Atrapada

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Atrapada


Clemente Roibás

Vanesa se despertó aturdida. Le dolía mucho la cabeza y tenía sensación de mareo. Estaba claro que no había pasado buena noche. Abrió los ojos y se extrañó de no reconocer la habitación. No sabía dónde estaba, pero era obvio que no era su casa.

Miró a su alrededor y comenzó a tener una idea de donde se encontraba. Cuando bajó la vista y vio el mandilón que llevaba puesto ya no le quedó la menor duda, estaba en la habitación de un hospital. Era pequeña y algo cutre y no estaba demasiado limpia, pero los colores blancos de las paredes, de las sábanas, el escaso mobiliario… sí, no cabía la menor duda, estaba en un hospital.

Buscó un timbre para llamar a la enfermera, no recordaba haber tenido ningún accidente ni golpe alguno la noche anterior. No entendía que hacía allí. Comenzó a impacientarse al no encontrar timbre alguno. Decidió levantarse y salir a buscarla, pero fue intentarlo y el mareo fue mayor. Tuvo que sentarse. Respiró hondo, tenía que intentar concentrarse. Todo tenía que tener una explicación, aunque ella no fuera capaz de encontrarla de momento.

Volvió a intentar levantarse, despacio, con mucho cuidado y lo logró. La sensación de mareo seguía ahí, pero no era tan fuerte. Quizás consiguiera llegar al pasillo sin caerse. Se dirigió hacia la puerta e intentó abrirla, pero para su sorpresa estaba cerrada  por fuera. El miedo se apoderó de ella, eso era muy extraño. No era la primera vez que era paciente de un hospital y tenía claro que las habitaciones nunca se cerraban por fuera. Decidió pedir ayuda, no se le ocurría otra cosa.

—Por favor, necesito ayuda. ¡Ayuda! —gritó.

Aguardó unos segundos y al no haber novedad volvió a gritar, esta vez más fuerte. Un ruido proveniente del pasillo la avisó de que alguien acudía en su ayuda. Una enfermera grande y fuerte con cara de bulldog entró y la miró de malas maneras.

— ¿Qué coño quieres? Dime, ¿qué son esos gritos?

—Por favor, no entiendo nada. No sé qué hago aquí. Me podría ayudar… no sé, decirme que ha pasado ¿Un accidente de coche o tal vez un golpe en la cabeza? No recuerdo nada, pero tengo un fuerte dolor de cabeza y mareos.

—Eso es por la medicación. Cuando te acostumbres te encontrarás mejor. A ver, en un rato vendrá el médico y te informará de todo. Ahora duerme un poco o estate despierta, me da igual, pero no vuelvas a gritar. Despertarás a las demás.

—Pero necesito respuestas —Vanesa estaba muy nerviosa y alzó la voz.

—¿Qué te acabo de decir? —la enfermera se enfadó y se acercó a ella— Pues volveré a pincharte, así estarás tranquilita.

—No, por favor. Estaré callada, se lo prometo, pero no me inyecte nada. ¡Por favor!

La enfermera la miró fijamente durante unos segundos y luego asintió.

—Está bien, pero como vuelva a oírte además de pincharte te ataré a la cama.

Vanesa quedó perpleja. ¿Había oído bien? Estuvo a punto de decirle lo que pensaba de todo eso, pero se abstuvo de hacerlo porque la cara de la enfermera no admitía réplica. Mantuvo el silencio y la vio marchar. Luego, se levantó de la cama y comenzó a caminar por la habitación. No entendía nada, pero algo era obvio… no estaba en un hospital normal.

-¿Dónde coño estoy? ¿Dónde? –se dijo a si misma totalmente abatida.

Comenzó a pensar y su mente se negó a aceptar lo que en ese momento pasaba por su cabeza: medicar, atar a la cama, la habitación cerrada por fuera… Las lágrimas surgieron en sus ojos, primero despacio y luego con fuerza. Si estaba en lo cierto algo terrible debía de haber pasado y ella no podía recordarlo… “Estoy en un manicomio, en un manicomio”. Se sentó en el suelo abatida y tremendamente preocupada: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho? Las preguntas se sucedían en su cabeza, pero no encontraba respuestas. El médico no apareció hasta dos horas más tarde. Cuando oyó abrir la puerta Vanesa se levantó con rapidez.

