Por algún motivo que aún no me explico, el nombre de Rabindranath Tagore (1861-1941) viene generalmente asociado a la cursilería más trasnochada. Una simple incursión por Internet nos lleva a escuchar cualquiera de sus poemas recitados por tiernas voces ilustradas con imágenes ñoñas de universos azules y ocasos a la orilla del mar sobre un fondo de piano a lo Richard Clayderman. El escritor que fue admirado por Yeats, Bergson, H. G. Wells o George Bernard Shaw ha quedado reducido con el tiempo a permanecer secretamente guardado bajo las tapas de los cuadernos de colegiales enamorados.
Nada más lejos de la realidad. Más conocido como poeta, Tagore fue un hombre ilustrado que ejerció con acierto varias facetas del arte: la pintura, la música, el teatro, el ensayo y la literatura. Tuvo el indudable mérito de mostrar al mundo una cultura y una lengua, la bengalí, absolutamente marginal. Si bien su vertiente narrativa es poco conocida, Tagore escribió una novela magistral: La casa y el mundo (1916).
El comienzo de la novela parece indicar una cierta manera occidental en la forma de proceder de sus protagonistas (me refiero a occidental de ahora, no a lo occidental de 1916). El joven Nikhil desea que su esposa Bimala se encuentre en igualdad respecto a él en todos los aspectos de su vida matrimonial. No desea una esposa sumisa ni sacrificada a su marido, sino que le pide que viva libremente su vida dentro del respeto mutuo natural entre dos personas enamoradas. Por supuesto, las costumbres que rodean a la pareja no son las más propicias para una decisión así.
El mayor acierto de la novela es que la relación entre los cónyuges y lo que ocurrirá fuera de esa estricta relación, está contada por cada protagonista en primera persona. Así, Bimala, que abre el libro, aparece como una mujer perpleja ante su situación respecto a Nikhil. Han pasado nueve años de matrimonio y su marido la adora más que el primer día. Sus sueños se han cumplido: encontró al Príncipe Azul y lo extraño es que está más azul que nunca. No es ella la que tiene que adorar a su marido, sino que es éste el que la trata y cuida como una reina, y así se ve ella a sí misma: una reina, una diosa que gobierna su casa y su vida matrimonial. En las primeras páginas de la novela parece que asistimos a un idílico cuento de hadas. Pero claro, las hadas no existen, o si existen son muy vanidosas.
El peligro de estar sentada en el trono de una reina es que la exigencia de homenajes crece sin cesar. No hay nada que satisfaga. El excesivo poder aburre, y a la libertad hay que saber dominarla.
En ese momento es cuando entra en acción el exterior en forma de revolución política. En Bengala se han propagado las ideas nacionalistas de un grupo de ciudadanos que piden la independencia a través de la estrategia económica de ser autosuficientes. Uno de sus cabecillas, Sandip Babu, entrará en casa del matrimonio invitado por su amigo Nikhil, que si bien no secunda los postulados del movimiento, sí muestra simpatía por ellos. Ofrece su techo al amigo que necesita ayuda.
Los capítulos que narra el líder Sandip no tienen desperdicio. Parecen sacados de un tratado de Maquiavelo. De repente la política irrumpe en mitad del amor, y por supuesto, lo pervierte. La joven Bimala queda inmediatamente atraída por el demagógico e indudable atractivo de Sandip que se erige ante ella como un auténtico dios. Bimala cree descubrir entonces que su trono en la casa marital fue impuesto por su marido y aceptado por ella para una mejor convivencia, pero que ella prefiere gobernar junto a otro ser superior que además va por la vida de superior. El drama lo completa Nikhil, quien es consciente desde el primer momento de los deseos de su esposa, que tampoco es que los oculte.
A partir de esos momentos veremos tres versiones de los mismos hechos: la de Bimala, descendiendo por el tobogán de la vanidad en un comportamiento universal de quien se siente más valorado de lo que realmente es; los no menos universales pensamientos y ambiciones del utilitarista Sandip, un político de pura raza que sabe embellecer la mentira hasta darle su mejor apariencia de verdad; y, al contrario de los anteriores, la respuesta digamos netamente oriental del marido Nikhil, meditada y sensible, muy interesante desde nuestro punto de vista, puesto que rompe los esquemas de lo que consideramos un fatídico triángulo amoroso en el que todas las partes se conocen y saben lo que hace cada cual.
A este triángulo hay que añadirle una cuarta persona, un joven estudiante servil a la causa de Sandip y que por añadidura está dispuesto a hacer cualquier cosa por Bimala. Si a eso sumamos que la avidez de dinero de Sandip no conoce límites y que utiliza como un trapo la admiración que le profesa Bimala, que se verá involucrada en un robo a su marido, despejamos el camino a una novela que no deja de sorprender a cada página, y cuya versión de los hechos –insistimos- no es única, sino vista por cada uno de los protagonistas.
Si creen que va a haber un empacho de sentimentalismo por tratarse de una historia de seducción y engaños amorosos, se equivocarán. El tema del adulterio es el motivo de fondo de una historia intrincada y poliédrica, que va desarrollando distintos afluentes que derivarán en el gran río de lo que podríamos llamar el desgraciado encanto de la ilusión humana. En esta novela todos aspiran a algo, sean deseos confesables o inconfesables, pero finalmente se ven atrapados por las propias limitaciones de cada uno.
Nos queda una última advertencia: la novela está primorosamente escrita, con una delicadeza poco habitual en los textos occidentales. Rabindranath Tagore fue un gran poeta, y de la novela de un poeta se trata. Pero no confundamos sensibilidad con sensiblería. Puede chocar al lector el fuerte lirismo de determinados párrafos, pero si se lee con atención, esta novela es una máquina de hacer frases memorables, y todo ello sin perturbar en momento alguno el dinamismo narrativo. Tagore con esta novela demostró que se puede contar una historia interesante y profunda, y a la vez, con un lenguaje pulcro, exquisito y, si se quiere, ciertamente metafórico, pero con una dosis de sentido común que para sí quisieran la gran mayoría de los novelistas.
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