy atractiva, guapa. Con una mirada que no había hombre sostuviera la propia si ella lo miraba. Era dulce, con una voz penetrante y modulada, jovial y alegre.
Junto a sus padres y hermanos vivió en un país americano, tuvo una infancia completa, satisfactoria, no así su juventud. Avatares que no vienen al caso, la llevaron a una gran ciudad como Madrid, donde no tuvo más remedio que adaptarse, aunque echara de menos su placentera y activa vida en América. Mientras, sus hermanos, por ser mayores, se prepararon para actualizar sus vidas, Ana al ser la menor y debido a persistentes costumbres familiares, quedó relegada y no pudo realizar ni finalizar cuanto soñó.
Su vida comenzó a truncarse en Octubre de 1970. Entonces tenía 16 años. Por aquellas fechas llegó de viaje una amiga de Argentina. Ana como hacía poco tiempo que se estableció en el país apenas conocía a gente, sus contactos se limitaban a la familia, concretamente a sus hermanos. Necesitaba a alguien, no solo para acompañar a su amiga, sino también para llevar a ambas a lugares donde divertirse. Ella, como extranjera, desconocía cuanto la rodeaba. Llamó a su hermano pidiendo ayuda y éste a uno de sus amigos, al que se unió un amplio grupo de gente.
El grupo lo compusieron cuatro mujeres y cuatro hombres y dentro de él se encontraba Miguel. A partir de ese primer momento, las reuniones se multiplicaron. Hubo quien se emparejó. Comenzaron a salir juntos los ocho y así se mantuvieron durante cuatro años, durante los cuales las parejas que lograron hacerse terminaron por romper, excepto Ana y Miguel que decidieron casarse en 1974. Mientras tanto, ella continúo preparándose, deseaba terminar su carrera de ballet clásico.
El matrimonio se mantenía debidamente, él aportaba el resultado de su trabajo como decorador y Ana impartía clases de ballet en la escuela de su propio profesor, pagándose las suyas con el fin de finalizar su carrera. Sin embargo, a los seis meses de estar casados, Miguel fue despedido de su trabajo y Ana no tuvo más remedio que soportar todos los gastos para mantener el hogar.
Es el comienzo de su toma de decisiones. Se plantea un importante dilema: Mantener los gastos del hogar conyugal o continuar y acabar su carrera de ballet clásico. Ana es una mujer que inicia una etapa, luchar y sufrir en silencio asumiendo sus responsabilidades como esposa. Con lo que gana impartiendo clases de ballet por horas decide sostener el hogar y abandonar su carrera. Miguel no se esfuerza demasiado en encontrar un nuevo trabajo y solo como consecuencia de comentarios de Ana con una de sus amigas, logra encontrar un nuevo empleo, tras seis meses de espera, en una importante firma de decoración de la ciudad.
La vida continua, la matrimonial naturalmente, la privada de Ana se presenta anulada, limitada única y exclusivamente a ser esposa, pues su gran sueño, aquel para el que creía estar destinada se trunca, solo será bailarina al recordar los ensayos y algunas actuaciones realizadas cuando era más joven. Jamás podrá alcanzar el éxito y en su fuero interno siente una profunda frustración. A veces trata de engañarse pensando que el sacrificio merece la pena, pues ha puesto los cimientos para crear una familia, y eso sin duda alguna es suficiente y satisfactorio.
Fruto de esa nueva vida y tres años después de su matrimonio, en 1977, nace su primera hija, Ángela, un encanto de criatura. Ana se siente realizada, completa, llena. Sin embargo, los sinsabores continúan. Miguel no gana lo suficiente para mantener a la familia., Con lo que obtiene apenas llegan a fin de mes y de nuevo se plantea otra decisión. Los últimos dos meses de embarazo debe abandonar el estudio donde imparte clases y del que recibe un sueldo. Con el nacimiento de Ángela y no teniendo a nadie a quien confiar su cuidado, no tiene más remedio que eliminar todo intento de continuar impartiendo clases de ballet, por lo que busca la forma de conseguir algo de dinero. El cuidado de la niña y el mantenimiento del hogar lo necesitan.
Habla con su hermana quien la cede un piso vacío donde instala y monta un pequeño estudio para reiniciar las clases con algunas alumnas que la siguen y otras nuevas que se dan de alta. De esa manera aporta algo más para el sostenimiento del hogar. No obstante. comienza a sentir el resultado de sus esfuerzos. El cuidado de la niña, realizar las labores de la casa, atender a su marido, es demasiado. Sigue pensando que merece la pena, no se queja y cuanto la sucede, cuanto ocurre en su cuerpo y mente, queda encerrado, no le da salida.
Algo llama su atención desde hace una temporada, pero no le da importancia, al menos la debida. En realidad, no se atreve a plantearlo a su marido. La relación con Miguel se ve empañada con el descubrimiento de algo que no encaja ni en su matrimonio, ni en su relación de pareja. Observa con profundo dolor como con demasiada frecuencia, compra revistas en las que aparecen hombres desnudos. No lo entiende, no puede comprenderlo y aún menos asimilarlo. Después de muchos requerimientos, él acepta contarla unos hechos ocurridos antes de conocerse en 1970.
«Verás, comenzó a decirle. En casa vivía con nosotros un tío, hermano de mi padre. Una mañana, aprovechando que nos quedamos solos, mi madre dijo salir para efectuar unas compras, mi tío reclamó mi presencia en su habitación, yo acepté, y después de acariciarme y besarme comenzamos a, bueno supongo que puedo omitirlo. El caso es que no advertimos su regreso y comenzó a llamarme, según dijo, hasta que me encontró subiéndome los pantalones y a mi tío acalorado y aparentemente avergonzado.
            A partir de ese momento mi madre intentó separarme de la presencia de mi tío, y puso todos los medios a su alcance para enviarme a San Sebastián, a casa de otros tíos que vivían allí, quería separarme de esa incipiente relación con mi tío de Madrid. Mi padre nunca supo la razón, se la ocultó mi madre, pero accedió a mi salida, siempre creyó se trataba de pasar el verano. Cuando acabó la temporada y empezó el curso dejé de estudiar Aparejadores, llevaba dos años haciéndolo, pero nunca logré acabar el primer curso, por eso me cambié a una Escuela de Decoración.
            Fue allí donde conocí a un compañero llamado Albert, con las mismas tendencias homosexuales que yo. Tuvimos relaciones durante mucho tiempo, pero nadie lo advirtió, bueno en realidad no lo sé con exactitud, lo cierto es que casi todos creían que éramos buenos amigos. Además, haber puesto a la luz nuestra tendencia sexual, dada la época, habría sido difícil sobreponerse a los comentarios, además de los problemas que me habrían acarreado».
            Cuando acabó su historia, Ana quedó estupefacta, no llegaba a creerlo, su mente comenzó a rechazarlo, a creerse y sentirse una especia de súper mujer que todo lo puede. Pretendía que aquella situación pudriera revertirse. Ella era guapa, atractiva, había conseguido tener una hija con Miguel, tal vez con esfuerzo, conseguiría que su homosexualidad fuera eliminada y regresaría a la realidad que en una inútil ensoñación conseguiría adaptarse a cualquier matrimonio heterosexual.
Lo grave de todo aquello fue descubrir la crueldad demostrada por la familia de su marido. Ni la madre, tía, o primos, conocedores de la tendencia y sobre todo de la situación de falsedad mantenida, tuvieron la mínima intención de advertirla. De acuerdo que ser homosexual en aquellos años era tanto como una aberración, pero de ahí a ocultárselo, evitando que Ana hubiera conocido la verdad antes de casarse con él, la produjo tal estupor, tal sensación de haber sido objeto de una conspiración y manipulación, que durante días sus sentimientos solo pudieron arroparse con el cariño de su hija.
En ocasiones, pese a que Ángela no podía escucharla, la hablaba, conversaba con ella, pidiéndola consejo. ¿Qué debo hacer hija? ¿Qué opinas sobre esto? ¿Qué te parece la situación? No tuvo respuesta, solo la sonrisa de un bebé creyendo que su madre solicitaba una sonrisa.
