Idas y venidas entre libros y recuerdos

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           Acometo la relectura de parte de los acreditados dietarios de Miguel Sánchez-Ostiz, empiezo en concreto con Idas y venidas, 2009-2010 (Pamieda, 2012) con la expectación al uso del incondicional, esto es, esperando encontrarme con aquello que me cautivó en su momento y desde entonces un libro tras otro, para ser exactos desde Las Pirañas (reeditada en 2017 por Limbo Errante) en adelante (también es cierto que había buscado las anteriores y primeras novelas y, a decir verdad, no sé yo si lo que había ahí era un Modiano en potencia que a partir de la mencionada y muy elogiada La Pirañas quedó, por suerte para mi gusto, desactivado) En cualquier caso, en lo referente a Miguel Sánchez-Ostiz hay que decir se trata de eso que los entendidos llaman «una voz única e intransferible» de autor, lo que antes denominaban estilo pero acaso con algo más. Ya no sólo una manera más o menos certera, original, afilada si es el caso, de poner una letra tras otra, al fin y al cabo oficio y poco más, sino también, o sobre todo, una mirada muy personal, artística, a través de la cual te asomas a sus cosas, manías, escenarios; creo que a esto también le dicen mundo literario o cualquier otra solemnidad por el estilo.

En cualquier caso, ya me estoy viendo que IDAS Y VENIDAS va a ser uno de esos libros con los que tendré que contenerme en medio de la lectura de los que alterno a diario para no devorarlo de una tacada, siquiera con el fin de suministrarme con cuentagotas el placer que me provoca la crónica de tal o cual viaje, la referencia erudita sobre esto o aquello, el apunte más o menos sentido o  tierno, también crítico e incluso vitriólico, puede que solo chocarrero, en realidad el inventario de los diferentes estados de ánimo del autor a merced de la climatología, las lecturas, la memoria o las simples «rumias»  y  «respuestas a bote pronto » de cada día a cuenta de lo que sea.