—Me puede explicar por qué estoy aquí. Yo estoy cuerda. No lo entiendo, ¿cómo he llegado? ¿Quién me trajo? ¿Por qué?

El doctor la miró unos instantes en silencio y luego le hizo señas a la enfermera. Vanesa fue obligada a estirarse en la cama y fue atada a la misma.

—Está muy tensa. Le daré algo que la tranquilizará —le dijo con mucha calma— No se preocupe, aquí recobrará la cordura y pronto podrá regresar junto a su marido.

Vanesa sintió como los ojos se le cerraban.

— ¿Fue él? ¿Fue él quien me trajo?

El doctor asintió con la cabeza.

—Claro, ¿quién si no? Ahora descanse, le prometo que pronto dejará de ver esas alucinaciones y cesará en su intento de quitarse la vida. Adiós.

Vanesa notó los párpados muy pesados, poco a poco entró en un sueño muy profundo, pero en su mente quedó grabadas las palabras del doctor: “Claro, ¿quién si no?”

Cuando despertó, tres horas más tarde, se sorprendió al encontrase en una sala rodeada de más pacientes. Estaba sentada a una silla, intentó levantarse, pero todo le daba vueltas.

—Guapa… guapa. Eres muy guapa —comentó un hombre mirándola de una manera muy extraña.

—Gracias, supongo —Vanesa miraba para todo el mundo alucinada. Había gente hablando con la pared, otros reían sin parar, los había que cantaban sin cesar…

—Guapa… eres guapa —repitió el hombre mientras le acariciaba el pelo.

—Por favor, no me toque —contestó muy nerviosa mientras se levantaba de la silla con dificultad y se alejaba de él.

Se apoyó contra la pared sin saber qué hacer. Parecía estar viviendo un sueño…no, una terrible pesadilla, pero todo era real, muy real. Recordó las palabras del doctor y pensó en su marido. Julián era una buena persona y la quería, no podía haberle hecho algo así. Además, ¿con qué motivo? No tenía dinero ni herencia ni nada de lo que él pudiese sacar provecho.

Pensó unos instantes y se acordó de su hermana. Sí, ella y él siempre se habían llevado bien, demasiado bien. Tuvo ganas de llorar, eso no podía ser cierto. Eran cuñados… No, todo debía de ser una gran confusión.  Sintió que la cabeza le iba a estallar, entre los gritos de los demás y la medicación que le habían dado se sentía rara, extraña y como en una nube. No parecía ella.

De repente otra paciente se abalanzó sobre ella, la agarró de la melena y comenzó a golpearle la cabeza contra la pared.

—Es mía, es mía. Fuera de aquí. No la toques, no la toques –gritó mientras la golpeaba una y otra vez.

Un dolor intenso recorrió su cabeza. Tenía que hacer algo o esa mujer la mataría. Los demás pacientes miraban divertidos, reían y señalaban hacia ella haciendo burlas. La golpeó en el estómago con el puño dos veces seguidas y la mujer se dobló soltándola en el acto. Vanesa la empujó con fuerza y gritó para intimidarla. Dio resultado. La mujer se alejó de ella temerosa y los demás callaron de repente.

— ¡No os acerquéis a mí! ¡No os acerquéis a mí! —gritó fuera de sí.

Dos enfermeras entraron en la sala y se abalanzaron sobre ella.

— ¡No estoy loca! ¡No estoy loca! —gritó desesperada mientras se la llevaban de allí por la fuerza.

—Una ducha de agua helada te vendrá muy bien para bajarte esos humos —dijo la enfermera con cara de bulldog.

Vanesa intentó resistirse mientras la desnudaban, pero eran muy fuertes para ella. Un chorro de agua helada golpeó su cuerpo con tanta fuerza que temió que le rompiera algún hueso. Durante cinco interminables minutos tuvo que soportar ese castigo, luego la obligaron a vestirse con la misma ropa mojada y la llevaron a su habitación.

