Un ramo de rosas rojas

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En dos semanas Manu finalizará su contrato en el periódico. Otra vez a la calle, a patearla en busca de una nueva migaja. ¿Tres, seis meses? Si llegan. Mientras tanto, se aburrirá en algún cursillo, intentará vender algún reportaje o soñará con caer cerca de algún incidente aparatoso o pintoresco con aires de exclusiva. Tras esta quincena, en el momento que le dé la espalda a la puerta que ahora mismo está cruzando junto a María, una compañera de redacción, el horizonte físico se le agotará en el edificio de enfrente, pero el laboral aparecerá limpio y sin obstáculos, camino del infinito. En la frontera de los treinta y sin comerse una rosca. ¿Será así siempre, un día tras otro? Se niega a la resignación, a ser paciente con la soledad o a esa aceptación de la precariedad que han instalado en su vida como un vehículo de motor ronco que solo avanza a ritmo de espasmos y paradas intempestivas.
—Manu, el móvil
María le da un codazo y lo devuelve al mundo.
—Sí, dígame.
La brusca aceleración de una furgoneta de reparto le obliga a refugiarse en un portal. Allí se queda para hacer posible la conversación, se tapa un oído, fuerza el otro. Sale desarreglado, los ojos en brillos y la imagen de vidente de alguna aparición mariana por aquello de la cara beatífica y la sonrisa, que se alarga más allá de los labios. Hasta María se sorprende al verlo. Como si la aparición fuera él mismo.
—¿Te has fumado un peta?
Manu tarda unos segundos en contestar, todavía extraviado en la propuesta que acaba de escuchar. Acostumbrado a que la vida conspire para desencantarle –así de pomposo lo dice para cachondeo general-, la llegada de cualquier regalo le pilla con el paso cambiado y el entendimiento en fuera de juego.
—¿Qué dices de peta si no fumo? Es… una sorpresa.
Y vuelve a callar, a tirar la mirada al suelo, a colocar la mochila en la espalda.
—Bueno, cuenta y así me entero.
—Una propuesta de trabajo. Fuera de horario, además.
—Eso se llama pegote, no creo que dé para una cara como la que pones.
—La tele, María, un guión para la tele o una de esas cadenas de hoy en día, todo series.
¡La tele! Salió la palabra mágica y el cielo se esclareció, los coches pasaron sin hacer ruido y los transeúntes se saludaban con gestos de amigo. Y él, en medio, agarrándose al aire para no despegar los pies del suelo, que sufrir vértigo antes de llegar a las alturas resulta un tanto absurdo.
—Bueno, chico, ya me contarás. He quedado con gente y llego tarde.
Vuelta a los nubarrones. ¡Ay, María! Ha quedado con gente, Manu, con su gente. Tú solo eres un compa del trabajo, el que la mira a hurtadillas y más cosas que cualquiera imagina. Anda, cuenta lo de la tele.
Escritura de un guión, san Valentín, declaración universal de los derechos de amar. Una serie de diez capítulos, diez historias de amor. Diez puntos de vista diferentes. Una historia difícil por lo normal, gente joven, hetero, con trabajo. Sin escenas de celos, peleas o surrealismo barato. Solo lo positivo. En esas pautas se ha de mover. A partir de ahí, libertad total. La libertad, en la jaula. Si le gusta a Leo Pereda, el director, Manu Palacios y su firma aparecerán en horario de prime time, a la vista de medio país. Eso sí que sería un puntazo. Vamos, Manu, es tu hora, no rebles. Nacho se ha portado, dijo que buscaría algo y aquí lo tienes. Espabila, muévete, que no hay decreto que obligue a las oportunidades a una doble parada delante de tu puerta. ¿Qué cara le quedaría a tu amigo si defraudas?
—Tienes que echarme una mano, María.
Así finaliza Manu el relato, al día siguiente para inaugurar el paro. Le comenta, también, algunas características generales, algún toque restrictivo en cuanto a clichés y similares.
—Vale. ¿Y qué pinto yo ahí?
—Nadie mejor que una mujer para saber lo que espera otra mujer.
La mirada de María es pura huida, teme alguna trampa por parte de Manu. Sí, le debe favores, alguna tarde la ha acompañado, ha hecho de taxista, ha buscado información de apoyo para una noticia, pero… Incluso se ha comido algún marrón que no le pertenecía.
—Cada mujer es un mundo, igual que cada hombre. La cuestión, Manu, no está en el sexo, sino en el seso.
—Los juegos de palabras están bien, quedan estéticos, pero lo que quiero es saber si cuando un tío te dice caramelos, se pone dulce o tierno, no sé… Tú, mujer, ¿qué harías?
—Depende.
—Ese depende es el que necesito.
—Tomar un depende como representación genérica puede resultar arriesgado…
—El amor es siempre un riesgo.
—¿No hablabas de clichés?
—Tienes razón, disculpa.
