Entrevistas breves con hombres repulsivos

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Entrevistas breves con hombres repulsivos es una colección de veintitrés relatos muy heterogéneos en cuanto a su estructura, aunque por regla general, y con alguna excepción, guardan una gran coherencia narrativa en la temática de fondo, que fundamentalmente podría resumirse en la visión que tienen los hombres del universo femenino, desde muy diversas perspectivas. La estructura cambiante de los relatos es lo primero que llama la atención de este libro que comienza con un minirelato de una sola página en donde el título, Historia radicalmente concentrada de la era postindustrial, por sí solo proporciona casi tanta información como el propio contenido y ambos conllevan una carga de acidez que anuncia lo que espera al lector durante el resto del libro.

Una característica también común a la mayor parte de los relatos es que lo importante no estriba en su argumento. David Foster Wallace es un prestidigitador de las palabras, y con una técnica prodigiosa es capaz de sacar punta a las situaciones en apariencia más anodinas y poco interesantes que se puedan pasar por la cabeza. Una buena prueba de ello la tenemos en el segundo relato, En lo alto para siempre, que nos narra, o más bien nos disecciona, una anécdota totalmente intrascendente, un niño que celebra su decimotercer cumpleaños en una piscina, y sube al trampolín para intentar tirarse desde lo más alto. La tensión narrativa con que el autor nos mantiene durante páginas sin que exista una trama en el sentido convencional, es impresionante. Éste es uno de los relatos que más me gustaron, aunque pertenezca a ese grupo de textos que antes he mencionado que se salen un poco del contexto narrativo que impera en el resto del libro. A su manera, aunque tenga una personalidad propia, este relato me recordó ligeramente al estilo narrativo de John Cheever.

Quizá lo más llamativo de David Foster Wallace es la manera que tiene de adentrarse en la psicología humana. Pocas veces he leído textos, digamos, tan rotundamente sinceros, tan despojados de adornos, tan crudos, sin que ello suponga un menoscabo de su calidad literaria. Lo que los personajes de Wallace hacen en sus cuentos es revelarnos sus mentes al desnudo, sin secretos, sin tapujos. Es como si el autor nos mostrara lo que hay en sus cerebros con la visión ampliada de un microscopio, abundando en detalles introspectivos que rayan la marginalidad, que nos muestran los detalles más abyectos y, ciertamente, más repulsivos, del alma humana. Uno de los relatos en los que se recurre a la digresión sin límites se titula La persona deprimida donde la protagonista, una mujer, nos relata todos los procesos mentales de su enfermedad (de la que el propio Foster sabía mucho, pues era un depresivo que acabó suicidándose), el apoyo que busca sin éxito en su psiquiatra, que paradójicamente acaba suicidándose, o en los amigos a los que llama por teléfono a horas intempestivas, porque siente que son su único salvavidas.

El cuento que da título al libro es con diferencia el más largo y está dividido en cuatro secciones separadas, como cuatro relatos independientes pero con el mismo título. La estructura responde a las respuestas que dan ciertas personas a una serie de preguntas que desconocemos (pues no aparecen de forma explícita) aunque las podamos intuir. Más que entrevistas en el sentido estricto, las «respuestas» de los narradores son puras digresiones de mentes bastante retorcidas sobre muy diversos temas, desde el que nos narra cómo aprende la profesión de sexador de pollos; el que nos explica su trabajo como vigilante de unos servicios públicos; o aquel en la que la palabra la parece tomar el propio escritor y nos explica, como si se tratase de su cuaderno de notas, los esquemas narrativos que sigue para escribir sus relatos, todo ello profusamente explicado con abundantes notas a pie de página (a veces contradictorias con el texto) y con una profusión de detalles que parecen buscar la provocación, irritar al lector con unos discursos larguísimos, prolongados hasta el absurdo, con unos razonamientos que no parecen haber sido filtrados sino que responden más bien a lo que en cada momento pasa por la mente del escritor, sin discriminar absolutamente nada. La sensación es, en ocasiones, la de estar leyendo el relato de un perturbado mental en forma de testimonio, o lo que un paciente le contaría a su psicoanalista, ideas sin ilación aparente, totalmente anárquicas, elucubraciones sin fin. Hay relatos de una ironía sublime que te sacan una sonrisa e incluso alguna carcajada. La primera parte del relato titulado El diablo es un hombre ocupado, por ejemplo, nos cuenta cómo un tipo pone anuncios para regalar objetos que ya no necesita. Los poco interesados que acuden a ver el género llegan con reticencia y rara vez se llevan los objetos. Entonces el tipo modifica su estrategia y en los anuncios pasa de regalar a vender los objetos, con un éxito inmediato. La ironía a veces deviene en sarcasmo, como sucede en En su lecho de muerte, cogiéndote la mano, el padre del aclamado nuevo dramaturgo joven y alternativo pide un favor, en la que un padre confiesa abiertamente lo mucho que detesta a su propio hijo.

También hay que reseñar otro tipo de relatos en los que el autor utiliza estilos bastante «experimentales». Algunos de los relatos que sin duda sorprenden en este sentido son Rotulus Praeteritus, escrito a modo de entradas de diccionarios, y Tri-Stan: He vendido a Sissee Nar a Ecko, escrito de una forma alegórica-épica-futurista. Wallace da con estos relatos una vuelta de tuerca más a su complicada forma de narrar, lo cual, en mi opinión, y en estos dos casos en concreto no es más una pose innecesaria y deliberada para llamar aún más la atención. Debo confesar que estos fueron los relatos que menos me gustaron del libro. Como contrapartida reseñaré que el relato Octeto, planteado como ocho acertijos con una pregunta final para el lector, me resultó sorprendente, en todos los sentidos.

En definitiva, leer a Wallace no es una tarea nada fácil y terminar el libro supone un reto (especialmente para los no iniciados en este tipo de escritura). Pese a todo, a mí me deslumbró esta forma de narrar, aunque le pondré una objeción: resulta agotadora. Quiero decir con ello que no sé si sería capaz de leer otro libro de Wallace hasta que haya dejado reposar este durante un tiempo. Lo que es seguro es que lo haré, pues, en cierto modo, su originalidad es contagiosa.

© Jaime Molina. Diciembre 2023. Todos los derechos reservados. (Cicutadry)

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