La edad de la inocencia – de Edith Wharton

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No hay duda; mientras somos prisioneros de nuestra propia subjetividad, la vida transcurre en otro plano, el de los hechos, que van entrelazando una maraña en cuya trama se va precipitando nuestro futuro: lo descubre demasiado tarde Newland Archer, el protagonista de La edad de la inocencia (1920), sentado en un banco de París, temiendo que la realidad pueda destrozar la angustiosa ambigüedad que ha hecho soportable su vida. Edith Wharton (1862-1937) quiso plantear en esta novela el eterno dilema sobre la posibilidad de la libre elección, y para ello imaginó una hermosa historia de amor en un ambiente de convencionalismos y también una rotunda crítica social sobre la ciudad que la vio nacer.

Nueva York en 1870 es una ciudad plana, vasta e inminente, donde toda la clase alta se conoce, dispuesta a defender sus hábitos sociales. Pocas cosas pueden parecerle más horrendas que una ofensa al buen gusto y a las formas. Con gran maestría, desde el primer capítulo, Edith Wharton nos muestra ese ambiente rancio y encerrado en sí mismo, con la presentación de los personajes que más tarde serán el férreo marco donde se desenvolverá la vida de Newland Archer, un joven fruto de las costumbres, callado y displicente, entregado a los placeres delicados, cuya conformidad a la disciplina de una sociedad pequeña ha llegado a convertirse en una segunda naturaleza. Su plácida vida transcurre entre cenas, óperas y bailes, y en el momento en que lo conocemos va a anunciar su compromiso con la joven May Willand, miembro de otra familia de la clase alta neoyorquina.

Sólo habrá un detalle que alterará tanta quietud: la llegada de la condesa Olenska, una mujer que ha abandonado a su marido en Europa, y a la que por ello ve con malos ojos una parte de la sociedad. Será el joven Newland Archer, con la que le une un cierto parentesco familiar, quien sea el encargado de introducirla en los exclusivos círculos de la vieja Nueva York. Pero la condesa remueve con su llegada viejas y establecidas convicciones, dejándolas peligrosamente a la deriva en el pensamiento de Newland Archer. De repente, atraído por el aire fresco que se respira en el ambiente de la condesa Olenska, Newland comienza a plantearse la validez de sus convicciones tan fuertemente arraigadas, y lo que es más inquietante, las relaciones que mantiene con su prometida, y más tarde esposa, empiezan a deteriorarse por razones que ni siquiera es capaz de explicarse convenientemente.

A lo largo de la novela, veremos al joven Archer debatirse entre dos aguas, entre dos estilos de vida diferentes, entre dos mujeres que le ofrecen su especial perspectiva sobre las cosas, y es en este punto donde radica la genialidad de la novela de Edith Wharton: podría haber expuesto, como en tantas otras historias, el conflicto interior de un hombre que se siente atraído a la vez por el amor hacia dos mujeres antagónicas, la batalla entre la seguridad y la aventura, la razón y la locura. Pero no es así, porque la escritora norteamericana imaginó una novela netamente femenina escrita desde un punto de vista masculino: el protagonista no es en verdad Newland Archer, sino la femineidad que atraviesa y conforma cada una de las escenas de la historia. Por supuesto, hablamos de la condición femenina en 1870, en una ciudad puritana y asfixiante, donde la voz de las mujeres sólo puede hacerse valer a través de la tradición. De hecho, los personajes principales de esta novela son mujeres, porque la pequeña historia doméstica de esta gran familia que representa la clase alta gravita sobre lo que la mujer revela e induce.

El joven Newland Archer no es capaz por sí mismo de manejar su propia vida, no es dueño de su destino, sino que se va encontrando los hechos ya consumados de manera que nada puede hacer por alterarlos una vez que se han producido. Y en este punto se descubre otro de los grandes logros de esta fascinante novela: que en realidad cuenta dos historias, una la visible, la que leemos, y otra no menos interesante, la que no vemos pero de cuyas consecuencias nos enteramos puntualmente en determinadas escenas que son fundamentales para el desarrollo de la trama y que de hecho la modifican sustancialmente. El mundo masculino será el mostrado desde dentro, desde las palabras que forman el texto, con sus pensamientos, sus dudas, sus anhelos; y por otro lado, el mundo femenino será lo imprevisto, lo oculto, lo inevitable.

Edith Wharton fue discípula y amiga de Henry James, el maestro de la sutileza y la ambigüedad. Quien abra las páginas de esta novela no podrá esperar las escenas explícitas ni los momentos rotundos a los que estamos acostumbrados, sino únicamente situaciones delicadas, expuestas con una extraordinaria agudeza y un fuerte sentido de la ambivalencia. Como en un juego de espejos, donde vemos el haz y el envés de las cosas, Edith Wharton consiguió con La edad de la inocencia desvelar los recónditos laberintos de la realidad humana.

© José Luis Alvarado. Todos los derechos reservados. (Cicutadry)

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