Para empezar MSO me lleva de vuelta a Dublín, que es una ciudad en la que viví durante un tiempo físicamente y en la que, de alguna u otra manera y según la temporada, sigo viviendo literariamente por diferentes motivos. Así pues, a ratos MSO propone como viaje literario con el Ulysses en la mano, otros, la mayoría, Joyce se queda en su torre Martello durmiendo la mona, como parece que solía ser lo habitual, y lo que leo es simple y llanamente la crónica de esas idas y venidas por la ciudad de un viajero a la caza de escenas o momentos lo suficientemente inspiradores como para trasladarlos luego a su agenda: una gozada. Con todo, y como lo que motiva el merodeo de MSO por la ciudad del Liffey es en principio el rastreo de huellas o referencias literarias, ya dice el viajero que a falta de grandes monumentos u otros atractivos lo que realmente atrae de una ciudad como Dublín es el ambiente de sus calles y el modo cómo este le remite a tantas lecturas de juventud, y en especial al Ulysses como maravilla literaria antes que arcano para lectores no excesivamente avezados, cómo no emocionarme con el recuentro de nombres que de alguna manera tenía arrinconados en la memoria de tan usados o habituales como me fueron en su momento: James Joyce, Liam O´Flaherty,  Sean O´Casey, W.B. Yeats, Patrick Kavanagh, Roddy Doyle, Bernard Behan; Padraic Colum,  y ya durante estos últimos años Flann O´Brian, Colm Toibim y mi más reciente descubrimiento, Edna O´Brien. Una lista en realidad no demasiado extensa de escritores – en la que obvio a los conocidísimos O. Wilde o S. Beckett porque, aparte de haber nacido en la capital irlandesa, considero que, a diferencia de los anteriormente citados, la presencia en su literatura de su ciudad natal es prácticamente imperceptible- que me hablaban de Dublín e Irlanda cuando todavía me interesaba en grado sumo todo lo de aquella tierra, es decir, cuando todavía tenía presente el recuerdo del tiempo vivido y bebido allí, cuando todavía echaba de menos una pinta tirada como exigiría un paddy cualquiera, antes de saciarme de tanta cerveza negra, turba, rebels songs y viaje de vuelta a casa y casi siempre más o menos beodo en último Dart nocturno, o lo que es lo mismo, de olvidarme de aquellos años mozos, y a la que ahora, o más bien cuando se pueda, y gracias a MSO, la curiosidad me obliga a añadir a los para mí hasta ahora desconocidos Hugo Halmiton y J.P. Donleavy, que es lo bueno que tiene leer a escritores hablando de otros, que no paras de aprender nombres nuevos y sobre todo interesantes. En fin, mucha bruma en el coco con veintitantos  tacos, y no menos fruncidos de ceño al recordar más de un momento de verdadero éxtasis literario. Porque sí, la lectura de estas páginas irlandesas de MSO no sólo me ayudan a evocar lecturas que por lo general siempre fueron placenteras,  divertidas como pocas, sino también alguna que otra muy reveladora, un antes y después como lector al estilo lo que fue para mí en su momento acometer la del Ulysses tras haber leído la biografía de Ellmamn en la biblioteca Ignacio Aldecoa de mi ciudad durante esas vísperas de exámenes que se suponían para el estudio, y durante las que, a la media hora de pasar apuntes y mirar a las musarañas, servidor se levantaba y se ponía a  fisgonear entre las baldas a la búsqueda de algo realmente interesante con lo que ocupar el tiempo. También me recuerdan episodios que con la distancia sólo puedo calificar de bochornosos, ridículos, de mozuelo bobo al cuadrado, como el de tomarme la tarde libre para dirigirme en el Dart hasta la villa pesquera y residencial de Howth con una edición de bolsillo del Ulysses comprado en una megalibrería del la calle O´Donnell, se supone que con la intención de sentarme a lo largo del malecón pasando hojas mientras escuchaba a las gaviotas y rumiaba todo tipo de tonterías al ritmo de las olas, que es a lo que realmente me dedicaba ante la práctica imposibilidad de penetrar en el famoso torrente joyciano de aquellas páginas con mi inglés todavía como para acercarme a la barra pedir una pinta negra y que no me sirvieran una taza hasta arriba de café americano. Luego ya la realidad era que, si había decidido pasar la tarde de tal guisa, era porque apenas unas semanas antes había estado allí mismo en compañía de la canija guipuzcoana, pelirroja y cabezona, que por aquella época me amargaba la existencia con su ahora sí luego ni se te ocurra, ahora contigo pero luego con cualquiera que se me ponga a tiro, ahora del brazo o en tu regazo y al cabo de un rato lo más lejos de ti cagándome en todos tus muertos; vamos, lo que venía a ser el desquiciante rito del cortejo entre los adolescentes de entonces, o ya solo entre los chavales de ese rincón del mundo en el norte de la península ibérica donde los naturales se reproducen casi que por esporas. En cualquier caso, nada que ver con aquel día de borrascas, y no precisamente en el cielo, sentado triste y solo sobre una de las piedras el rompeolas de Howth mientras miraba embobado la línea del horizonte sobre el mar de Irlanda, y entre las manos la novela que revolucionó la literatura del siglo XX contando el eterno regreso a Ítaca de dos impresentables dublineses. Me había quedado prendado de aquel puerto con sus casas bajas de pescadores, sus barcazas destartaladas como bien señala también MSO en su libro, los graznidos de las gaviotas, el mar de Irlanda y su cielo igual de sombríos y recurrentemente indómitos, la foca célebre que todo el mundo decía ver junto al malecón, de funcionaria o casi para la cosa del turismo como los osos de Muniellos en Asturias, y, sobre todo, la sensación de haber salido de la vorágine callejera de Dublín para ir a parar a ese resquicio de bucolismo al lado de casa nada más bajar en la última parada del Dart. Más tarde, ya harto de hacer el memo junto al mar, con el mamotreto del Ulysses hace rato dentro del macuto que todavía recuerdo, con la excusa de la primera gota de la lancarria de todas las tardes en la punta de la nariz, me iba de cabeza al mismo pub del pueblo donde me tomé por primera vez una Murphy negra que me supo a gloria, lo mejor de toda la tarde, de las dos, solo o en compañía. No era para menos después de la caminata hasta lo alto de la colina y el descenso obligado, de nuevo no tanto al punto de partida como al de los infiernos de las relaciones sentimentales a la edad del pavo o casi. Un malestar existencial propio de la edad, y acaso también de la sensibilidad exacerbada del menda para estas cosas, el romanticismo mal entendido, libresco todo lo más, siempre me ha traído por la calle de la amargura, el cual me animaba a huidas de esas para olvidar los males del corazón como un Lord Byron de quinta o sexta regional, proyectaba escapadas de fin de semana en compañía de la tribu que había formado con otros paisanos en aquel exilio de chichinabo. Y como lo más parecido a una aventura que teníamos a mano solía ser un weekend de peregrinación a Belfast –a decir verdad, los más borrokas de la cuadrilla, y esta poco más que para lo del arrobo entre paisanos en el extranjero, hacía tiempo ya que la habían planificado- pues, oye, que nos íbamos de vascos al Ulster, convencidos de que los de los irlandeses de los barrios católicos nos recibirían con los brazos abiertos por la cosa esa de la solidaridad internacional entre miembros de dos naciones sin estado en eterna lucha con sus respectivos potencias coloniales y otras fantasías tan del gusto de los más exaltados de nuestra manada; vamos, que nos íbamos a poner tibios de pintas por la cara. Pero, eso, había que andarse con mucho cuidado, pues si nos equivocamos de barrio, dado que éramos así de bobos e indocumentados, bien podíamos acabar en uno de esos donde ondean las Union Jacks como guirnaldas en una boda gitana, así que a tragar saliva y profesar todos al unísono de España una, grande y libre, si hacía falta hasta nos soltaríamos por sevillanas. Movidas que nunca faltabas a poco que te movieras, por descarte más que nada, entre cierta gente tan de emociones fuertes a todas horas y por cualquier pijada, intensas hasta decir basta que no me da la patata para tanto, siempre a cuenta del compromiso con su Causa y por muy escépticos que fuéramos algunos para con ella, turismo de confraternización con los demás pueblos pequeños y oprimidos, Gora Euskadi Askatuta, Tiocfaidh ár lá , esto es, “Nuestro día llegará”, y toda la hostia, menudo coñazo, si os soy sincero. Ni qué decir tiene que yo hacía ya tiempo que prefería irme solo a echar la tarde sobre un rompeolas con un libro en la mano o ya directamente a privar solo en un pub lejos del bullicio de los pubes Temple Bar, los clubes de O´Connell Street y por el estilo.

