Poesías de Miguel de Unamuno

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Fue Miguel de Unamuno (1864-1936) un pensador radical que vertió su preocupación existencial a través de todas las expresiones escritas: la poesía, el artículo periodístico, la novela, el cuento, el ensayo y el teatro. Hemos dicho pensador y no filósofo por cuanto en su pensamiento no existe un rigor metodológico ni una doctrina sistemática que puedan ser considerados como un todo sino un torrente de ideas, muchas de ellas contradictorias, que buscaban su canalización a través de cualquier medio escrito.Muy influido por Kierkegaard (fue su descubridor en España), coexisten en el carácter de Unamuno dos aspectos muy acentuados: por un lado, el vitalista personal y sentimental que va variando conforme se desarrollan su experiencia y las circunstancias que rodean su vida, y por otro lado, el hombre angustiosamente religioso que trata de racionalizar lo inaprensible y luchar por entender lo inexplicable.

Estas dos facetas de su pensamiento se encuentran vertidas en el que sería su primer libro de poemas titulado Poesías (1907) y que recoge toda su producción poética hasta esa fecha, desde 1884 a lo que podríamos denominar los albores de su más reconocible creación literaria.

Hay que tener en cuenta que hasta ese momento Unamuno no había escrito ninguna de sus célebres novelas, ni su mejor teatro ni la mayoría de los ensayos filosóficos donde es más reconocible su pensamiento vital. Por ello, la lectura de estas Poesías es fundamental para conocer el embrión de quien más tarde sería uno de los pensadores más destacables del siglo XX en España, y por qué no, uno de los padres del existencialismo, que tanta influencia tuvo como la corriente ideológica en el pasado siglo.

El libro consta de 102 poemas, algunos de considerable longitud, donde predomina el verso libre. Tratándose de Unamuno no podía ser de otra manera, puesto que su desasosegado pensamiento difícilmente podría ser encorsetado dentro de la métrica tradicional. Aunque en algunos casos ocurre así, también es cierto que en sus mejores poemas rompe cualquier atadura para expresar libremente ese vendaval de reflexiones que constituye su ideario.

Y por si el lector no lo tuviera claro, Unamuno lo invita a entrar en su libro con el siguiente Credo poético:

Piensa el sentimiento, siente el pensamiento;
que tus cantos tengan nidos en la tierra,
y que cuando en vuelo a los cielos suban
tras las nubes no se pierdan.(…)

Que tus cantos sean cantos esculpidos,
ancla en tierra mientras tanto que se elevan,
el lenguaje es ante todo pensamiento,
y es pensada su belleza.

Sujetemos en verdades del espíritu
las entrañas de las formas pasajeras,
que en la Idea reine en todo soberana;
esculpamos, pues, la niebla.

Unamuno, el hombre que lucha por obtener cualquier certeza, el agónico Unamuno, no deja duda en sus primeras palabras acerca de la dirección de su poética: olvidemos el lirismo, la belleza vacía, las palabras huecas; cada palabra será cincelada con su respaldo filosófico y la belleza será demostrada, no imaginada.Incluso en un poema como El regazo de la ciudad, dedicado a su querida Salamanca, pareciera que la ciudad, con sus milenarias piedras y su reconocida tradición universitaria, no fuera más que la excusa para demostrar que su alma y el de la ciudad se identifican y se reconocen entre sí:

Es, mi ciudad dorada, tu regazo
como el regazo amado en que reside
el corazón que por el nuestro late;
regazo de sosiego
preñado de inquietudes,
sereno mar de abismos tormentosos.
En él se vive en paz soñando guerra;
las horas en silencio
dejan oír la voz con que nos llama
la eternidad a la abismal congoja.

¿Cuál es el principal problema para Unamuno? La existencia. No el mero existir, sino el motivo de ese existir, la búsqueda de la razón última que lo explica todo. Pero él mismo debe reconocer que sólo a través del pensamiento no puede llegar a ninguna respuesta. ¿Es Dios, por tanto, la respuesta? Sumido en una profunda crisis religiosa, este poemario será la vía de escape por la que derrame esa lucha interior a la que no encuentra solución.El primer y significativo ejemplo lo tenemos en el impresionante poema titulado Salmo I:

Señor, Señor, ¿por qué consientes
que te nieguen ateos?
¿Por qué, Señor, no te nos muestras
sin velos, sin engaños?
¿Por qué, Señor, nos dejas en la duda,
duda de muerte?
¿Por qué te escondes?
¿Por qué encendiste en nuestro pecho el ansia
de conocerte,
el ansia de que existas,
para velarte así a nuestras miradas?
¿Dónde estás, mi Señor; acaso existes?
¿Eres tú creación de mi congoja,
o lo soy tuya?
¿Por qué, Señor nos dejas
vagar sin rumbo
buscando nuestro objeto?
¿Por qué hiciste la vida?
¿Qué significa todo, qué sentido
tienen los seres?
¿Cómo del poso eterno de las lágrimas,
del mar de las angustias,
de la herencia de penas y tormentos
no has despertado?
Señor, ¿por qué no existes?,
¿dónde te escondes?
si es, oh mi Dios, que vives. (…)