La familia de Miguel fue muy cruel con ella, sobre todo una de sus primas, que pese a ser psicóloga no aprovechó su profesionalidad para mostrarle el camino. Tuvo la esperanza de que pudiera advertirla, o al menos insinuar o comentar algo que le hiciera abrir sus ojos. Pero no sucedió. Era consciente de cuanto le acontecía a su primo Miguel, de sus preferencias sexuales, de la imposibilidad de producirse un cambio en su actitud. Sabía que con los años se acentúa o se mantiene, pero no disminuye. Ana se consideró engañada, y muy frustrada. Lloró, lloró amargamente cuando estuvo sola. Solo calmó sus lágrimas cuando vio sonreír a su querida Ángela, su niña del alma.
Hasta ese momento no sucedió nada comparado con lo que se avecinaba. A finales de 1978, a Miguel le descubren un cáncer en su sistema linfático. Se inicia entonces un zafarrancho familiar. Ana debe seguir dando clases, atendiendo la casa, a su hija, y como no a su marido, a quien le extirpan los tumores y el bazo, y a quien deben aplicarle sesiones de radioterapia. Ella en esos momentos se encuentra embarazada de su segunda hija, Rosa, y pese a salir del trance, debe ser operado de nuevo años más tarde. Se le reproducen los tumores y en esta ocasión sufre sesiones de quimioterapia, con el resultado que tal acción conlleva. Ana inicia un periodo duro, difícil y costoso, sentimentalmente hablando.
La vida que a partir de ese momento inicia Miguel es decididamente descorazonadora para la situación, no ya solo como esposo y padre, sino como individuo que ha superado un cáncer. Descarga en Ana toda su recuperación mientras él se escapa, no dice dónde va, pero ella sabe que visita a ciertos jóvenes para mantener relaciones homosexuales. A veces a su regreso la encuentra enfadada y llorando, ocupada en avisarle para tomar sus medicamentos, y, sobre todo, atendiendo a sus dos hijas y el hogar de ambos.
A él no le importaba absolutamente nada, se convirtió en un superviviente a costa de ella, y después de repetir la escena una y otra vez, siempre acaba pidiéndola perdón. que Jamás lo repetiré. Pero solo era una excusa para mantener el hogar tranquilo hasta la siguiente ocasión. Ella como persona, madre y esposa, deseaba creerle. Esperaba no volver a comprobar esa misma situación. En ese impasse fueron muchas las ocasiones que acudió pidiendo ayuda a la prima de Miguel, la psicóloga, para requerirla profesionalmente de cómo encontrar la manera de superar aquella situación con su marido. Sus respuestas no pudieron ser más descorazonadoras, no podía ejercer ninguna autoridad sobre su primo, y tratarla a ella. La recomienda continuar con aquella farsa de matrimonio fuera como fuera.
Transcurre el año 1981 y nace su tercer hijo, un varón al que imponen el nombre de Alberto. Ella pese a la situación que vive, admite quedarse embarazada, su costumbre y moral así lo impone. Como continuar con su trabajo, con la educación de sus hijos, con el mantenimiento del hogar, y todo ello sin ayuda alguna. El persiste en sus devaneos, no los ha abandonado, sigue mintiéndola y sigue pidiendo perdón, asegurando que no volverá a las andadas, y ella le concede el inútil perdón.
La moral y mentalidad de Ana formaba parte de la imperante en esa época, intentar mantener la familia unida, todavía más existiendo tres hijos. Debe luchar, aunque solo fuera ella quien lo hiciera y permanecer callada, pues a nadie puede pedir ayuda, a nadie convenía decir cuánto estaba ocurriendo. Era otra época y existía otra moral, un ejercicio absurdo adornado por palabrería religiosa admitida por su familia más cercana. Si te casas es para toda la vida, decían.
A partir de entonces Miguel recibe requerimientos, solicitudes, peticiones, ruegos, exigencias, de su mujer pidiéndole alejarse de aquella doble vida. Pero él hace caso omiso, no solo continúa con su sistema de vida, sino que poco a poco inicia un inquietante y sistemático acoso psicológico sobre Ana.
Día a día ronda en su mente romper la relación con él, pero ella misma rechaza su deseo, truncándolo por vergüenza. La odiosa vergüenza de que sus hijos con edad para entender supieran de la homosexualidad de su padre y su comportamiento. Aquello la horrorizaba. Dejó de comportarse como súper mujer que todo lo puede, y se dispuso a afrontar una nueva etapa, en esta ocasión se dejó caer en manos de varios psicólogos. Ella necesita ayuda, está encerrada en una cárcel interna, no puede hablar, nadie la escuchará. Mientras su mente precisa descanso, un mínimo descanso.
Las respuestas de los psicólogos se limitan a confirmar lo que ella intuía, que el problema era de él. Pero ¿Cómo debo afrontarlo? ¿Cómo puedo insinuar a mis hijos el comportamiento de su padre? ¿Es que no ve que necesito ayuda? No la hubo y su estado fue empeorando. La carga soportada era tan pesada, tan imposible de soltarla que desencadena una epilepsia, producida por el estrés soportado.
Llega 1983. Todo sigue igual, ella con ataques de epilepsia en los que hay momentos donde su mente quedaba completamente en blanco. Reconoce cuanto la rodea, pero es incapaz de tomar en sus manos un vaso y llevarlo a la cocina para llenarlo de agua abriendo el grifo. Las descargas eléctricas en su cerebro originadas por el estrés lo bloquean y durante el tiempo que dura el ataque, permanece en blanco, como una muñeca, mirando, escuchando, sin moverse. Inicia entonces un tratamiento médico. Siguen acumulándose los problemas.
El dueño del establecimiento donde trabaja Miguel como encargado fallece y él se queda al frente. Ana cree que aquello es un atisbo de futuro, un mayor ingreso para el hogar, pues ella necesita descansar, olvidar, al menos intentarlo. Dado que hasta entonces el propietario era el responsable de adquirir las antigüedades para presentarlas a sus clientes en los trabajos de decoración, Ana anima a Miguel para continuar atendiendo la tienda. Pide prestado dinero y preparan juntos un viaje a Londres a fin de adquirir algunas antigüedades que les permitan afrontar el nuevo orden y seguir adelante. A partir de ahí, su inquietud la lleva a insistir y convencer a Miguel para asistir a Ferias de Antigüedades y Regalos, la mejor manera de estar al día.
Miguel tiene suerte. A su lado tiene una mujer luchadora e inquieta que hace y piensa por él. Qué más puede pedir. Mientras tanto los tres hijos siguen creciendo. Ya es hora de abandonar definitivamente las clases de ballet. Ana también desea cambiar de mundo y por ello busca otro trabajo y lo encuentra en un Centro Médico ayudando en la rehabilitación de pacientes. Aquello parece inundarla de nuevas energías y asume la idea de volver a estudiar, desea prepararse para entrar en la universidad y sacarse el título de Rehabilitadora.
Comienza a asistir a las clases necesarias y para ello necesita la ayuda de alguien que cuide de sus tres hijos mientras Miguel regresa a casa después de trabajar. El abuelo, el padre de Ana se ofrece gustoso. Ella regresa tarde, apenas le da tiempo a descansar, la cena, los niños, el marido, y luego estudiar para el ingreso en la Universidad hasta las cuatro de la mañana. Duerme solo tres horas y media, pues debe levantarse, preparar los desayunos de los cinco, acompañar a los niños a los colegios e ir rápidamente a su trabajo. De nuevo el stress puede con ella, solo una décima de punto le aparta de ingresar en la Universidad. No aprueba y aquello la hunde y desilusiona, pero no tiene a nadie en quien apoyarse, su marido está, pero como si no existiera, solo es alguien que vive bajo el mismo techo, pero no participa más que entregando parte de lo que gana, y no espera recibir ningún tipo de aliento. Ana se descorazona y abandona.