En fin, si no fuera por los escritores que eligieron su ciudad como escenario de sus libros y sacaron de ella buena parte de su material narrativo, dudo que Dublín fuera algo más que una antigua ciudad anglófona de provincias venida a más con la capitalidad de una República mitificada hasta el absurdo por su Historia reciente y sobre todo por la literatura; oye, a cada cual su Meca. Y si a todo eso le pones la música de fondo con mucha gaita y flauta irlandesa, la cual parecía surgir de todas partes, sobre todo de la imaginación de uno a poco achispado que se pusiera ese día, si te da por componer a tu antojo tu propia ciudad a base de retazos de lo vivido, y sobre todo de lo bebido, tanto por uno o como por otros que dan ya nada más verlos en personajes estrafalarios de cualquiera de las páginas de los escritores antes citados, y si además obvias por ingenuo o cínico, eso a elección, toda la indigencia humana y social que puede haber tras un paddy y su media docena de Guinness, como mínimo al tono con la que se adivina en esos barrios ocres y tristes al norte de Liffey o de cualquier otro donde, siquiera por aquel entonces no tan próspero ni tan mestizo como lo era ya la última vez que estuve de visita, no tardas nada amontonar historias más o menos divertidas e incluso irreverentes, siquiera ya solo anécdotas debidamente estiradas, como para novelas cortas de, por ejemplo, Roddy Doyle en su trilogía de Barrytown, mejor que mejor para luego regodearte como estoy haciendo yo ahora en este tipo de nostalgias bobas.

Nostalgias que no son otras que a las que anoche me abocaron las primeras páginas de Idas y Venidas de MSO dedicadas a Dublín. Una ocasión como cualquier otra para rememorar las pamplinas nostálgicas de un servidor por aquellas tierras y, en especial, de reavivar la llama de una pasión como cualquier otra: Joyce, Royle, O´Flaherty, Brendan Behan, Flann y Edna O´Brien y los que se quieran sumar a la fiesta. Ya, ya sé, creo, que la literatura irlandesa viene inevitablemente envuelta en una especie de aureola a medio camino entre el olor a turba y el sonar del arpa, un craic a la vuelta de cada esquina, quién sabe si de las primeras modas literarias para hacer pasar por exquisito o auténtico lo que luego apenas es otra cosa que mediocridad a la sombra de lo verdaderamente excelso. De cualquier modo, mejor dedicarse a esto de la evocación biográfica con la escusa de la literatura, siquiera ya con el único fin de ejercitar así los dedos durante poco más de media hora sobre el teclado, que hacerlo a cuenta de la rutina del paso de los días, o de una actualidad mediática cuya verdadero objetivo no parece ser otro que deprimirnos en la convicción de que todas las desgracias y errores cometidos por el ser humano ocurrieron mil veces antes y además volverán a ocurrir otras tantas. Divagar por escrito, eso es todo.

© Txema Arinas. Oviedo 29.1.23. Febrero 2023. Todos los derechos reservados. 

 

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