María llega al apartamento de Manu a media tarde. Un café por medio, intercambio de ideas. Poco a poco van perfilando la trama, los personajes, las acciones. Gráfico de flechas para relacionar unos con otros, situarlos en cada escenario. Resumen del argumento: chico liga con chica.
—Chico liga con chica, una novedad intergaláctica.
—Ya lo sé, pero es lo que me piden. Había pensado en la posibilidad de hacer dos guiones, uno desde este punto de vista y el otro dándole a la chica un protagonismo más activo. Si propongo primero el de chico-liga-chica es porque me siento más seguro desde mi posición de hombre, ponerme en la piel de una mujer es…
—¿Imposible?
—Bueno, para eso estás tú, para que marques las pautas sobre lo que gusta o disgusta a una mujer en el transcurso del flirteo.
—El flirteo te hace sentir reina, pero más allá de esa primera impresión, por halagadora que sea, en el amor lo fundamental son los sentimientos. Vete pensando en eso Manu, en buscar acciones concretas que transmitan esos sentimientos, no dejarlos en la mera palabrería de unos diálogos. Por melosos que sean.
—Ese es otro de mis problemas, María, cómo decir a una mujer que me gustaría compartir con ella el resto de la vida sin babear y siendo creíble, claro.
—De mil maneras. Incluso sin palabras. ¿Para qué están las miradas, los gestos, una flor?
—Ya, pero eso necesita tiempo. Es como comprar una casa sobre plano: tienes que esperar años para ver reflejadas tus ideas. ¿No sería mejor ir directo, darle un poco de marcha?
—¿Recuerdas lo que te decía esta mañana, lo del depende?
—Te lo repito, quiero tu depende.
María calla. El café está frío y pide otro. Necesita una pausa. El tema es complicado, admite todos los depende del mundo.
Se ponen deberes para la semana: articular la trama en torno a escenas que den visibilidad a los sentimientos. Definir situaciones, apuntar ideas, robar anécdotas. Detalles que representen las emociones a transmitir, que aporten fuerza. Se conjuran para dejar un guión más o menos original, sólido, verosímil.
Después salen a ventilarse, tomar una cerveza y dar un paseo por la avenida.
Manu ha preparado una pequeña síntesis de los primeros pasos. Para nada, porque María no viene hoy. Le ha salido algo urgente… o lo que sea, una simple disculpa, quizás.
No, nada de disculpas, ha faltado dos días al trabajo y eso no ocurre porque sí. Esta mañana le ha llamado y han quedado para la semana siguiente. Mejor, más tiempo para estructurar el esquema, dar forma a las escenas, pulir los diálogos.
—A ver si estás de acuerdo en este bosquejo. Hombre y mujer, de nuestra edad. Trabajan en un banco, en oficinas distintas. Se conocen en una reunión o en un cursillo. Digo lo de nuestra edad porque nos será más fácil identificarnos con ellos; al fin y al cabo, los autores algo han de aportar a la fusión, a la realificación, que dice el maestro Marías.
—Bien, vamos por partes. Primer punto: atracción y deslumbramiento. El amor es algo dormido en nuestro cuerpo y necesita un elemento externo que lo despierte. ¿Algo inaprensible, una mirada, una torpeza, la luminosidad de los ojos? ¿O solo porque la ve guapa? A ver, hombre, opina.
—La cuestión del físico no la tocaría, porque para el enamorado su chica es la más guapa. Siempre ha sido así. Lo veo más como la creación de una ilusión, una historia que va escribiendo en su día a día, la alimenta, la cuida, la mima.  ¿De dónde sale todo eso? De lo que tú decías, de una mirada.
—Buena idea. Me gusta. La verdad es que los ojos no suelen mentir. Es un buen punto de partida; pero hay que tener en cuenta que a veces disimulan.
Manu busca los de María, que los sube, los baja, los distrae y al cabo los refugia en una frase que escribe en la hoja. Nada saca en claro.
—¿Cómo mirarían tus ojos, María?
—No mirarían. O mirarían cuando él no mirara, a escondidas, en barridos inesperados. Cuando se crucen esas miradas, añadimos una sonrisa. Los ponemos en situación, en el aula, durante uno de los cursillos. Los colocamos cerca, con alguien por medio, que puedan competir en miradas sin desenmascarase o utilizar al del medio como excusa. De todas formas, lo importante no es mirar, sino atraer las miradas del otro. En apariencia, lo olvidas, pero te muestras en la clase, preguntas al ponente, participas si hay debate. Aunque todo -otra vez la palabreja- depende. Para una respuesta clara, necesitaría una situación personal, mía.
Manu, prudente, calla. No quiere tirar de la lengua. Si María decide contar algo suyo, más o menos íntimo, que salga de ella. Él no la va a presionar.
Lo dejan por hoy. Durante la semana, Manu tendrá que concretar lo hablado, dejarlo por escrito, dar forma a esa atracción de las miradas. Cuando acaba, le da un toque al móvil.