Erramos sin ventura
sin sosiego y sin norte,
perdidos en un nudo de tinieblas,
con los pies destrozados,
manando sangre,
desfallecido el pecho,
y en él el corazón pidiendo muerte.
Ve, ya no puedo más, de aquí no paso,
de aquí no sigo,
aquí me quedo,
yo ya no puedo más, ¡oh Dios sin nombre!
Ya no te busco,
ya no puedo moverme, estoy rendido;
aquí, Señor, te espero,
aquí te aguardo,
en el umbral tendido de la puerta
cerrada con tu llave.
Yo te llamé, grité, lloré afligido,
te di mil voces;
llamé y no abriste,
no abriste a mi agonía;
aquí, Señor, me quedo,
sentado en el umbral como un mendigo
que aguarda una limosna;
aquí te aguardo.

Sin embargo, y como muestra del paradójico talante intelectual de Unamuno, en el siguiente poema del libro, Salmo II, ya no quiere la certeza, sino que pide voluntariamente para sí la duda:

La vida es duda,
y la fe sin la duda es sólo muerte.
Y es la muerte el sustento de la vida,
y de la fe la duda.
Mientras viva, Señor, la duda dame,
fe pura cuando muera;
la vida dame en vida
y en la muerte, la muerte,
dame, Señor, la muerte con la vida.

¿Es, por tanto, posible obtener de la fe, la certeza? Unamuno es un hombre que sufre, y en su producción literaria dio varias muestras de ello a través de sus afligidos personajes, pero ¿a dónde lleva ese sufrimiento? En un atormentado poema, La hora de Dios, ya no encuentra más respuesta que la culpa, abrazando extrañamente el credo cristiano:

Soy culpable, Señor, no sé mi culpa;
soy miserable esclavo de mis obras;
no sé qué hacer de esta mi pobre vida;
¡tu voz espero!

Habla, Señor, rompa tu boca eterna
el sello del misterio con que callas,
dame señal, Señor, dame la mano
¡dime el camino!

Voy perdido, Señor, ¿cómo encontrarme?
De tu mano el castigo es quien me enseña
que pequé, mas ¿en qué, dime en qué estriba,
Señor, mi culpa?

Sí, yo pequé, Señor, te lo confieso,
culpable tu castigo me revela,
mi vida sin sufrir ya no es mi vida,
mas… ¿por qué sufro?

Sufro el castigo de mi culpa y callo,
pero mira, Señor, ve cómo lloro,
de conocer la culpa del castigo
¡dame el consuelo!

Para terminar rendido ante la evidencia de la falta de respuestas, dudando absolutamente de su propia libertad pensadora en Libértate, Señor:

 

Dime tú lo que quiero,
que no lo sé…
Despoja a mis mansiones de su velo…
Descúbreme mi mar,
mar de lo eterno…
Dime quién soy…, dime quién soy…, que vivo…
Revélame el misterio…
Descúbreme mi mar…
Ábreme mi tesoro,
¡Mi tesoro, Señor!

Volvemos a señalar la sobrecogedora lucha que muestra Unamuno en sus palabras respecto a la fe religiosa, como si fuera de ella no hubiera nada, pero dentro tampoco pudiera colmar ese dolor de la falta de sentido que le atraviesa el alma.Su otra obsesión, la inmortalidad, el tiempo, con sus contradicciones, con su paso feroz que no respeta nada, que apenas deja estela, que desencanta la vida de un futuro prometedor, se ve reflejado en poemas como La elegía eterna:

La conciencia deshecha,
de la serie del tiempo
¿qué es lo que queda?
¿Qué de la luz si se rompió el espejo?

Feroz Saturno,
¡oh Tiempo, Tiempo!
¡Señor del Mundo,
de tus hijos verdugo,
de nuestra esclavitud lazo supremo!
Una vez más la queja,
una vez más el sempiterno canto
que nunca acaba,
de cómo todo se hunde y nada queda,
que el tiempo pasa
¡irreparable!
¡Irreparable! ¡Irreparable! ¿Lo oyes?
¡Irreparable!
¡Irreparable!, sí, nunca lo olvides!
¿Vida? La vida es un morir continuo,
es como el río
en que unas mismas aguas
jamás se asientan
y es siempre el mismo.
En el cristal de las fluyentes linfas
se retratan los álamos del margen
que en ellas tiemblan
y ni un momento a la temblona imagen
la misma agua sustenta.