De nuevo otro intento fallido, otra desilusión que echarse a la espalda y a su maltratado corazón, otro sufrimiento más. Se sobrepone y es contratada en una Consultoría, trata de soplar su viento en otra dirección, es como una huida, pero solo hacia delante. Ella da el cariño y apoyo que nunca recibe, aunque esté deseosa de ambos. Por eso y porque quiere seguir manteniendo su familia, sus hijos y su hogar, aprovechando que los mercadillos de Londres se abren de viernes a domingo, inicia un periplo con Miguel para seguir comprando los objetos necesarios para la tienda de decoración. Como no puede faltarle la suerte, él que no habla inglés, tiene a su esposa que le hace de secretaria, traductora y ayudante. Apunta cuanto compran y lo fotografía todo. Aquello es una verdadera paliza, un trabajo duro, viajar, moverse por la ciudad para encontrar los mejores objetos. Pero todo lo soporta, era su forma de sacar adelante una importante faceta, la económica, el futuro de sus hijos, con aquello podrán estudiar y tener mejor vida y quizás ella, descansar más adelante.
En una de las ocasiones en que están a punto de viajar a Londres Ana se siente mal, débil, apenas tiene fuerzas y acude al médico. La descubren, tras una serie de análisis, que ha sido contagiada de Hepatitis B. Ello provoca que el resto de la familia, incluido su marido y sus hijos también deban hacerse análisis.  Se descubre que el portador-contaminante es su propio marido. Tanto él como Ana sabían dónde y por qué se contagiaron, pero la vergüenza puede más que el respeto por su mujer y sus hijos. El canalla guarda silencio ante el médico que los atiende. Ana se mantuvo en cama durante dos meses, lo que la permitió superar la enfermedad. El no.
En su fuero interno aún mantiene un pequeño rescoldo, aunque ínfimo, y como esposa acepta seguir manteniendo relaciones sexuales con su marido. Comenzó a usar condones, pero ni siquiera el hecho de comprarlos para evitar otra contaminación a su mujer, le hace reaccionar, era ella quien peregrinaba a las farmacias para comprarlos, aunque él no siempre los usaba. Se convirtió en un cruel y verdadero canalla.
En una ocasión Ana se detuvo a comprobar el número de condones que restaban en la caja y averiguó con una simple operación matemática, que el número de existentes era menor a las veces que había mantenido relaciones. Se lo comentó, le reprochó y solo escuchó improperios mientras se ponía hecho una furia, alegando que controlar los condones era completamente impropio de una esposa.
Como continuaba visitando putos, robaba los condones de su propia alcoba y no perdía ocasión de ramonear palabras insultantes para hacerla sentir mal. Acomodar los hechos a su único interés con el fin de presentarse como víctima propiciatoria de su esposa. Aún dispuso de tiempo para comportarse de manera tan vil.
Aquella época fue el inicio de un calvario. Visitas a médicos, pruebas, tratamientos, análisis, dietas alimenticias específicas para su hepatitis, limpiezas exhaustivas para evitar contagios a los hijos, eran la constante. Pero la ayuda y esfuerzo prestados por Ana a su marido no significaban nada, como tampoco parecían importarle sus hijos. Mantuvo sus escapadas, ni siquiera supo mantener la compostura. Siempre que celebraban su aniversario, alegaba marcharse por alguna cuestión ineludible, pero solo para celebrarlo con alguno de sus amigos íntimos. Cuando regresaba su rostro lo delataba incluso con señales de su culpabilidad si es que era capaz de tener ese tipo de sentimiento. Pero eso sí, mantuvo la farsa pese a todo, como bien le señaló tiempo atrás la prima psicóloga. Suelea comprarla un espléndido regalo, que presentaba ante la familia. Era la forma de alargar la farsa, de mostrar lo esplendido que era. Ana sin embargo sabía que aquella era su única manera de comprar silencio, pagar parte de la culpa por tratarla de la forma que lo hacía, con desprecio, humillación, cobardía. A partir de ese momento comenzó a odiarlo, se lo merecía, aunque tuviera que permanecer callada, aparentando, como todos parecían querer, y unido a la crueldad y la ignominia provocada por su estupendo y querido marido.
A tal punto llegaban sus mentiras, que cierta vez en que Ana recibió en casa a una amiga, antes de marcharse quiso esperar para saludar a Miguel. Aquel día le retrasó más de la cuenta su relación homosexual. Al entrar en casa y verlas, se le dispararon los nervios, no esperaba aquella recepción y al observar que ni llevaba puesto el anillo de casado ni el reloj de pulsera, comenzó como un poseso mentiroso, a relatar una historia rocambolesca. Señaló que de regreso a casa advirtió a un grupo de jóvenes de muy mala pinta y optó por quitarse y guardar, tanto el reloj como el anillo a fin de que no pudieran robárselos. La amiga de Ana lo miró extrañado, era tan evidente que la historia no era verídica. Evitando la tensión imaginada, optó por despedirse y abandonar la casa de aquel matrimonio. Después, ante la insistencia de Ana, acabó como siempre, confesando lo de siempre.
La situación de cada semana, cada día, incluso cada hora transcurrían para Ana tensas y duras. El stress provocado era cada vez más pronunciado y los ataques de epilepsia se producían con más frecuencia. Llegó un momento que no tuvo más remedio que confiar su pesada carga a alguien, y no fue otro que su médica de cabecera. Necesitaba descargarlo, comentar su infortunio y solo la doctora puede guardar la confidencialidad de un paciente. Por eso y porque vio en ella a un ser totalmente destrozado, la recomendó visitar a una psicóloga conocida. Previamente la puso en antecedentes y aquella aceptó de buena gana. Comenzó a acudir a la consulta con asiduidad.
La actitud vil de Miguel y el absurdo comportamiento de Ana, respecto a cumplir con las obligaciones sexuales obligadas por el matrimonio, además de las restantes; máxime cuando al otro lado de su cuarto había tres hijos a quienes se debía; la hacían someterse exponiéndose no solo al contagio de hepatitis que ya le pasó, sino también a otra serie de posibles realidades.
Ana visitó a su ginecólogo, dados las molestias en la zona genital, cuando advirtió que era algo tan sencillo como ladillas, se puso en tratamiento para eliminarlas y apuntar en lo más escondido de su agenda cerebral, que debía tomar otro tipo de decisión antes de contagiarse de quien sabe que cosas, dada la promiscuidad de su marido.
A punto estuvo de contagiar a Ana de nuevo. No pudo, ella comenzó a negarse y decidió dormir alejada de él. Pero era tal la mínima inteligencia o maldad de aquel hombre, que en sus devaneos sexuales le contagiaron de algo desconocido. No se le ocurrió otra cosa que apuntar a sus genitales con un spray previsto para eliminar cucarachas, con lo que se provocó una importante quemadura de las partes pudendas.
Antes de decidir abandonar el lecho de tortura, Ana fue contagiada de Clamidea, su ginecólogo en la revisión anual lo descubrió. La recomendó operarse del tumor producido en el cuello de la matriz, lo hizo, y muy a su pesar, en evitación de que pudiera quedarse embarazada y transmitir al posible feto cualquiera de las enfermedades que su padre portaba, solicitó la eliminación de sus trompas. No supo que decir al médico, su vergüenza era tal, que apenas retiraba sus manos de la cara cuando respondía a sus preguntas. Las evitaba, como también confesar algo que el doctor evidentemente sospechaba. No se atrevía a decir No he sido infiel. El infiel, con Dios sabe, el infiel es mi marido, que es homosexual. Pero no podía decirlo y soportó los guiños y sarcasmos. El ginecólogo sabía que aquello solo podía producirse por un contagio sexual. Pero ella no iba a permitir romper con la moral inculcada desde niña, fidelidad a su marido, pero sobre todo por respeto a ella misma y a sus hijos.
Dado que la hepatitis de Miguel empeoraba, el tratamiento sugirió unas inyecciones de un medicamento muy específico, pero pese a ser su vida la que estaba en juego, su única y autentica preocupación, era salir de vez en cuando en busca de sus hombres. Mientras, Ana era quien se encargaba de ir a por las recetas, encargar el medicamento en la farmacia y conservarlas en frío, si lo requerían. Pero no solo en casa, sino también cuando viajaban en busca de antigüedades, pero sobre todo de inyectárselas. Se mantenía pendiente de su vida, con lo fácil que hubiera sido para ella olvidarse, sencillamente ocuparse de la propia y abandonarlo, pero no, se convirtió además en su enfermera privada y particular. Le acompañaba como no, a las visitas a médicos especialistas. Como Miguel era tan sorprendentemente materialista, egoísta y ególatra, sus padres ya mayores, al ser hijo único, quedaron desatendidos, y Ana no tiene más remedio que ocuparse también de ellos. Acompañarlos al médico, procurarles comida y un sinfín de acciones que como otra maldición más, o una lapa aposentada sobre una roca, también se acopló a la vida de Ana, aumentando sin querer su infortunio, y su descabellada vida.
