Amor

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El término amor es de origen etrusco y adoptado por los latinos. Es un término sin contornos definidos para poder servir a la denominación exclusiva del amor de un hombre por una mujer y viceversa. Lo más cercano es la pasión, con sus connotaciones negativas y a veces dolorosas. Muchas veces la pasión y el amor desembocan en algo doloroso. Los clásicos lo divinizaron, en palabras de Alfeo de Mitilene: ‘Desgraciados los que llevan una vida sin amor, pues nada hay agradable lejos del deseo, ya que el amor es la piedra donde se afila el alma’. Otros muchos fueron contrarios a este sentimiento argumentando que era una debilidad del ánimo y que en sus redes solo caían los tontos.

Pancracio Celdrán recoge multitud de anécdotas sobre el Amor. Una de ellas es sobre Pierre E. Berthelot, químico francés y fundador de la termoquímica. Vivió toda la vida con la misma mujer. A los ochenta años falleció, él no quiso separarse del cuerpo de su amada: ‘Diles que me dejen, también yo quiero descansar contigo’. Berthelot falleció al instante. El amor no conoce de ciencias.

De amores y amoríos

«El concepto de amorío es una especie de cajón de sastre en el que entran como ingredientes el amor, la infidelidad, los celos, los encoñamientos, las llamadas «infatuaciones» y otras metamorfosis del deseo y de la concupiscencia. En la antigüedad era raro el amor. Estaba mal visto; se consideraba que era una debilidad del carácter, algo propio de mujeres. El hombre ni llora ni se enamora (decían los antiguos). Incluso casarse por amor era visto como cosa perjudicial; el griego solía distanciar cuanto podía su visita al lecho matrimonial una vez asegurada la descendencia. Eso era así porque el amor era menos importante que el amorío. Atenas ofrecía tantos deleites que el amor era un freno para los placeres; los poetas de entonces sabían que el amor es un asunto del corazón que se resuelve más al sur del bajo vientre. Se presenta como un festín ante el que no cabe la templanza. Un poeta menor exclama: «¡Los muchachos, las mujeres…!»; y todos entienden: ¡los amoríos, las aventuras…! Griegos y romanos decían en la despedida amorosa: ‘Recuerda que en contra del interés amoroso, contribuye a extinguir su llama. Cierto noble francés de fonalñes del XVIII visitaba a cierta dama dos días a la semana; era uno de los asistentes fijos a banquetes, tertulias y saraos que la dama en cuestión daba en su palacete. Quedó viudo el caballero y todos pensaron que pretendería a la señora de la casa, pero no fue así. Le preguntaron por que no lo hacía, ya que acudía todas las tardes a sus reuniones, y contestó: ‘Si me caso con Madame, ¿dónde iré a pasar mis veladas cuando indefectiblemente termine aburriéndome?’. Eso mismo pasaba a los clásicos: la amante y la legítima. En lo que se relaciona con la llamada del Amor o pulsión de Venus el vocabulario refleja esa situación: se llama ‘aventura’ el amor de una noche, ejemplo de eso es cierta anécdota referida a Felipe, duque de Orleans, Regente de Francia durante la minoridad de su sobrino Luis XV. En cierta ocasión fue sorprendido en la cama con la mujer de un criado y como el involuntario cornudo se quejara el duque le dijo: ‘Sé como os sentís’; el caballero, que proseguía manifestando su enojo, repetía: ‘Pero Excelencia, poneos en mi lugar’. A lo que el Regente, mientras se vestía apresuradamente, repuso: ‘Acabo de hacerlo; acabo de hacerlo’. Lances de esa índole son legión. La reincidencia con la misma mujer se llamaba ‘interés’. Tres visitas a la misma mujer se llamaba ‘impertinencia’. Más de tres episodios amorosos daba lugar a los ‘amantes’ si el sujeto era un noble; en querida, si se trataba de un burgués.» (Celdrán, 2005)

© Kika Sureda. Enero 2023. Todos los derechos reservados. 

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