Leer con ojos de escritor: qué se aprende leyendo

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Una de las recomendaciones más frecuentes que reciben quienes desean escribir mejor es: lee mucho. Pero no cualquier tipo de lectura, ni en cualquier actitud: leer como lector no es lo mismo que leer como escritor. Quien escribe —o aspira a hacerlo con cierta conciencia del oficio— aprende a mirar los libros de otro modo, a desmenuzarlos, a descubrir en ellos no solo las historias que narran sino también los mecanismos que las hacen posibles. Leer con ojos de escritor implica una forma activa, analítica y profundamente curiosa de aproximarse a los textos. Es, en cierto modo, pasar de consumir literatura a diseccionarla. En este ensayo, abordaremos qué se aprende leyendo desde esa perspectiva atenta y qué tipo de lecturas pueden favorecer el desarrollo de la mirada escritora.

La lectura como laboratorio de escritura

Todo escritor es, ante todo, un lector. Pero no un lector ingenuo. A diferencia de quien lee solo por placer, el escritor observa con atención cómo se construyen los textos. ¿Por qué esta escena funciona y esta otra no? ¿Cómo se genera tensión en un diálogo? ¿Qué tono emplea el narrador y cómo cambia nuestra percepción del personaje en función de él?

Leer con ojos de escritor implica preguntarse no solo qué se cuenta, sino sobre todo cómo se cuenta. Cada recurso estilístico, cada giro narrativo, cada elección léxica es, a los ojos del escritor, una pista, un indicio del funcionamiento interno del texto. Como un arquitecto que observa un edificio ajeno no solo por su belleza sino por la lógica estructural que lo sostiene, el escritor lee para descubrir los engranajes invisibles de la prosa.

Qué se aprende al leer con esta mirada

1. La musicalidad de la lengua

Mucho antes de que se formalice una idea, está el ritmo de las palabras. Leer en voz alta —una práctica tan simple como poderosa— permite advertir cómo la cadencia de una frase puede condicionar su eficacia. Escritores como Rafael Sánchez Ferlosio o Carmen Martín Gaite manejaban con maestría el ritmo interno del castellano, y leerlos permite entrenar el oído para captar las posibilidades melódicas de la prosa.

Al leer con atención a la musicalidad del texto, se aprende a reconocer frases que fluyen con naturalidad y aquellas que tropiezan, que suenan forzadas. Este aprendizaje es decisivo: un texto bien escrito no solo dice algo, sino que lo dice bien, con armonía interna.

2. La construcción de personajes

Un lector común puede conmoverse con un personaje; un escritor atento se preguntará cómo ha sido construido ese efecto. ¿Qué detalles biográficos lo hacen creíble? ¿Qué elementos de su manera de hablar, de moverse, de reaccionar ante el mundo, le otorgan verosimilitud?

Leer con ojos de escritor significa detenerse en la selección de rasgos, en los silencios, en los gestos que configuran a un personaje. En autores como Juan Marsé o Almudena Grandes, los personajes no se presentan de forma directa: se revelan en sus acciones, en sus contradicciones, en las miradas ajenas. Y todo eso se puede —y se debe— aprender leyendo.

3. Las estructuras narrativas

La forma en que se organiza un relato no es arbitraria. Leer con atención permite detectar estructuras narrativas clásicas (como el viaje del héroe o la anagnórisis) y también aquellas formas más fragmentarias o experimentales. Se aprende, por ejemplo, cómo un autor alterna tiempos verbales para provocar incertidumbre, cómo inserta un narrador no fiable para generar ambigüedad, o cómo maneja las elipsis para dejar que el lector complete el relato.

Una buena lectura revela los mecanismos ocultos de la narración: cómo se dosifica la información, cómo se construyen los puntos de giro, cómo se decide el final. Y todo ello es materia prima para el propio trabajo de escritura.

4. La precisión léxica

El escritor que lee con atención desarrolla una sensibilidad especial por la palabra justa. Hay términos que iluminan una escena, y otros que la desdibujan. La lectura constante permite afinar el oído y la vista para distinguir un lenguaje perezoso de uno preciso, vivo y expresivo.

Autores como Antonio Muñoz Molina o Marta Sanz ofrecen modelos muy distintos pero igualmente rigurosos en su elección léxica. En ambos casos, la lectura atenta enseña a valorar el trabajo artesanal que implica escribir con precisión.