El estado físico de Miguel, pese a los tratamientos, empeoraba, aunque no parecía importarle. Ni siquiera en esos momentos era capaz de aguantar su promiscuidad, estaba tan seguro de que Ana no le abandonaría, y continuaría tapándole, que solo pensarlo aumentaba su egoísta comportamiento y le abría las puertas para continuar su especial tipo de vida.
Alguien, del grupo de sus amigos, recomendó a Miguel acudir a una Iridióloga quien se ocupó de proporcionarle no solo sesiones de acupuntura, sino una serie de medicamentos naturales que ocasionaron la pérdida de una importante cifra dineraria. No comprendía que aquello solo le pondría peor, como así ocurrió. Su hepatitis y las sesiones de quimioterapia reclamaban parte de cuánto les pertenecía de su cuerpo. Él muy coqueto, al verse calvo, no soportaba su imagen en un espejo, acudió a una clínica dedicada a analizar el cabello, para soportar sesiones interminables con productos que evitaran su calvicie, eso ayudó a aumentar sus gastos dado el importante costo de los productos utilizados.
Como era lógico, los clientes de la tienda de decoración que regentaba advirtieron el deterioro físico. Una de ellas y por su cuenta y riesgo, asumió los gastos de un viaje a la ciudad de Boston en Estados Unidos, donde al parecer conocía una clínica que al parecer podían curarle la hepatitis, en esos momentos entraba en un proceso muy delicado. Ana, su esposa, madre y mujer que en una ocasión tuvo que buscar en el diccionario la palabra elección, al olvidar su significado, viajó con él como esposa, secretaria, traductora y enfermera a Boston.
Ella no entendía aquel viaje y mantenía un importante reparo respecto a la cliente de la tienda, dado que España estaba a la cabeza de importantes especialistas, entre los que existían los mejores Hepatólogos. Estando allí preguntaron al doctor que los atendió, si conocía a algún colega suyo en España para recomendar a Miguel como paciente. Les respondió que sí y les señaló uno muy especial y capacitado, después añadió que solo un trasplante de hígado podría permitir la eliminación de la hepatitis. Al llegar a Madrid, Ana, su enfermera privada, investigó como contactar con el Dr. Sangil (nombre sustituido) y descubrió que por suerte pasaba consulta en la Seguridad Social, en la zona correspondiente a su domicilio.
Con la carta de presentación del doctor bostoniano, Ana solicitó una cita. Los recibió y su amabilidad hizo que asumiera al paciente para ponerse en sus manos y en las de su equipo en un importante hospital de la ciudad. Mientras comenzaban las pruebas y seguimiento de la enfermedad, ella no cejaba ni un momento de involucrarse en el trabajo de él, iba a la tienda, hacía de chofer para llevar cuantas obras, muebles y enseres eran preciso para su trabajo. Casualmente él jamás se ocupó de obtener el permiso de conducir, y claro se movía a base de taxis, o en el resto de los casos en el coche conducido por su esposa, que recorría Madrid entero.
No solo era ayuda física, sino moral, animándole para estar presente en cada Feria de Anticuarios, dado que en ocasiones se ganaba más vendiendo en Ferias que en la propia tienda, además era la mejor manera de conseguir contactos y operaciones, forzar a que le conocieran los visitantes a las Ferias celebradas en cualquier parte del país. Y claro, ella estaba al pie del cañón, soportando diez días de dura presencia, mal comiendo, trabajando para que su marido consiguiera estar en la picota de la decoración y las antigüedades. Lo soportaba todo.
Por entonces el matrimonio se había convertido en algo extraño, incomprensible. A partir de entonces, negó cualquier tipo de relación sexual.
Un buen día recibieron una comunicación del Dr. Sangil señalando que su salud iba paulatinamente empeorando por lo que se hacía ineludible apuntarle en la lista nacional de trasplantes. Claro que, con los antecedentes de Miguel, cáncer linfático con un grupo sanguíneo 0 negativo, poco o nada podían esperar. Tras mucha labor del propio doctor, el Comité de Admisión a la Lista, se apiadó y aceptó su inclusión. Ahora solo cabía esperar. Se intentó, aunque desde luego y como siempre, con el esfuerzo de otros.
El régimen de vida de Ana se vio nuevamente alterado. La funcionalidad del hígado de Miguel era cada vez peor, y con una frecuencia casi constante, lo acompañaba a urgencias Hospitalarias, dado que se le acumulaba líquido en la tripa produciéndole una intoxicación que llegaba al cerebro, supuestamente una encefalitis. Solo mediante la extracción del líquido producido por el hígado se evitaba pudiera entrar en coma, con posibilidad más que segura de fallecer.
Ella, pensando en lo único que la sostenía, acudía a la llamada del padre de sus hijos, no quería que muriera, aunque lo deseara. Tal vez era la única forma de liberarse. Aunque como siempre solo era un pensamiento fugaz. El sin embargo era obsesivo, en cuanto recuperaba el aliento perdido por la intervención y su figura se ajustaba al canon por él establecido, volvía a las andadas. En una ocasión lo encontró tumbado con un periódico abierto por las páginas de contactos masculinos, dispuesto a seguir con su inquietante, doble y escondida vida.
Por fin su hígado dejó de funcionar, y según el Dr. Sangil, la única solución era un trasplante en vivo, sin esperar a la lista para la cesión del hígado de un fallecido. Ana sufrió lo indecible para acumular suficientes fuerzas y comunicárselo a sus tres hijos. Tanto ellos como ella, comenzaron a realizarse los preceptivos análisis a fin de que alguno cumpliera los requisitos no solo de compatibilidad del grupo sanguíneo, sino también en acoplamiento de la víscera, a fin de que las suturas de vasos y arterias coincidieran el máximo posible.
Como era lógico Ana se brindó para ceder parte de su hígado, no permitiría que sus hijas e hijo lo hicieran, tenían una vida por delante y ella ya había conseguido cuanto necesitaba, verlos crecer saludablemente. No obstante, el resultado de las pruebas la rechazaron, su poco peso debido a las afecciones y contagios sufridos, la habían sumido en una delgadez extrema, casi peligrosa, de tal forma que quizás no superaría la operación. Optaron por el hígado del hijo.
Alberto joven de 18 años se convierte en el donante, aunque debe pasar por todo tipo de pruebas médicas, además de hacerlo ante el Comité Nacional de Trasplantes, con obligación de conocer y establecer que está realmente convencido para verificar el trasplante o simplemente se siente obligado por ser su padre el receptor. A tal punto que incluso debe presentarse ante un Juez para ratificar que la decisión tomada es única y exclusivamente por propia voluntad.
Si cada decisión tomada hasta entonces por Ana era importante y dolorosa; por cuanto su misión es evitar que sus tres hijos conocieran la situación personal de su padre y consecuentemente la vida que ella había arrastrado desde que le conoció; ahora se plantea algo mucho más difícil, la decisión unilateral de su hijo, mayor de edad. Conlleva un riesgo, su propia vida, la vida de un hombre joven y sano, para intentar que su padre, de quien desconocía la razón de aquella enfermedad y cómo la obtuvo, saliera adelante. Ambos, madre e hijo fueron muy valientes. El por consentir sin cortapisa alguna. Ella por aceptar la posibilidad de perder a un hijo y acceder al deseo de éste por su padre, pero careciendo como ella del poder de elección. Sufrió lo indecible.