—¡Dios mío! ¡Dios mío, ayúdame! —susurró mientras las lágrimas caían a mares por su bello rostro.

—Ahora se le da por llorar a la princesita. Estas enfermas no dejan de sorprenderme. Deberían tenerlas drogadas todo el día para que no molestaran.

—¡No estoy loca! ¡No estoy loca! –gritó con fuerza mientras intentaba soltarse.

Movió los brazos con fuerza y consiguió liberar uno. Golpeó en la cara a la enfermera que tenía de ese lado y le metió la zancadilla a la otra. Aprovechando el instante de desconcierto echó a correr por el pasillo buscando una salida, una puerta que la llevara a la libertad. Un vigilante apareció tras una puerta sorprendido por el ruido y ella le dio una patada en sus partes. El hombre cayó de rodillas y Vanesa corrió en esa dirección. Tenía que estar por allí la salida, pensó. Efectivamente vio un jardín y se dirigió hacia él. Si conseguía llegar hasta una de las ambulancias lo conseguiría.

De pronto algo golpeó su cabeza y todo se puso negro, muy negro. Cuando volvió a abrir los ojos se encontró en una sala muy pequeña con algo que le impedía mover los brazos. Un grito angustioso salió de su garganta cuando se dio cuenta que le habían puesto una camisa de fuerza.

—No…no…no. Esto es una equivocación. Yo no estoy loca. Es todo un error —gritó a la sala vacía.

Un doctor entró con una jeringuilla y la miró fijamente.

—No queríamos llegar a esto, llevas muy poco tiempo con nosotros, pero no nos has dejado otra opción. A partir de ahora no sentirás nada, el tiempo pasará sin que te des cuenta… Lo siento, pero dado tus arrebatos de ira, es lo mejor.

Vanesa vio como la aguja se acercaba a su cuello.

—Por favor, no. Me portaré bien… me portaré bien.

El doctor se rió de una forma muy extraña mientras le introducía la aguja.

—Es lo mejor, preciosa, es lo mejor.

— ¡No! ¡No!  No estoy loca…no estoy loca…

Un brazo comenzó a agitarla con fuerza.

—Vanesa, despierta, ¡Despierta!

Ella abrió los ojos y vio el rostro atractivo de su marido. Miró a su alrededor y allí estaban sus muebles, su ropa, su habitación. Había sido una pesadilla, ¡una terrible pesadilla! Se agarró a su cuello y lloró largo rato. Su corazón latía con rapidez y tuvo que intentar calmarse para evitar males mayores.

— ¡Dios mío, casi me matas del susto! —su marido la abrazó— ¡Vaya gritos pegaste!

—Lo siento, lo siento… ha sido… ha sido… una pesadilla horrible, horrible.

—Te traeré tus pastillas. Te calmarán –dijo él mientras salía de la habitación.

Cuando volvió Vanesa ya estaba calmada y lo miraba de una manera extraña.

— ¿Mis pastillas? Yo no tomo pastillas.

—Claro que sí, Vaya, parece que esa pesadilla te ha afectado mucho. Toma, te vendrán bien, ya lo verás. Haz caso a tu marido que también es tu médico.

Ella asintió con la cabeza e hizo que las tomaba mientras él se iba a duchar. Aprovechó ese momento para leer el prospecto y comenzó a llorar, esta vez en silencio.

—No puede ser… No puede ser.

Cuando Julián salió de la ducha Vanesa ya no estaba allí. Había desaparecido. Tan solo había una breve nota en la mesilla de noche:

            “No sé cómo ha pasado, pero de alguna manera he visto mi futuro. Eres un hijo de puta, tendrás noticias de mi abogado. No quiero volver a verte. No me busques, no preguntes por mí. Si hay justicia en este mundo la vida te hará pagar por lo que estabas a punto de hacer. Muérete, cabrón”.

© Clemente Roibas. Mayo 2023.

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