La chica que escribía cartas

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LA CHICA QUE ESCRIBÍA CARTAS


Lucía, alumna de cuarto en un instituto de La Laguna, en Tenerife, no regresa a casa al terminar las clases. Al final del día a su madre ya no le cabe duda: desaparecido. La inspectora Elena del Río se encarga del caso temiéndose lo peor, sabe que la desaparición de adolescentes acostumbra a tener un desenlace trágico. Lucía vive con su madre Carolina y es una alumna ejemplar que nunca antes había dado un problema en casa. Carolina viene de una familia adinerada con la que rompió para casarse con un guitarrista bohemio y padre de Lucía, del cual vive separada a causa de sus incompatibilidades en el día a día, razón por la que siguen manteniendo una relación de pareja más o menos estable. La inspectora dirige su investigación hacia el entorno del padre músico y sus colegas, mientras trata de averiguar por qué el mejor amigo de la desaparecida, Daniel, también desapareció con su familia unos pocos días antes. Lucía es una gran lectora y entre sus escritores preferidos se encuentra un youtuber de moda que vende libros como churros aprovechando su fama en las redes sociales. Lucia anhela convertirse en escritora, por lo que hace sus pinitos escribiendo unas cartas que encabeza dirigiéndose a un personaje ficticio con un “Querido alguien, querido tú” Las horas se suceden una tras otra sin que la investigación de la inspectora del Río dé grandes resultados, por lo que la angustia no deja de crecer entre los familiares y amigos de Lucía temiendo lo peor. Asimismo, y a pesar de haberse entretenido en demasía con varias pistas falsas, las pesquisas de la inspectora del Río acaban confirmando, después de recorrer paso a paso el camino que hizo la muchacha desde que salió del instituto hasta que ya no se supo más de ella, que su marcha no fue voluntaria.

He aquí lo que se podría denominar a primera vista una trama clásica de lo que se conoce como novela enigma, es decir, una historia con un crimen de fondo que se resuelve como si fuera un rompecabezas y en donde apenas hay sangre y la resolución del crimen consiste en saltar de un sospechoso a otro hasta encontrar al verdadero culpable, con toda seguridad el que menos lo parece. Se trata de una forma explotada hasta la saciedad por autores como Agatha Christie o P.D. James y que no suelen plantear otra dificultad al lector que la de obligarle a agudizar su instinto a lo largo de la lectura del texto con la esperanza de que consiga identificar al culpable. Sin embargo, también se trata del género, o acaso un subgénero dentro de la novela negra, menos prestigiado ya que se considera poco más que un pasatiempo intrascendente con poca o ninguna ambición literaria. Nada que ver con lo que los críticos consideran que debe ser la novela negra pura y dura, donde no se trata tanto de descubrir al culpable, sino también, cuando no sobre todo, de razonar acerca de las causas las causas y las consecuencias de la violencia, lo que impele al lector a plantearse más de una pregunta acerca del entorno sociocultural e histórico en el que se desarrolla la trama.

Pues bien, en el caso de La chica que escribía cartas catalogarla como de simple novela enigma, o lo que es lo mismo, de mero juego consistente en adivinar la razón o el responsable de la desaparición de Lucía, es algo que no le hace justicia bajo ningún aspecto. Porque no se trata solo de casi trescientas páginas de mero entretenimiento en las que lo único que hay que hacer como lector es dejarse llevar por la inspectora Elena del Río siguiendo las pistas falsas que surgen a lo largo de su investigación hasta llegar a la correcta. Ni mucho menos, en La chica que escribía cartas la resolución del misterio, pues hasta que no se confirma que la desaparición de Lucia ha sido involuntaria no se puede tildar de crimen,  resulta una excusa perfecta para que los autores nos adentren de lleno en el mundo de los adolescentes de nuestra época. Y lo hacen tanto a través de las cartas de Lucia –basadas en realidad en las que la coautora Karlota Rocha escribió con catorce y quince años- y en las que expresa las opiniones, ilusiones y temores que le sugiere a una adolescente el mundo que va descubriendo a medida que se hace mayor, como de las pesquisas de la inspectora entre los amigos y profesores del instituto de Lucia. Un mundo que el propio coautor de la novela –en realidad el verdadero autor de la mayor parte de esta si dejamos a un lado la adaptación de las cartas de Karlota Rocha-, cuando le preguntan en la entrevista que le realizan para la página web de la editorial Mar Editor acerca de la diferencias entre los adolescentes de hoy en día y los de su época, define de la siguiente manera:

Lo es en muchos aspectos pero no en todos. Las normas, la disciplina, las libertades han cambiado. No soy de los que dicen que todo era mejor antes. A cada uno le toca vivir y afrontar su época. La diferencia es, claro, la tecnología. No existía Internet, ni teléfono móvil por ejemplo. En ese sentido son mundos diferentes. Pero no tan distintos en lo personal, en lo íntimo. La adolescencia sigue siendo el mismo paso de la infancia al mundo adulto. El decorado ha cambiado pero los actores siguen haciendo el mismo papel. Permanecen los mismos miedos, dudas e inseguridades. En los institutos existen los mismos grupos que antes: los chulos, los tímidos, los que se preocupan y los que pasan. Algunos disfrutan de esa época a tope, otros lo sufren a tope. C’est la vie!