Como parecía que la estrella de Ana se apagaba, y posiblemente el responsable de la providencia que vigila los malos y buenos actos, debió abandonarla, pensó que nada de cuanto ocurriera a partir de ese momento sería peor, eso al menos era lo que se repetía cada noche antes de meterse en la cama a descansar, aunque pronto surgió un insomnio que apenas le permitía dormir tres horas. Así su débil cuerpo comenzó a padecer aún más.
Mientras sucedían las previstas funciones de investigar y determinar cómo hacer el trasplante, los suegros, personas mayores, quedan desamparados. Su único hijo no está, ni ha estado nunca presente para ayudarlos. Desgraciadamente su madre enfermó de Mielosis Múltiple, y consecuentemente Ana es quien debe atenderla, acompañarla a las consultas, hablar con los médicos. No solo es su suegra, marido, e hijos, sino que debe cocinar y atender del mismo modo a su suegro. El agotamiento es el único compañero que tiene, debe ir corriendo de un lado para otro para atender a todos, a veces incluso olvida en que día, que debe guardar unos minutos para descansar, o utilizarlos en mirarse, ver que su cuerpo cada día está más delgado. Pero no se para, sigue adelante, poniendo cada célula de su cuerpo al servicio de los demás.
Lo peor aún no ha llegado, Miguel asume un rol aún más canalla. Su carácter su vuelve insoportable, exigente y dominante, pero sobre todo cruel, demasiado cruel con Ana. Cuanto hace lo considera mal, nada tiene la consideración de estar bien realizado. Tal vez comienza a preparar algo en su sucio cerebro. Utiliza secuencias casi psicológicas haciéndola ver que su comportamiento debería considerarse como una persona afectada, en realidad una mujer desequilibrada mentalmente. Los amigos más cercanos, incluso la familia, solo son portadores de frases tales como:  tienes que comprenderlo, el pobrecito está enfermo. Debes ser paciente. Esfuérzate.
Su autoestima comienza a resquebrajarse, sus nervios se aposentan y su condición de chivo expiatorio se sujeta con fuerza en su interior. A nadie puede contar cuanto la ocurre, aunque solo sea por un instante y como única forma de descargar parte de cuanto lleva dentro, con el fin de poder seguir adelante, pero no, debe seguir soportándolo, y él ahora menos que nunca, está dispuesto a que ella rompa su silencio dando a conocer a todo el mundo su condición, no ya de homosexual, sino de absoluto y depravado canalla en su situación de esposo.
Continúa aceptando absolutamente todo, y mientras tanto él sigue yendo de ligue con sus desconocidos amigos homosexuales. Cuando regresaba de una sesión no había oportunidad de hablar con él hasta las cuatro de la mañana, ya que sus hijos duermen en sus habitaciones desde donde pueden escucharlos. Merced al modo de vida, Ana comienza a autolesionarse y sin quererlo llega a retirarse tres piezas dentales. Sus nervios no hacen más que mover su lengua hasta terminar por aflojarlos. El estrés que sufre se convierte en un considerable colon irritable, y para colmo, las comidas o la sientan mal o las vomita, con la consiguiente pérdida de nutrientes.
Ni tan siquiera después del trasplante, realizado con resultado feliz; tanto padre como hijo se encuentran perfectamente; Ana cree ver a lo lejos un horizonte optimista, su querido esposo jura y perjura que va a cambiar. Ver de lejos la muerte, le ha hecho precipitarse en un mundo desconocido y declara con una seriedad desconocida, que intentará estar más tiempo con sus hijos, además de toda una retahíla de frases adornadas asegurando ha llegado el momento de cambiar. Todas esas promesas comienzan a desmoronarse como un castillo de naipes. La realidad es completamente opuesta, sus devaneos se incrementan, son más frecuentes. Se llena de mensajes telefónicos, llamadas a deshoras, algo incomprensible, inaudito, no solo por lo que significaría la vuelta a las andadas, sino la irrupción de cualquier nueva infección, y sobre todo por algo fundamental, la constante falta de respeto hacia ella y su hijo. No solo está enfadada, sino dolida y humillada por lo que le hace a Alberto, por haberle dado la oportunidad de seguir viviendo. Duele en lo más profundo del corazón de Ana, pues se une la inaudita y absurda falta de respeto a toda su familia, que de alguna manera y durante años, han estado apoyándolo directa o indirectamente.
La salud de la madre de Miguel empeora desembocando en su muerte. Esta nueva situación provoca otra serie de acontecimientos. No puede dejar solo y desasistido al suegro, por lo que se lo lleva a su domicilio, acoplándole durante nueve meses, en la habitación que ocupa su hija mayor, Ángela, quien debe irse incómodamente a la de su hermano Alberto y donde apenas tiene sitio para estudiar  y acabar su carrera de Biológicas. Como cree que esa situación perjudica el futuro de su hija, rentan un apartamento cercano donde queda atendido por una asistenta debiendo caminar hasta la casa de su hijo a fin de almorzar y cenar junto a su familia.
Durante todo ese tiempo las conversaciones entre los cónyuges son prácticamente inexistentes, apenas se dirigen la palabra y la situación es insostenible frente a sus hijos y suegro. De tal manera que no tiene más remedio que salir a caminar a la calle donde su familia no alcance a escuchar el ultimátum que Ana plantea a Miguel. Esto ya no puede seguir así, es insostenible, no puedo soportar más, no quiero ni puedo seguir disimulando. Debemos hablar con nuestros hijos, decirles que vamos a separarnos.
            La miró negando con la cabeza, luego asintió y admitió mantener una conversación con ellos, aunque le pide no estar presente cuando hable con ellos. ¡Que absurdo! Ella debía asistir, era su madre, también escuchar cuanto les iba a decir. Sin embargo, solo se limitó a comentarles que iban a separarse debido a sus múltiples infidelidades de las que por supuesto su madre, Ana, no tenía culpa alguna, añadiendo que durante una temporada se mantendría alejada, en una finca de sus padres a las afueras de Madrid, para recuperar su estatus y rebajar la tensión existente en el hogar conyugal.
Los tres hijos, Ángela, Rosa y Alberto se quedan de piedra al escuchar aquellas frases inesperadas. Miraron a sus padres, ni siquiera despegaron los labios para hacerles pregunta alguna, solo dieron media vuelta y se dirigieron a sus respectivas habitaciones a llorar. Nunca dijeron una sola frase. Guardaron silencio, un silencio intrigante, extraño y falto de imaginación.
Durante siete meses Ana se marchó con su hijo Alberto a la finca, creyendo que, a su regreso, su marido se habría marchado y reiniciaría su vida de nuevo, o tal vez decidido cambiar. Eran tantas las cuestiones que asomaban a su cerebro, era tanto el dolor que sentía por sus hijos y por ella misma, que a veces se ubicaba en una situación semi catatónica. Al regresar, pues era mucho el tiempo sin estar con sus hijas, Miguel se mantenía exactamente igual, acaso peor. No era consciente o no quería sentir la obligación de marcharse y Ana, subida en ese escalón del que no tenía intención alguna de bajarse, le fijó una fecha para abandonar definitivamente el domicilio. Se marchó al apartamento de su padre mientras recorría uno tras otro todos los edificios cercanos en busca de un piso para rentar. Según alegó, cercano para así permanecer unido a sus hijos. Otra pátina de farsa para añadir a la fachada montada ante la gente, amigos y familia.
Mientras se adaptaba a su nueva situación, Ana hasta entonces sin trabajo, localizó uno en una tienda. Al menos durante horas olvidaba sus obligaciones, a saber, preparar comidas para sus hijos, además de atender al suegro y llevarle la comida, a la que se sumó la de su querido e inútil esposo. Encontró un piso, pero aun así le costaba arrancar, salir para enfrentarse solo a una vida desconocida.
Por fin decidió salir, pero sin su padre a quien no quería a su lado. Alegó tener que colocar el piso, aunque la realidad era otra, le impedía vivir inmerso en sus devaneos homosexuales, además de mantener la obligación de cuidarle, ocuparse de él. Ante la insistencia de Ana, furiosa por la tardanza en comenzar su propia rehabilitación mental, solo escucha frases despectivas, comentarios y sensaciones de convertirse en una víctima de ella. Todo ello frente a sus hijos, amigos y familia. Pero ya era tarde, otra crueldad más de aquel ser no importaba absolutamente nada. Tenía muy claro quién era víctima. Ella. Únicamente  ella, toda una vida, su vida, estuvo dedicada a cuidarle, tapándole su doble rol ante sus hijos principalmente, y todo por la falta de valentía para afrontar ante ellos una realidad que solo ella soportó.