¿Qué es el pasado? ¡Nada!
Nada es tampoco el porvenir que sueñas
y el instante que pasa
transición misteriosa del vacío
¡al vacío otra vez!
Es torrente que corre
de la nada a la nada.
Toda dulce esperanza
no bien la tocas
cual por magia o encanto
en recuerdo se torna,
recuerdo que se aleja
y al fin se pierde,
se pierde para siempre.
(…)
Quiero dormir del tiempo,
quiero por fin rendido
derretirme en lo eterno
donde son el ayer, hoy y mañana,
un solo modo
desligado del tiempo que pasa.

No obstante, como un cierto soplo de esperanza, o de efímera esperanza, Unamuno se siente Dios cuando de otros seres se trata, y en su interioridad habla un ser superior que, sin embargo, no puede más que contemplar y llorar su impotencia ante la existencia del final, de la nada. Así ocurre en este bello poema titulado Elegía en la muerte de un perro, en quien ve su propio destino paralelo abocado a la nada a la vez que siente el dolor de quien queda en vida:

¡Oh, ya no volverás, mi pobre perro,
a sumergir los ojos
en los ojos que fueron tu mandato;
ve, la tierra te arranca de quien fue tu ideal, tu Dios, tu gloria
Pero él, tu triste amo,
¿te tendrá en la otra vida?
¡El otro mundo…!
¡El otro mundo es el del puro espíritu!
¡Del espíritu puro!
¡Oh, terrible pureza, inanidad, vacío!
¿No volveré a encontrarte, manso amigo?
¿Serás allí un recuerdo, recuerdo puro?
Y este recuerdo ¿no correrá a mis ojos?
¿No saltará, blandiendo en alegría
enhiesto el rabo?
¿No lamerá la mano de mi espíritu?
¿No mirará a mis ojos?
Ese recuerdo,
¿no serás tú, tú mismo,
dueño de ti, viviendo vida eterna?
Tus sueños ¿qué se hicieron?
¿Qué la piedad con que leal seguiste
de mi voz el mandato?
Yo fui tu religión, yo fui tu gloria;
a Dios en mí soñaste;
mis ojos fueron para ti ventana
del otro mundo.
¿Si supieras, mi perro, qué triste está tu dios, porque te has muerto?
¡También tu dios se morirá algún día!
Moriste con tus ojos
en mis ojos clavados,
tal vez buscando en éstos el misterio
que te envolvía.
Y tus pupilas tristes
a espiar avezadas mis deseos,
preguntar parecían:
¿A dónde vamos, mi amo?
¿Adónde vamos?
(…)
Mira, mi pobre amigo,
mi fiel creyente;
al ver morir tus ojos que me miran,
al ver cristalizarse tu mirada,
antes fluida,
yo también te pregunto: ¿adónde vamos?
¡Ser hombre, pobre perro!
(…)
Descansa en paz, mi pobre compañero,
descansa en paz; más triste
la suerte de tu dios que no la tuya.
Los dioses lloran,
los dioses lloran cuando muere el perro
que les lamió las manos,
que les miró a los ojos,
y al mirarles así le preguntaba:
¿a dónde vamos?

Finalmente el pensador se detiene y el poeta calla. En ese momento en el que el ser se siente mortal, abrumado de congojas, de dudas, de agonías continuas, de esfuerzos vanos, de secretos, de penas y de olvidos, llega el momento de dar paso al silencio:

Y basta, adiós, es hora de callarnos,
van ya muchas palabras;
adiós, mi amor, volvamos al silencio;
voy a callarme… ¡calla!
Un día más que fue ¿lo sabes?
pero vendrá mañana,
y no será otro día, te aseguro,
pues en nuestra alma
todos los días son un solo día
como todas las penas, aunque tantas,
son una sola pena,
una sola, infinita, soberana,
la pena de vivir llevando al Todo
temblando ante la Nada.
El tiempo muere ante el dolor supremo,
en él se anega el ansia;
es el dolor eternizado el único
que cura del que mata.

(Por dentro)

Miguel de Unamuno fue un hombre que vivió como pensó y pensó conforme iba viviendo. Tal vez su poesía se encuentre lejos de la maestría de sus coetáneos Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado, pero lo que no puede negarse es la fiereza de su mirada y la honradez de su palabra envuelta en un bronco lirismo que es conveniente conocer para quien quiera adentrarse en la tempestuosa alma del pensador vasco.
© José Luis Alvarado. Febrero 2023. (Cicutadry)
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Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos. Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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