Carlos había dejado de contar los años desde que su matrimonio terminó, pero sabía que ya eran más de veinte. La soledad era su compañera constante, salvo por la leal presencia de Luna, su labradora de ojos brillantes y energía inagotable. Era un hombre de avanzada edad, cuyo cabello plateado y arrugas profundas contaban historias de un tiempo pasado. Su carrera como escritor nunca despegó como soñaba, pero seguía escribiendo cada mañana, con la esperanza de alcanzar un destello de felicidad y reconocimiento. Sus relatos, a menudo, giraban en torno a un anhelo: encontrar una compañera que compartiera su amor por la naturaleza y la cultura.
Las caminatas diarias con Luna eran su escape, un ritual que seguía con devoción. Caminaban por senderos bordeados de árboles, sus pasos resonando en la tranquilidad del parque cercano. Carlos amaba observar los cambios de estación, la forma en que la naturaleza se transformaba, siempre encontrando belleza incluso en lo más simple.
Una mañana, mientras paseaban, Carlos se detuvo al ver a una mujer sentada en un banco. Había algo en su postura, en la manera en que estaba absorta en la lectura de un libro, que capturó su atención. Parecía estar tan inmersa en las palabras que el mundo a su alrededor se desvanecía. Luna, siempre curiosa, también notó a la mujer y comenzó a acercarse.
Carlos, algo nervioso, decidió seguir a Luna. Al acercarse, pudo ver el título del libro que ella leía: una novela clásica que él mismo había disfrutado en su juventud.
—¿Te gusta ese libro? —preguntó con voz suave, temiendo interrumpir su concentración.
La mujer levantó la vista, sorprendida, pero sonrió cálidamente al verlo. Tenía unos ojos llenos de vida y una expresión amable.
—Sí, es uno de mis favoritos —respondió ella—. Me encanta cómo el autor describe la naturaleza y la cultura de la época. Me siento transportada cada vez que lo leo.
Carlos sintió una chispa de esperanza. Allí estaba, tal vez, la compañera con la que había soñado. Se presentó y, tras un breve intercambio, descubrió que su nombre era Elena. La conversación fluyó de manera natural, como si se conocieran de toda la vida. Hablaron de libros, de música sinfónica y de sus caminatas matutinas. Elena compartió su amor por la lectura y la naturaleza, y Carlos sintió cómo un lazo invisible comenzaba a formarse entre ellos.
Se despidieron con la promesa de volver a encontrarse en el parque al día siguiente. Carlos, con el corazón ligero, sintió una renovada energía. Esa noche, al escribir su relato diario, incluyó por primera vez en muchos años una nota de optimismo y esperanza.
Los días pasaron y su amistad con Elena se fortaleció. Cada encuentro en el parque era una oportunidad para descubrir nuevas afinidades y compartir sueños. Luna, fiel como siempre, los acompañaba en sus caminatas, observando con sus ojos sabios cómo su dueño encontraba una nueva razón para sonreír.
Carlos comprendió que, a veces, la felicidad no se encuentra en el éxito profesional, sino en las conexiones humanas que enriquecen nuestra vida. Su sueño, aquel anhelo de encontrar a alguien con quien compartir su amor por la naturaleza y la cultura, se había hecho realidad en el momento más inesperado.
La vida, pensó Carlos, era un libro lleno de sorpresas, y él estaba más que dispuesto a seguir escribiendo su historia, ahora con Elena a su lado.
© Anxo do Rego. Todos los derechos reservados.