A partir de ese momento, y evitando la ruptura definitiva, Ana consintió mantener los amigos comunes, no existía razón para perder amistades, pero se negó a que entrara en su casa mientras ella estuviera dentro. Claro que la debilidad de los sentimientos hacia sus hijos, hicieron que de nuevo lo admitiera, sobre todo en fechas señaladas, aniversarios, navidades y fiestas similares. Entonces acudían él y su padre.
Superada la etapa de una imposible convivencia civilizada, mantenía no obstante una entente cordiale, no dejó de acompañarle a urgencias médicas, cuando era necesario y de vez en cuando le preparaba comida, todo ello regado con algo de cordialidad.
Parecía, como suele decirse, que después de la tormenta surgiera la calma. Sus hijos ya no podían ver ni escuchar discusiones ni malas caras. Pese a entender que la situación no era la soñada, después de aceptar el golpe que significó la separación de ambos. Los tres hijos parecían vivir dentro de una familia feliz, pese a estar separados. Claro que desconocían el dolor de su madre y la cobardía y crueldad de su padre, que solo pensaba con la entrepierna. Que no solo había destruido un matrimonio, sino a una mujer dedicada por entero a él durante más de treinta años. Para sus hijos aquello no existía, y a su padre no le importaba. Su nueva situación era de la de vivir lo que nunca había vivido. Sin detenerse un segundo y aceptar la dedicación de un ser humano solitario sin ninguna esperanza, sin ningún tipo de vida: Ana.
Si ocasionalmente surgía la oportunidad de comentarlo solo recibía respuestas y comentarios crueles y egoístas. En un momento dado Ana sacó el prospecto de uno de los medicamentos que debía tomar de por vida, obligado por el trasplante, donde aparecían escritos los nombres y teléfonos junto a los recortes de prensa donde aparecían los hombres con los que pensaba irse.
El siguió con su programada vida, no tenía ninguna intención de soportar la constante presencia de su padre, le limitaba su promiscuidad, por lo que además de dejarle solo cuando marchaba a trabajar, logró ir a un gimnasio para evitar permanecer menos tiempo con él. No consintió llevarle de vacaciones, él sin embargo lo hizo en varias ocasiones en compañía de amigos íntimos.
Un buen día, a finales del año 2004, el suegro desde la casa de su hijo hizo una llamada a su nuera. Se encontraba mal y pedía ayuda, estaba solo y sus piernas muy hinchadas. Ana de inmediato llamó a Miguel y este señaló que tan pronto acabara la sesión del gimnasio iría a casa y vería a su padre. Para no dejarle solo Ana fue a cuidarlo hasta que Miguel apareciera. No lo hizo y a las doce de la noche no tuvo más remedio que dejarle solo, prometiéndole que a primera hora de la mañana siguiente iría al médico a preguntarle que debían hacer. En urgencias le diagnosticaron una importante lesión por retención de líquidos. Su muerte se produjo mes y medio después.
El desconocimiento por parte de Rosa, la hija menor, de la vida de su padre, hizo pedir a su padre le habilitara la habitación hasta entonces ocupada por su abuelo, pero nunca obtuvo respuesta ni beneplácito, jamás llego a vivir en casa de su padre.
A partir de ese momento, Ana cree estar preparada para afrontar una nueva manera de vivir, sin la compañía de un ser cruel y perjudicial para su salud física y mental. Hasta entonces las relaciones maternofiliales eran buenas, ella era confidente, madre y como no, algo parecido a una amiga, contaban con ella para todo, esperaban su consejo. La comunicación era recíproca, fácil y sencilla. Desde que sus padres se separaron, cinco años ya, las actitudes de estos para con ella cambian sustancialmente, pese a que nunca saliera de ella palabra alguna criticando o censurando el comportamiento de su padre. No así los comentarios de su padre respecto a ella, facilitando que su comportamiento se tornara en semi hostil.
Las edades de sus hijos superan con creces la mayoría de edad, y sus deseos de independizarse aumentan. Ángela tiene 30 años, Rosa casi 28 y Alberto 25. Ana comienza a sentirse más sola que nunca, carece del único apoyo que la ha mantenido viva durante el proceso. Durante las navidades de 2007 Ana comienza a sentir en su delgado cuerpo las consecuencias de cuanto lleva arrastrando desde que se casó. Una depresión hace nido en su ser, ayudada con complicaciones digestivas y un importante agotamiento físico y mental.
Mientras tanto las reuniones familiares, a las que sigue uniéndose Miguel, solo hacen aumentar su depresión, dado que se suceden desplantes, comentarios sarcásticos y crueles a los que nadie hace frente y aún menos sus hijos.
Ante una situación económicamente grave, Ana, solo dispone de la cantidad que gustosamente le pasa Miguel, alguien con dos dedos de frente, le recomienda la necesidad de plantear un divorcio y así asegurarse un mínimo para subsistir, dado que él disfruta de una boyante economía, sin duda fruto del esfuerzo de Ana. Su consejera legal añade que las posibilidades son enormes, cualquier Juez aceptaría la petición, puesto que le ha dedicado toda su vida, mientras ella ni siquiera pudo acabar sus estudios secundarios. Ana de alguna forma quiere ver una rendija para afrontar el futuro que le resta como una persona normal. Se añade que en la empresa donde trabaja tiene un escaso sueldo, solo le alcanza para comer diez días. La despiden. Hecho que apoya la tesis ante el Juzgado. La dificultad para encontrar otro trabajo es máxima, tiene una edad superior a los cincuenta años, sin ninguna preparación específica y necesita dinero para sobrevivir.
Todo un importante ciclo de entrega, que medido en años suponen treinta y tres dedicados en exclusiva a un hombre del que nada ha recibido, y ahora, al borde de cruzar la frontera hacia la tercera etapa de su vida, se encuentra sin cariño, sola, sin acabar sus estudios, sin conseguir su sueño juvenil, ser bailarina de ballet clásico y representar una obra. Ahora está cubierta de heridas sin restañar, por contagios, y, sobre todo, por las secuelas que siguen minando su desgraciada vida. Toda llena de tristeza, ingratitud humana, crueldad, soportando el enfrentamiento con sus hijos. Alguien la recuerda cuanto ya sabe. No obstante, escucha una especial definición al comportamiento de su marido, Miguel profesa, como dicen los alemanes, Schadenfreude, el equivalente a un sentimiento de alegría creado por el sufrimiento e infelicidad de otro, en este caso el tuyo.
            Ana decide hacer un esfuerzo mayor, intentar borrar y eliminar de su cerebro parte de los hechos ocurridos. Necesita salud mental y física, por ello se pone en manos de su consejera legal, e inicia el trámite judicial. La tranquiliza e intenta disipar la única preocupación que mantiene. Sus hijos la consideran culpable de abandonar a su padre merced a los comentarios que éste, abonando su ingratitud, se ha ocupado de echar sobre las conciencias de sus tres hijos. La reitera en numerosas ocasiones, que es y ha sido siempre una persona legal, que su conciencia debe estar tranquila y pese a permanecer escondida la verdad, ésta debe suponer un importante alivio para la preocupación que mantiene. La anima a intentar al menos conseguir su autosuficiencia, sin depender de nadie. Es preciso conseguir algo de justicia en este mundo, pues como repite Ana en numerosas ocasiones, no se puede esperar nada del otro mundo, solo en este se paga cuantos desmanes y acciones ruines, canallas y crueles se han cometido. No le preocupa en absoluto que un buen día sus hijos sepan la verdad y admitan que también su comportamiento ha sido incorrecto y cruel con ella, al fin y al cabo, son sus hijos y nunca dejará de quererlos.


