“Rogad a Dios que yo viva, porque si vengo a faltar vuestro hijo os maltratará”. Esas fueron las proféticas palabras del rey Enrique IV a su esposa María de Médicis antes de ser asesinado. Luis XIII ordenó encerrar y exiliar a su madre en dos ocasiones. Al final de su vida la que había sido reina de los franceses vivió arruinada y errante de corte en corte sin conseguir que su hijo la admitiera. Luis XIII solo permitió que María de Médicis regresara a Francia cadáver, para darle sepultura en Saint-Denis.
La relación entre madre e hijo siempre estuvo empañada por una total falta de entendimiento. Luis era testarudo e intransigente, incompatible con Catalina, autoritaria y amante del poder, que no había querido retirarse tras la regencia, período en el que Luis había desarrollado hacia ella un odio que duraría toda la vida. El recuerdo de María atormentó al rey que cercano a su fin dijo que su mayor remordimiento era haber “maltratado a su madre”.
El 17 de diciembre de 1600 Enrique IV contrajo matrimonio con María de Médicis, una florentina de veintisiete años. Para el rey era su segundo matrimonio tras anular el de su primera esposa, Margarita de Valois, mientras que la opulenta novia italiana no se había casado antes, a pesar de que para el estándar de la época ya era mayor. A los trece una monja visionaria le había anunciado que sería reina de Francia y ella rechazó a todos sus pretendientes en espera de alcanzar su destino.
María era hija de Francisco I de Médicis, gran duque de la Toscana, y de la archiduquesa Juana de Austria, la hermana del emperador Fernando I, el hermano de Carlos V. María era soberbia, egocéntrica y testaruda. Su astronómica dote salvaba las deudas con la banca florentina que había contraído Enrique IV, descendiente de una rama “segundona” que había “heredado” a los Valois. Como Médicis creía poder otorgar al país galo el esplendor renacentista italiano, y para ello llevó consigo cuadros, telas, joyas, cristales, vajillas de oro y plata y otros objetos preciosos, se encontró un país que comenzaba a salir de décadas de guerras civiles y una corte en estado de abandono. Como Habsburgo, María deseaba poner fin al conflicto entre Francia y el imperio. Como católica se creía investida de una sagrada misión: el papa Clemente VIII le había encargado impulsar la adopción de la normativa del Concilio de Trento en la Iglesia francesa, apoyar el regreso de los jesuitas y erradicar la herejía protestante.
Pero nada más alejado de la intención de su marido, que no esperaba de ella un programa político sino un hijo. Para Enrique IV los intereses de los Habsburgo eran inconciliables con los suyos y quería defender la autonomía de la Iglesia francesa frente al papado. Nueve meses y diez días después de la noche de bodas dio a luz a un hijo varón, el futuro Luis XIII. Todavía le daría cinco hijos más. En cuanto al corazón del rey era de dominio público que lo había entregado a otras mujeres, pero la reina nunca aceptó, en contra de lo que se esperaba de cualquier reina de su época, que el rey tenía favoritas y una prole ilegítima. María de Médicis, celosa por temperamento, hizo de su vida doméstica un drama, amargando al rey, a sus hijos y todos cuantos estaban a su alrededor.
El 14 de mayo de 1610 Enrique IV fue asesinado por un católico fanático llamado Ravaillac, que le había asestado una puñalada en el corazón, y aunque fue conducido al Louvre el rey llegó cadáver. Solo un día antes María había sido investida reina en la basílica de Saint-Denis (donde sería enterrada), habían pasado diez años desde su boda en Florencia.
Ante el magnicidio, la reina se dejó llevar por el pánico: “¡Ay de mí, el rey ha muerto!”, hasta que alguien le recordó que “en Francia los reyes no mueren”, y señalando al delfín le dijo: “he aquí el rey vivo”. Luis XIII tenía nueve años.
Luis había disfrutado en su infancia del amor paterno, si bien Enrique IV nunca fue un marido fiel siempre fue un padre cariñoso que cuidaba de toda su prole legítima e ilegítima. El difunto rey estaba muy unido al delfín, desde niño lo preparaba para su futuro papel, incluso lo llevaba con él durante las sesiones del Consejo. Pero a la muerte de Enrique, Luis se encontró bajo el dominio de una madre distante y dura, centrada en la política. El joven rey desarrolló una personalidad recelosa, introvertida, melancólica y ascética, con terror al pecado y a la sexualidad que marcaría una complicada relación con su esposa, Ana de Austria.
María de Médicis obtuvo el aval de los Estados Generales y del Parlamento para la regencia, pero no cuando llegó el momento no quiso entregar el poder, se olvidó que su deber era poner al rey en estado de reinar, no reinar ella. Así que en 1617, a los quince años, Luis XIII se libró del yugo materno.
A instigación del duque de Luynes ordenó detener (más bien asesinar) al italiano Concino Concini, marqués de Ancre, mariscal y primer gentilhombre de cámara del rey con funciones de primer ministro. Era el marido de Eleonora Galigai, íntima amiga de la reina que la había traído consigo desde Florencia. Cuando el mariscal hizo un gesto que podía ser interpretado como resistencia, la guardia del rey acabó con él. Luis XIII se asomó a la ventana y gritó a los soldados: “Gracias, gracias a todos vosotros! ¡Ahora soy rey!
