Banderas sobre el polvo

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Podría ser una nueva variación sobre el recurso del manuscrito encontrado, pero no es así; en este caso, la historia es cierta: siguiendo el consejo que le había dado Sherwood Anderson de escribir sobre el Mississippi natal, en el otoño o invierno de 1926, a los 29 años de edad, William Faulkner empezó a escribir su primera novela sobre el Distrito de Yoknapatawpha, que titularía Banderas sobre el polvo, y que finalizaría en septiembre de 1927.

Entusiasmado, Faulkner envió el original al editor que había publicado sus dos primeras novelas. Éste no sólo la rechazó, sino que consideró que ninguna revisión podría salvarla. Esta opinión fue compartida por todos los amigos a los que acudió Faulkner.

Convencido de que éste había de ser el libro que lo convirtiera el escritor, Faulkner intentó editárselo él mismo. Finalmente, descorazonado, envió un nuevo original a Ben Wasson, su agente neoyorquino; mientras, se puso a trabajar en El ruido y la furia. Wasson lo ofreció a once editoriales, pero todas las rechazaron. Por fin, una editorial acordó publicarla, con la condición de que alguien que no fuese Faulkner hiciera los cortes que el editor consideraba necesarios. El 20 de septiembre de 1928, Faulkner recibió un contrato por el libro que ahora se titulaba Sartoris. Wasson se lo indicó así a Faulkner: el problema era que Banderas sobre el polvo contenía material no para una novela, sino para seis al mismo tiempo.

Cuando Sartoris fue publicado todo el mundo se olvidó de ese material, menos Faulkner, que guardó el original holográfico junto a tres borradores pasados a máquina, independientes pero sobrepuestos. Con esto hizo un paquete atado con alambre fino que depositó en la Biblioteca Alderman de la Universidad de Virginia, donde permaneció intacto hasta que la hija de Faulkner lo recuperó en los años setenta. Con ello se presentaba ante el mundo la primera historia desarrollada en el Distrito de Yoknapatawpha, donde aparecen ya las familias que vertebrarán las siguientes novelas de Faulkner: los Sartoris, los Benbow y los Snopes.

Banderas sobre el polvo es una extensa saga en la que, desde la perspectiva de los días de la primera guerra mundial, se evoca el pasado sureño inmediato hasta la época de la guerra de Secesión, en un período de tiempo que abarca tres generaciones, centrado sobre todo en la dinastía de los Sartoris, en la que conviven en igual medida la arrogancia de ciertas familias del Sur con la fatalidad.

El tono de la novela es el de una evocación lírica, mantenida con una prosa de gran poder de fascinación, casi barroca, en la que se hace un especial hincapié en la fuerza de la naturaleza, descrita con gran precisión y belleza. Esa evocación lírica se extiende hacia las figuras principales del relato: el viejo Bayard, llamado el Coronel aunque no participara en la Guerra de Secesión por su corta edad, pero para quien las costumbres del pasado permanecen con un peso tangible, tanto en el trato con las amistades como en su relación con sus criados negros; la tía Jenny, mujer adusta que es la única de la familia en comprender el poder corrosivo de su carácter, incapaz de llorar ninguna ausencia, como si ella estuviera por encima de la fatalidad que va acompañando a todas las generaciones de hombres que componen la saga de los Sartoris, hombres que van muriendo jóvenes por causa de su fuerte personalidad y, ante todo, por creerse inmortales en un mundo que se va desmoronando ante sus ciegos ojos; o el joven Bayard, nieto del Coronel, que representa de algún modo el mundo moderno, el muchacho que ha combatido en la Primera Guerra Mundial junto a su hermano John, que muere en el conflicto, de la única manera que sólo un Sartoris podría hacerlo.

La aparición del nieto por Jefferson, montado en un coche que conduce a gran velocidad ofrecerá el contraste entre lo viejo y lo nuevo, el pasado que apenas se mueve y el futuro que llama tímidamente a la ciudad pero que no llega a entrar en la casa de los Sartoris, aún sujetos a la fascinación de sus héroes confederados en la Guerra de Secesión, atrincherados en los viejos hábitos del señor que tiene sus criados negros y que convive con ellos a regañadientes, en ese punto paradójico entre el deseo de la esclavitud y el presente de costumbres relajadas pero no aceptadas.

Hay un fuerte poder de lo masculino en la novela, pero bajo la perspicacia de la mirada de Faulkner, los hombres tratan de imponerse por la fuerza de la costumbre y, sin embargo, los adivinamos débiles frente al carácter mucho más coherente y práctico de las mujeres, que entienden la vida tal y como se va planteando día a día mientras que los hombres pretenden mantenerse en una serie de privilegios que van resultando caducos frente al poder de la civilización, representada por las propias mujeres.

Este poder masculino tiene una fuerte influencia en las pequeñas historias de amor que atraviesan la narración: es un amor viril, poco afectivo, en el que los sentimientos no existen, sino que la fuerza de la costumbre hace que hombres y mujeres se casen y se apareen, y donde el poder de lo sexual asoma con empuje de una manera que a veces resulta pueril y patética, como en el episodio en el que Byron Snopes, el cajero del banco propiedad del Coronel Bayard, vigila constantemente por la ventana a Narcissa Benbow y le escribe, a través de un chiquillo de catorce años, cartas de amor que contienen más amenazas y lamentos que sentimientos reales, o en esa otra historia del hermano de Narcissa, Horace, recién llegado de la Guerra Mundial, historia furtiva con una mujer casada que él no desea continuar a pesar de que ella se separa del marido y en la que se ve, singularmente, el influjo de las mujeres sobre el modo de vivir de los hombres.

La narración no está exenta de un contrapunto entre el drama y lo irónico, que expresa poderosamente la fascinación de un universo en decadencia sin la extrema complejidad técnica de otras obras de Faulkner, pero con toda la novedad, sutileza y don de observación y poesía que le caracterizan. En definitiva, nos encontramos ante un Faulkner en estado puro.

© José Luis Alvarado. Enero 2023

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Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos. Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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