Nunca se está preparado para conocer una historia como la precedente. Si nos atrevemos a compararla con la nuestra, nos parecerá repleta de tristeza, de pena, de ilusiones no cumplidas, incluso de situaciones de odio, crueldad e infortunio, y sin embargo hace que nos sintamos afortunados, pues sin duda el paralelismo resulta distante.

A veces, querríamos ver nuestra vida como una ficción, un sueño, quizás una pesadilla, claro que, al despertar cada día, al incorporarnos de nuevo al mundo, comprendemos que la realidad es tan cruda, que nuestra razón es incapaz de entender lo sucedido, y cuando lo hace, las heridas producidas en nuestro corazón son demasiado profundas para comprender que no se trata de un sueño.

La vida de Ana, fue como un columpio a quien empujaron en un determinado momento, aunque después no hubo nadie que volviera a hacerlo y poco a poco fue perdiendo inercia, y lenta, muy lentamente acabó parándose.

Ana murió después de conseguir pocos meses antes, el divorcio de aquel monstruo y de su familia directa. Murió como consecuencia de las importantes secuelas y lastres físicos que aquel canalla la produjo. Los efectos de los contagios se aferraron a su cuerpo, y como un pajarillo, una mañana al pie de una intervención quirúrgica sin importancia, prevista para eliminar uno de ellos, recordó que estuvo a punto de rendirse y lo hizo. Por otro lado, no ha muerto, pues siempre que alguien la recuerde no desaparecerá.