5. El manejo del punto de vista

El narrador no es solo una voz que cuenta: es una posición ética y estética. Leer a Javier Marías o a Luis Landero, por ejemplo, permite comprender cómo la elección del punto de vista puede modificar radicalmente la percepción de la historia. ¿Qué sabe el narrador? ¿Qué decide callar? ¿Qué lugar ocupa frente a los hechos?

El escritor aprende, leyendo, que narrar es siempre elegir desde dónde y con qué tono. Y que esas decisiones son tan importantes como el argumento mismo.

Lecturas ejemplares: cómo aprender leyendo a los maestros

Algunos autores son verdaderas escuelas de escritura. No porque sus obras deban imitarse, sino porque ofrecen un repertorio amplio de recursos, técnicas y estilos que pueden ser absorbidos críticamente. Entre las lecturas que han ayudado a generaciones de escritores a formarse, cabría mencionar:

  • «El cuarto de atrás», de Carmen Martín Gaite, como modelo de autoficción y reflexión metanarrativa. Su tono íntimo y fragmentario es una lección sobre cómo combinar memoria y literatura.

  • «Corazón tan blanco», de Javier Marías, por su tratamiento del tiempo, la digresión y la voz narrativa. Cada frase es una clase magistral sobre ritmo y densidad sintáctica.

  • «El vano ayer», de Isaac Rosa, por su estructura caleidoscópica y su reflexión sobre la memoria histórica. Leerlo obliga a repensar el estatuto del narrador y la fragmentación como forma política.

  • «Tiempo de silencio», de Luis Martín-Santos, por la experimentación con la sintaxis y el monólogo interior. Una obra compleja, pero profundamente formativa.

  • «La verdad sobre el caso Savolta», de Eduardo Mendoza, por su agilidad narrativa y su capacidad para mezclar géneros sin perder consistencia estilística.

Cada una de estas lecturas es, si se aborda con ojos de escritor, una caja de herramientas.

Cuadernos de lectura: leer para escribir

Una práctica altamente recomendable para quien quiere aprender a escribir leyendo es la de llevar un cuaderno de lectura. En él, se pueden anotar fragmentos que llaman la atención, recursos que uno desea probar, estructuras que resultan eficaces, errores que conviene evitar. No se trata solo de copiar citas, sino de comentar, analizar, dialogar con los textos.

Este tipo de lectura activa y reflexiva convierte cada libro en una conversación formativa. Se aprende más de la literatura cuando se dialoga con ella que cuando se la contempla desde una posición pasiva.

Lecturas variadas: ampliar el repertorio

Un riesgo del lector-escritor es encerrarse en un tipo de literatura demasiado afín, lo que puede empobrecer su estilo. Es fundamental leer fuera de la zona de confort: explorar géneros distintos, autores de otras generaciones, registros alejados de los propios. Leer teatro para comprender la economía del diálogo. Leer poesía para agudizar la sensibilidad rítmica. Leer ensayo para expandir la claridad conceptual.

Esta variedad en la lectura enriquece el lenguaje, aporta nuevos enfoques y evita la repetición de fórmulas. Un escritor que solo lee novelas corre el riesgo de escribir novelas predecibles.

La lectura crítica como hábito profesional

Finalmente, leer con ojos de escritor no es un ejercicio puntual, sino una actitud permanente. Con el tiempo, esta forma de leer se convierte en hábito, en una especie de segunda naturaleza. Cada texto leído se transforma en una fuente de aprendizaje. Incluso los libros fallidos enseñan: muestran lo que no funciona, lo que conviene evitar.

Además, esta mirada crítica permite afinar también la lectura del propio trabajo. Quien ha leído con atención a otros, es más capaz de reconocer los fallos en su propio estilo. Y eso es un paso fundamental para escribir mejor.

Aprender a escribir leyendo

Leer con ojos de escritor no significa perder el placer de la lectura. Al contrario, lo transforma: lo intensifica, lo complejiza, lo llena de matices. Cada página se convierte en un campo de experimentación, cada novela en un manual de estilo camuflado, cada párrafo en una posibilidad de crecimiento.

Escribir no es solo un acto de creación, sino también un gesto de transmisión. Y para transmitir, primero hay que recibir. Por eso, antes de escribir, conviene leer. Pero no de cualquier modo: leer con hambre, con atención, con asombro. Leer como quien estudia una partitura para luego interpretarla. Leer como quien se prepara para hablar en voz propia.

REDACCIÓN

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