—He comprado unas lubinas esta mañana. Preparo una ensalada y evitas los fogones en tu casa. ¿Hace?
—Acepto. (Y añade para que no queden dudas). A veces es necesario pisar en la cocina, pero si puedo evitarlo…
A Manu le ha resultado fácil esbozar los siguientes pasos de los futuros enamorados, consultan temas del trabajo, el chascarrillo de un cliente, alguna anécdota con su variante misteriosa… El jueves, un artista amigo del chico abre una exposición en la galería Tinta.
—El arte puede gustarle, ¿no?
—Depende.
La simbiosis del autor y el personaje. El arte se mide por el efecto que produce. El chico asiste por amistad, ni los cuadros ni los objetos le dicen nada, los considera muy raros. La chica acepta porque esconde –diría- una cierta tendencia por lo excéntrico como contraste ante la gravedad del trabajo de cada día. Después, la exposición le gusta. A alguna obra le concede un valor que él no ve por ningún lado. Antes de marchar -excusa un compromiso anterior y lo deja con el amigo- compra un collage para su casa.
—Bien, la historia puede valer. Pero has de tener en cuenta que la chica no va a aceptarlo de buenas a primeras, tiene que hacerse de rogar –dice María.
—¿Le regala una flor en el siguiente encuentro?
—Volvemos a los tópicos.
—Sí, será un tópico, pero los primeros pasos hay que regarlos con algo de romanticismo. No he visto una mujer que ponga cara de espanto ante una flor. Es algo que emociona, excita, desarregla el alma más plácida.
—Rechazar una flor es una grosería que ninguna mujer puede permitirse, ya lo sé.  Pero tiene sus lecturas. Desde la simple cortesía al peligro de ser considerado como un tipo estándar, lejos del exotismo que alimenta una aventura nueva. En este caso podría asustarse y salir corriendo.
—¿Entonces?
—No se puede detener en aquella exposición. Hay más aficiones, viajes, conciertos…, tiene que sacar la conversación y averiguarlo. ¿Le gusta la música? Pues saca dos entradas para el próximo concierto. Para hacer un regalo has de tener un cierto conocimiento de la persona, sus gustos, sus simpatías. En todo caso, si has de regalar una flor, que sea una rosa. Mejor, un ramo de rosas. Rojas.
—Y, ¿después?
—El después ya llegará. De momento, hay que plasmar en imágenes todo esto, localizarlo en escenas, en diálogos que no digan todo, que sugieran, insinúen.
—Podemos añadir más tensión y hacer que en el trabajo a uno de los dos lo trasladen de ciudad. A ella, por ejemplo, y que ascienda a directora de gestión de activos o cualquier otro cargo.
—Siempre arrimando el ascua a tu sardina.
—Le doy la vuelta al cliché, Manu. El tópico dice que el hombre triunfa y la mujer le sigue, ¿no?
—Eso era antes.
—¿Antes? ¿Cuántos hombres conoces que hayan dejado su empleo y acepten quedarse en casa mientras trabaja la esposa? No hablo de los forzados por una situación de paro.
—Bien, sigamos.
—Él ha de ir a verla, inventar en cada visita, hacer cada una de ellas diferente…
—¿No es eso también cliché? El hombre siempre detrás como un perrito faldero.
—A veces hay que bajar a la realidad. Pero a ella también le gusta, teme perderlo y en un momento ha de estallar la situación.
—Vaya, que el romanticismo y el beso de la escena final no hay quien la cambie.
—Me temo que no.
En unos días, Manu termina de redactar el guión. Antes de la entrega quiere una última revisión con María. Le comen los nervios, hay demasiadas cosas en juego y un simple fallo lo echaría todo a perder. La espera en casa, a la hora de costumbre.
En cuanto traspasa el umbral de la puerta, a María le puede una sensación extraña. Algo ha cambiado, parece decir; pero, no, los muebles siguen en su sitio, el sol entra por la ventana, la habitación está ventilada… Se sientan a la mesa. Manu la mira durante unos segundos que se alargan más allá de lo acostumbrado.
—No estoy muy seguro de haber conseguido la originalidad que pretendíamos ni de habernos merendado los tópicos más vulgares. A lo mejor es que soy así, un tipo normal y corriente que, además, se siente incapaz de traducir a palabras los sentimientos. En fin, toma, échale un vistazo.
Manu pone el guion en sus manos. Ante el principio de sorpresa de María, añade.
—No encontré otra forma mejor de comunicar esos sentimientos de que hablaba.
María parpadea, hay un principio de sorpresa, lo huele. Mira a Manu que sale haca la cocina.
—Gracias por ponérmelo fácil —dice antes de cruzar la puerta.
Vuelve al instante, despacio, tragando saliva. Le tiemblan las palabras que se niegan a salir de su boca, ya no hay marcha atrás. La partida ha terminado, todo o nada.
Le entrega un enorme ramo de rosas rojas.

© Antonio Tejedor. Febrero 2024.

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