Esperó un tiempo, deseaba ser feliz, sin saber que esa espera es el óxido del alma, y cuesta mucho retirarlo. Creyó por un momento que, al sufrir tal desamor, no quedaría resquicio abierto a otros afectos para recibir el amor de otras personas.

No obstante, alguien la amó mucho y en silencio. Alguien que mantuvo oculto y callado su intenso cariño por ella, sin decírselo ni hacérselo patente. Solo dedicando su tiempo y esfuerzo en un intento de hacerla feliz.

Ese alguien insistía en llamar cada día a su corazón, intentando barrer la melancolía que la embargaba, evitar que siguiera llorando en silencio, como si la congoja hubiera entrado en su vida de puntillas.

Cuando Pedro la conoció se enamoró de ella. Su singular belleza espiritual y física llamó su atención, su rostro parecía estar siempre impregnado de luz. Con una sonrisa que le hacía vibrar, al menos eso quiso ver él. Poco a poco conoció los avatares vividos por Ana y descubrió su infelicidad. Aquello le produjo más entusiasmo a la hora de amarla, era como una descarga que cada día le incitara a creer que su presencia la animaría. Como pudo, separó el cariño que sentía por ella, del infortunio que representaba. No quiso ni por un solo instante, sintiera que su amor podría confundirse con la sensación de pena y tristeza que transmitía.

Poco a poco, día a día, fue obteniendo resultados. La vio reír, la escuchó hablar de futuro, aunque en su fuero interno era difícil conjugarlo, si bien existía cierta disposición. Pasearon juntos, y vivieron cada momento con una intensidad desconocida, confiada.

Se sentían felices. Ella, que parecía tener dos corazones para amar, le había regalado momentos inolvidables y él quiso corresponderla.

Una noche fueron a cenar a un restaurante, La Favorita, era su aniversario, cumplía años y quería celebrarlo de una manera especial. Pidieron la cena, frugal por otra parte, dado que su estómago estaba delicado, y cuando a punto estaban de tomar el primer bocado, un joven, que hasta ese preciso instante estuvo atendiendo las mesas, se arrimó a un piano y comenzó a interpretar un área de ópera. De inmediato el resto de los camareros, féminas y varones, abandonaron sus quehaceres y comenzaron a interpretar diversas piezas operísticas. La mirada interrogante, alegre y llena de sorpresa y felicidad de Ana, fue tan maravillosa, que sus ojos brillaron de entusiasmo. Unas lágrimas de alegría resbalaron por sus mejillas. Luego guardó silencio hasta que los ofrecieron una copa de cava para acompañar a los camareros-cantantes y resto de comensales, a interpretar el Brindis de La Traviata. Ana cantó aferrada a una mano de Pedro.

Al salir del restaurante, se colgó de su brazo, le besó en la mejilla y le susurró: Es tu fiesta de cumpleaños y sin embargo el regalo lo he recibido yo. Gracias. Caminaron hasta casa de Ana, despacio, respirando el frescor de la noche de Madrid que unido al perfume de ella, se transformó en algo que Pedro jamás olvidaría. A partir de ese día, cuando se despedía de ella, inspiraba con fuerza el perfume de su piel sin que lo advirtiera, deseaba mantenerlo y recurrir a él cuando se sintiera solo, sin su compañía.

En otra ocasión viajaron hasta San Lorenzo de El Escorial, la población donde se yergue al pie de la sierra, el famoso monasterio. Caminaron por sus calles, despacio, con las manos enlazadas. Ella comenzaba a flojear y de cuando en cuando debían sentarse a descansar. Entraron en la basílica del monasterio para recorrerla turísticamente. En ese preciso instante unas voces angelicales, un coro de niños, comenzó a interpretar diferentes obras clásicas. Ana soltó su brazo y tomó la mano de Pedro con fuerza para besarla. Luego preguntó si aquello tan maravilloso era producto de una preparación o conocimiento previo, a lo que él contestó negativamente, añadiendo que, tal vez imaginaron que ella necesitaba algo semejante y la escolanía decidió cantar para Ana. Se rio y siguieron escuchando. Minutos antes de salir, el majestuoso órgano comenzó a dejar escapar sus notas barrocas, y reacios a que se disipara el momento, continuaron sujetos por la mano, embelesados, escuchando hasta que acabó el repertorio.

         Ana caminaba agarrada de su brazo, con tanta felicidad que apenas noto el cansancio de sus piernas. Almorzaron y regresaron a Madrid sin advertir que el tiempo de su siesta, obligada y forzada por su deterioro físico, había pasado sin sentir. Cuando se despidieron ella dijo, He pasado el día más maravilloso desde hace muchos años. El besó su mejilla, como siempre hacia al despedirse, prometiéndola más días similares en otros lugares. Aquella noche el insomnio padecido por Ana no se presentó y durmió como cuando era niña.        

Pedro llegó tarde, demasiado tarde. Su aparición en la vida de Ana pudo ser beneficiosa, incluso sufrió las consecuencias, aunque no le importó, solo pensaba en ella. Por entonces la capacidad de elección de Ana estaba tan mediatizada por el cúmulo de desgracias sufridas con anterioridad, que tal vez la alejaron sin llegar a plantearse un tiempo futuro al lado de él. En una ocasión le dijo: Creo que voy a rendirme.

 Al escucharla, intentó hacerla cambiar de idea, pero no lo consiguió. Cuando se enteró de su óbito, lloró en silencio. No llegó a verla, nadie sabía de su existencia, de su relación. Solo ella, nadie más que ella, tampoco necesitaba más. A partir de ese momento su soledad comenzó a parecerse a un abismo en el que temía precipitarse de un momento a otro. Únicamente pudo enviar una frase al éter en busca de Ana: Elegiste estar ausente a partir de ese día dejándome huérfano con el corazón dolorido.

Nada le ayudó a superar aquella situación. Estuvieron muy poco tiempo juntos. Pensó que la felicidad siempre parece pasajera, tanto si dura una semana como si son cuatro años, se llora igual cuando llega el último día y se vendería el alma por obtener el derecho a otro día más con la persona amada. 

Pedro se refugió en lo que le quedaba, su solitaria vida. Y ello fue así, porque la tristeza no huye ni se escapa nunca, le seguirá donde quiera que vaya, su dolor es personal e intransferible, nadie puede absorberlo ni eliminarlo por mucho esfuerzo que hagan para mitigar su pena.

Cuanto precede lo escuché de Pedro a quien conocí hace tiempo. Puedo asegurar que algunas situaciones se han omitido en el relato por la crueldad y el dolor que sintió, antes de autorizarme a escribirlo. No llegué a conocer personalmente a Ana, tan solo pude ver la belleza y alegría que reflejaba en una fotografía que Pedro lleva consigo siempre.

Los nombres que aparecen en el relato no son los auténticos.

In memorian

Quod scripsi, scripsi. (Lo escrito, escrito está)

Anónimo. 

Lucunda memoria est praeteritorum malo rum (Alegre es el recuerdo de los males del pasado)

Marco Tulio Cicerón.

© Víctor Hervás. Noviembre 2022. Todos los derechos reservados.

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