Cuando los hechos son crueles, la sensibilidad humana es poca. Ivan Bunin (1870-1953) quiso mostrar la idiosincrasia rusa a través de los pequeños detalles, aplicando la lupa en las miserables costumbres y las descarnadas relaciones del pueblo ruso, un pueblo perezoso y pendenciero por naturaleza; no lo digo yo: está magistralmente explicado en una obra maestra: Una aldea (1910).
No es casual que parte de la maestría de esta novela tenga que ver con el año de su publicación, tiempos convulsos para Rusia. A las puertas de una gran Revolución social, cuando políticos iluminados veían el futuro de los ciudadanos como una forma más de felicidad que ellos concederían por la fuerza de las ideas, Ivan Bunin cifra las ilusiones humanas en una suerte de ir tirando con la esperanza de que no se atraviese por el camino el Mal en cualquiera de sus manifestaciones humanas.
Cuando se lee una novela de este calado social, uno recuerda la famosa frase de Ortega, especialmente la segunda parte: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo». En este caso, la circunstancia podríamos llamarla «el alma rusa» aunque por ciertas similitudes podríamos compararla con conductas sociales fácilmente reconocibles en otros ámbitos sociopolíticos.
Tijon Ilich y Kruzmá, los dos hermanos protagonistas de esta novela, no encarnan de principio ese alma rusa, al menos en su integridad, pero a fuerza de convivir con ella sucumben ante sus estragos. Tijon es un espabilado comerciante de la aldea de Durnovka cuya mayor aspiración es la de guardar grano de centeno para comerciar con él y así ampliar su negocio. Él sigue en la aldea de sus antepasados, por cierto nada ejemplares, y no tiene ambición alguna de salir de ella.
¿Para qué?, se pregunta el lector cuando comienza a descubrir que más allá de las estrechas fronteras de esa aldea no hay más que otras aldeas idénticas que a su vez limitan con lo mismo. Una tierra con un metro y medio de humus donde no pasa ni cinco años sin que se padezca hambre. Por mucho grano que se pueda cosechar no más de cien personas comen pan hasta saciarse. Por mucho que quiera ampliarse el negocio en las ferias de los pueblos contiguos, no hay más que un regimiento de mendigos y tontos que no dan más que espanto verlos. Mientras haya aguardiente, que pule la sangre, no hay que esperar más acontecimientos que pasar la vida con el menor dolor posible hasta que llegue la muerte. ¿Y si se atraviesa la enfermedad? Para eso está el santón milagroso o el Oráculo mago que con una carreta llega a las aldeas ofreciendo su don para profetizar el porvenir con los naipes, la judías o el café.
Donde hay ignorancia hay superstición. Un día alguien aparece gritando por la calle «revolución, revolución», otra especie de superstición, y a su alrededor todo está como antes, el sol alumbrando los sembrados, los carros dirigiéndose a la estación, los hombres y las mujeres siempre en silencio, siempre con evasivas, con la sola intención de estar pendiente del prójimo, de que no le vaya mejor que a uno, y si no, a pleitear, porque nadie es mejor que uno mismo cuando se vive entre la miseria moral.
De esa miseria quiso escapar el otro hermano, Kruzmá, pero si Ivan Bunin carga las tintas en la historia de Tijon Ilich, en la del hermano rebelde que trata de escapar de la pobreza somete a una exhaustiva radiografía a la sociedad rusa. Como todo soñador es aspirante a poeta, mientras va dando con sus huesos de un amo a otro que reducen su conciencia crítica a la mayor de las sumisiones. No obstante, en ese proceso nos regala una visión cruel de la realidad que le rodea, esa alma que envuelve toda la novela, ese carácter pernicioso de la gente que no quiere vivir como un cerdo, pero que a pesar de todo vive y seguirá viviendo como un cerdo, porque una cosa es la palabra y otra es la acción, y cuando ocurre algo, un incendio o una pelea, todos los ciudadanos acuden expectantes, y se disgustan si el fuego o la pelea se acaban pronto…
Ivan Bunin se exilió de Rusia en 1920 después de haber vivido las atrocidades cometidas a su pueblo y por su pueblo. Lo cuenta en su libro Días malditos (un diario de la Revolución), un testimonio necesario para quien quiera saber de primera mano la distancia que puede existir entre las ideas y la realidad de un pueblo deseoso y a la vez sometido a esas ideas. Hasta ese momento, Bunin había denunciado, no la pobreza de su pueblo, sino algo mucho peor: el alma pobre de su pueblo.
Cuando en 1933 le concedieron el Premio Nobel de Literatura (el primer ruso -y el primer exiliado- que lo obtuvo), Bunin seguía defendiendo desde París que la libertad es un dogma y un axioma, que la libertad de pensamiento y conciencia es una deuda que el hombre tiene contraída con la civilización. Mientras tanto, en su tierra seguía cayendo la blanca nieve helada, cubriendo la aldea negra y pobre, los caminos sucios llenos de baches, el estiércol, el hielo y el agua, los infinitos campos con sus nieves, bosques, pueblos y ciudades, el reino del hambre y de la muerte.
©José Luis Alvarado. Febrero 2024. Todos los derechos reservados. (Cicutadry)