La palabra médica «ectopia» procede del griego (ἐκ, «fuera», y τόπος, «lugar»), y se usa para denominar el desplazamiento o la mala ubicación de un órgano en el cuerpo. Aplicada a la literatura, la ectopia es aquella «que ha sido escrita por autores que se han desplazado de su lugar de origen a otro lugar, implicando ese desplazamiento en muchos casos la inmersión en una realidad lingüística distinta de la de origen e incluso un cambio de lengua», como explica Tomás Albaladejo Mayordomo en su ensayo Sobre la literatura ectópica. Un movimiento que suele afectar, por lo tanto, a la lengua, pero que sobre todo atañe al topos, es decir, al lugar: un cambio de espacio que puede ser geográfico, pero también cultural.
Según un artículo que Eduardo Bravo publicaba recientemente en El Periódico de España, la experiencia migratoria suele influir no solo en los temas a tratar y el género –con una especial tendencia al uso de la autoficción y la poesía–, sino también en el idioma y el estilo usados: la lengua materna se mezcla con la estructura idiomática de destino, generando así algunos efectos curiosos: «Me gusta fijarme especialmente en las metáforas como figuras que están dormidas para los lectores nativos pero que, de repente, se despiertan ante sus ojos por la forma en la que las emplean los escritores ectópicos», declara en el artículo Lucía Hellín Nistal, autora de La literatura de los desplazados.
Resulta sorprendentemente significativo constatar cómo la historia de la literatura está plagada de textos y autores ectópicos, como si la escritura tuviese un papel destacado en la experiencia migratoria: desde el polaco Joseph Conrad y su obra escrita en Inglaterra a los escritos alemanes en Austria de Elias Canetti, pasando por los libros que la húngara Agota Kristof escribió en Suiza, las experiencias de Juan Ramón Jiménez en Puerto Rico o de Jorge Semprún en Francia.
Podemos encontrar también casos más próximos en el tiempo y el espacio, como el del mexicano Juan Pablo Villalobos, quién, después de vivir más de diez años fuera de México y de haber escrito tres novelas sobre su país, ganaba en 2016 el Premio Herralde con No voy a pedirle a nadie que me crea, una extravagante mezcla entre novela negra y autoficción en clave de humor sobre un mexicano que llega a Barcelona para hacer un doctorado. Sobre ella declararía: «[Buscaba] una coherencia entre mi lugar en el mundo como persona (expatriado, inmigrante, etc.) y mi posición como narrador. Y también reconocer las distintas tradiciones literarias que han influido la escritura de esta novela: el México de Ibargüengoitia o Monterroso, pero también el México catalanizado de Pere Calders, la Barcelona de Sergio Pitol o Eduardo Mendoza».
Curiosamente, la literatura ectópica está también presente en dicha novela, en una especie de juego metadiegético: el protagonista viaja a Barcelona con la intención de estudiar a «un escritor catalán que estuvo exiliado en México durante más de veinte años (…). No es un escritor latinoamericano, pero tiene dos libros sobre México que yo defiendo que deberían formar parte del corpus de la literatura mexicana del siglo XX», refiriéndose, supuestamente, a Pere Calders. Y, sin saberlo (pero probablemente intuyéndolo), el protagonista de la novela plantea así una de las problemáticas que envuelven a la literatura ectópica, un concepto que entra en conflicto con ciertas nociones de literatura nacional porque, tal y como se pregunta Lucía Hellín Nistal: «¿Dónde catalogamos la obra de una autora que vive sus primeros años en Nador, por ejemplo, pero después migra a Cataluña y escribe sus novelas desde allí? ¿Sería literatura amazig, marroquí, catalana o española?».
¿Qué hace, entonces, que un texto sea de un lugar o de otro: la lengua en la que está escrito, el país de origen del autor, la realidad que retrata, todo ello junto?
Volviendo a la definición médica, los órganos desplazados siguen formando parte, al fin y al cabo, de un mismo cuerpo: la literatura. ¿Acaso importa lo demás?
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