A Eleonora le aguardaba un proceso farsa acusada de brujería por el que fue condenada a muerte. La fortuna de la pareja fue confiscada en favor no del erario público sino del duque de Luynes.
Pero el objetivo del rey no solo era matar al matrimonio italiano sino desembarazarse de su propia madre. La reina recibió orden de exiliarse en el castillo de Blois. En sus tres años de exilio se erigió en víctima de la injusticia achacando la responsabilidad a Luynes y ganándose el favor de la opinión pública y de las cortes europeas. Huyó de Blois, armó un ejército y conspiró. El fantasma de una guerra civil por el conflicto entre madre e hijo planeó sobre Francia.
Finalmente llegaron a un acuerdo y se reconciliaron por el tratado de Angers. “Ahora ya no os dejaré escapar” dijo el rey a la reina madre. “No tendréis dificultad, porque estoy segura de que por un hijo como vos seré tratada siempre como una madre”, contestó ella. Convivieron diez años en aparente paz, pero cada uno pensaba que tenía al otro en su poder, gracias a la diplomacia de un servidor de la reina, el cardenal Armand-Jean du Plessis de Richelieu.
María de Médicis vs. Richelieu
María de Médicis había tomado como secretario al ambicioso prelado Richelieu, que había compartido su exilio y la había convencido para reconciliarse con su hijo. Buen conocedor del carácter humano sabía como hacer entrar a ambos en razón. Sus buenas sugerencias políticas le hicieron valedor del nombramiento de ministro por el rey a instancias de su madre. María pensaba que Richelieu la servía a ella, pero se equivocaba, el cardenal solo trabajaba para sí mismo y ya se había hecho indispensable para el rey.
María de Médicis tenía un programa político: fidelidad a Roma y la Contrarreforma, mantener los lazos con los Habsburgo (España y Austria) y establecer la paz a escala escala europea superando los nacionalismos a través de los valores cristianos, según las ideas del cardenal Bérulle y el partido devoto. Pero Richelieu tenía el suyo: oposición a la hegemonía Habsburgo empujando a Francia a una guerra contra España para evitar convertirse en un satélite del imperio. En 1630 la reina estaba convencida de que el cardenal no seguía su política y pidió al rey la cabeza de Richelieu. Las hábiles maniobras del caldenal hicieron que el rey apostara por él antes que por su madre.
La reina, no solo no abandonó la política sino que abrió una nueva disputa con su hijo e instigó a Gastón (el eterno segundón siempre conspirando) a la revuelta contra su hermano el rey. En 1631 la reina madre recibió nuevamente orden de exilio pero ella decidió fugarse. Se refugió en el extranjero, buscando quien conspirara contra Richelieu sin conseguirlo, y pidió asilo a sus enemigos, lo que dio pie a Luis XIII a acusar a su propia madre de traición y confiscar sus bienes, dejándola sin liquidez.
María de Médicis que era madre del rey de Francia, suegra del rey de España, del de Inglaterra y del duque de Saboya, se había convertido en un huésped incómodo y carente de medios. Emprendió un peregrinaje por los Países Bajos, Holanda e Inglaterra y fue a morir en 1642 en Colonia, sola y llena de deudas, tenía sesenta y siete años. Su hijo nunca volvió a tener contacto con ella. A su muerte hizo repatriar el cadáver y le dio sepultura en Saint-Denis, donde había sido coronada.
Quiso la historia que en medio siglo hubiera en Francia dos reinas florentinas de la familia Médicis que ejercieron la regencia de sus hijos: primero Catalina, la esposa de Enrique II, y después su prima lejana María. Ninguna de las dos fue amada por sus súbditos, que desconfiaban de sus camarillas italianas, pero el destino fue más cruel con María de Médicis pues no fue amada por su propio hijo. La biografía real censuró su memoria y los historiadores no le han deparado ninguna simpatía. Sus éxitos como regente y sus buenas intenciones (la paz al fin y al cabo aunque ella no fuera precisamente pacífica) quedaron anulados por no saber retirarse en su momento y ceder las riendas del poder a su hijo y sus ministros. Pero no se le puede negar su labor de mecenas, entre otros de Rubens a quien encargó un ciclo de lienzos para la decoración del palacio de Luxemburgo en la Rive Gauche, que había hecho construir a imitación del palacio Pitti de Florencia, haciendo entrar a Francia en el concierto de las artes europeas.
Imágenes:
A partir del retrato de María de Médicis realizado por Alessandro Allori, S. XV, Kunsthistorisches Museum, Viena.
A partir del retrato de María de Médici realizado por Frans Pourbus el Joven, ca. 1606, Museo de Bellas Artes de Bilbao.
A partir de María de Médicis y su hijo Luis XIII realizado por Charles Martin, 1603, Museo de Bellas Artes de Blois.
Para saber más
Benedetta Craveri, Amantes y reinas: el poder de las mujeres, Madrid, 2006, Siruela.
© Ana Morilla. Octubre 2023. Todos los derechos reservados.