Así pues, se podría decir que La chica que escribía cartas es una ocasión única para que un lector adulto pueda adentrarse en esa realidad que el día a día puede hacer pasar desapercibida incluso a los que tenemos hijos en la edad, siquiera porque, como todos bien sabemos, siempre hay un aspecto de la intimidad de los adolescentes, no tanto oculto como reservado, al que simple y llanamente no tenemos acceso porque tampoco tenemos derecho a ello. De todos modos, también una buena ocasión para reflexionar acerca de cómo y cuánto han cambiado los hábitos e inquietudes de los chavales que también fuimos nosotros, algo que a lo que, por lo general, los adultos solemos acercarnos con no poco reparo y hasta hastío, ya sea por incomprensión o simple y llana falta de interés. Y así y todo, como bien recalca Pascal Buniet, serán otras modas, otras inclinaciones, puede que también otras prioridades, pero, como suele ser lo habitual en estos casos, lo que condiciona el comportamiento de los chavales de ahora no deja ser más de lo mismo, lo de todas las épocas habidas y por haber, en realidad a lo que estamos condenados todos porque la condición humana siempre es la misma.

Con todo, tampoco es ese el único tema de cierta enjundia que se nos presenta en La chica que escribía cartas, pues la pista que lleva a la inspectora Elena del Rio a investigar a fondo a Pepón, el profesor de inglés, amigo y compañero ocasional a la guitarra de Freddy, el padre de Lucia, resulta una de las tramas secundarias más interesantes de la novela por lo que tiene de sincera y certera reflexión acerca de la mancha indeleble que dejan sobre el individuo las falsas acusaciones por culpa de la práctica incapacidad de la mayoría de los seres humanos de deshacerse de los prejuicios, los cuales, más tarde o más temprano y por la razón que sea, acaban siempre haciendo reflotar la sospecha.

-Usted notará, inspectora, que he usado la palabra implicado, no he dicho culpable de. Implicado significa también enredado, comprometido, mezclado. ¿Me entiende? –Elena no respondió y le dejó seguir-. Se lo voy a explicar: si coge a cualquier humano y le restriega, le revuelve en la mierda una y otra vez con ensañamiento, después, a pesar de que le limpie o le friegue, quedará un olor. Le garantizo que ese olor no se quita. Porque aún cuando ha desaparecido físicamente, los que te rodean siguen sintiendo ese olor cuando te ven. Ya no lo tienes, pero ellos lo sienten, en su mente. ¿Me entiende? He tenido que venir aquí, tan lejos, y empezar de nuevo para sentirme limpio. Por eso he tenido miedo, porque presiento que va a empezar de nuevo. Y usted es la primera que se ha acercado a mi atraída por ese olor. (pag. 133)

La chica que escribía cartas – Pascal Buniet/Karlota Rocha 

Se trata, pues, de uno de los aspectos más interesantes de la novela, siquiera, y aunque esto es una opinión mía completamente subjetiva, el que más singulariza a la novela aunque se presente como algo secundario dentro de la resolución del caso de Lucia. Y no porque ese otro aspecto de los adolescentes con su mundo digitalizado y los eternos problemas de adaptación de aquellos con inquietudes al margen de los monotemas al uso entre la mayoría de la chavalada no tenga interés, que lo tiene y mucho, en especial lo relacionado con el mundo de los youtubers y el gancho no del todo inocuo que tienen entre los jóvenes de hoy en día, así como también lo tiene todo aquello relacionado con la vida bohemia del padre de Lucia y su incapacidad innata para amoldarse a los convencionalismos que se espera de cualquier persona adulta, sino, sobre todo, por la contundencia con la que está tratado.

En cualquier caso, la prueba irrefutable de que La chica que escribía cartas no es una novela enigma canónica, sino más bien una que aprovecha el cánon para hacer verdadera literatura negra. Y lo hace no solo porque aspira a algo más que entretener, sino también por la maestría con la que está escrita para que todo fluya a la perfección gracias a una escritura en la que destacan, por un lado, la brevedad de los capítulos que hace que la historia adquiera una celeridad que se ajusta a la perfección a la atmósfera de angustia y urgencia en la que está envuelta toda la historia, y por el otro, las descripciones breves pero muy concisas, con unos diálogos muy eficaces porque van al grano y donde no hay giros o expresiones que desentonen en el intento de procurar hacerlo excesivamente coloquiales como suele el caso de muchas novelas del género donde suelen llevar la mayor parte del peso, algo además encomiable si tenemos en cuenta que, exceptuando de nuevo las cartas de Lucia inspiradas en esas otras de Karlota Rocha a su misma edad, Pascal Buniet no escribe en su lengua materna sino en el castellano aprendido después de años de residencia en Tenerife. No en vano estamos hablando de un autor consolidado, con varios títulos a sus espaldas, escritos tanto en castellano como en francés (Des larmes d´espoir (2014), La verdadera historia de Gloria T (2015), Sombras en la meta (2018), L´ombre du coureur (2019), La muerte sabía a chocolate (2020).) e incluso ha sido galardonado con el IX Premio Wilkie Colllins de Novela Negra. Un autor de solera que además es lo suficientemente generoso como para compartir la autoría de esta novela, en la que, insisto, es él quien lleva la mayor parte del peso narrativo, con su antigua alumna del taller literario de Tegueste, la estudiante en el IES La Laboral de La Laguna Karlota Rocha, la cual aporta, como ya he señalado antes, las cartas que inspiraron esta interesante y trepidante historia.

© Txema Arinas. Mayo 2023. Todos los derechos reservado

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