Magredo y el narco ilustrado

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            Reunión de Magredo y sus dos escuderos en el bar de Lakua donde acostumbran a celebrar el fin de la jornada a últimas horas de la tarde. En esta ocasión, y una vez más, toca comentar la noticia del día con el comisario como protagonista: el descubrimiento en la cárcel de Zaballa de una red de tráfico de droga tras la incautación de 750 gramos de hachís, 40 gramos de heroína, 3 móviles y una pequeña báscula, todo ello oculto entre los libros de la biblioteca.

—Supongo, comisario, que nos encontramos ante otro de esos casos destapados gracias a su famoso instinto policial —abre fuego el subinspector Urkidi con una mezcla de ironía y admiración hacia su superior nada más llegar este de la barra con los tres botellines de cerveza Alhambra que suele prescribir a sus subordinados cuando le toca a él pagar la primera ronda.

—No seré yo quien diga lo contrario —responde Magredo con esa coquetería del que sabe que tiene a su audiencia comiendo de la palma de su mano.

—Lo que yo no entiendo es por qué no denunció cuando debió hacerlo, hace ya casi tres años, al interno Gorka Larrauri la primera vez que le envió un supuesto anónimo en el que le amenazaba con vengarse por haberlo enviado a la cárcel por el asesinato de aquel camello al que todo el mundo llamaba el Gualkinded, que ya hay que ser hijos de puta —inquiere la inspectora Murillo haciendo gala de su proverbial apego por el formalismo a cualquiera de los niveles.

—…y confidente de un servidor. No te olvides de ese detalle, inspectora, porque fue tras ser descubierto por su jefe, el ínclito Larrauri, el cual tenía bajo sus órdenes a toda una legión de camellos a los que servía la droga desde su sala de fiestas de medio pelo al final de la Avenida Gasteiz para que la distribuyeran por toda la ciudad, que éste decidió quitárselo de en medio en lo que tuvo más de arrebato que de asesinato premeditado. De ese modo, en cuanto tuve noticia de la desaparición de mi confidente no tardé en atar cabos y todavía menos en reunir las pruebas suficientes con las que hacer cantar al ínclito Larrauri lo que, a decir verdad, había sido una verdadera chapuza como asesinato: se lo cargó rebanándole el cuello con su navaja dentro de su propio establecimiento. Lo que decía, el típico arrebato de un hampón de medio pelo, de provincias en este caso, que no se pudo aguantar la rabia al saberse engañado por uno de los muertos de hambre que trapicheaban para él, en este caso un pobre yonky de buena familia como era el Gualkinded. Pensad que no estamos hablando precisamente de profesionales del crimen a gran escala, por lo que había indicios de la degollina por todas partes.

—Ya. Pero ¿por qué no denunció el primer anónimo? —insiste la inspectora.

—Por el supuesto primer anónimo, como bien has apuntado tú antes, Murillo. Porque yo no tuve ni la más mínima duda de quién me lo había enviado. Y eso que en Zaballa hay como media docena de internos que también podrían agradecerme su estancia. Pero eso sí, ninguno tan garrulo y chabacano como Larrauri. Escuchad lo que me decía en su primera misiva. Sí, sí, a decir verdad, lo creáis o no, me las sé todas de memoria: “Magredo, peazo ijoputa, lo primero que voy acer cuando salga de la trena va a ser ir a sacarte las tripas para metertelas por el culo. Cabrón”. Así tal cual, sin una sola tilde ni una puta h.

—Insisto…

—Joder, Murillo, qué pesada eres a veces. No lo denuncié porque bastante tenía ya el pobre desgraciado con sus ocho años y once meses de cárcel. En realidad supuse que había encontrado el medio de mandarme ese mensaje desde la cárcel y me pareció un homenaje a mi persona.

—Jajajajajajaja –Urkidi no puede evitar una sonora carcajada.

—Pues yo no le veo la gracia –asegura la inspectora-, su obligación habría sido…

—Pero ¿cuántas amenaza de muerte crees tú, Murillo, que he recibido a lo largo de mi carrera? Entran dentro del apartado “gajes del oficio”. De hecho, como policía que ha llegado a comisario tras enchironar a una larga lista de criminales, sería muy mala señal que no hubiera recibido alguna, pero muy mala. Eso y que tampoco veía nada malo en el que la mala bestia de Larrauri se desahogara de aquella manera: escribiendo, mal, pero escribiendo.

—Sin embargo, Larrauri siguió mandándoles amenazas de muerte —apunta la inspectora.

—Por supuesto, no es tan fácil olvidarse del comisario –bromea Urkidi y al instante siente que su compañera le clava su mirada más desdeñosa, que ya es decir viniendo de la inspectora, una tía que sale ya de casa frunciendo el ceño al primer viandante con el que se cruza en la calle, esa con la que procura hacerle entender las arcadas que le provocan los pelotas como él.

—Sí, y al principio todas de un tono similar a la primera misiva: Magredo, ijo de mil putas sidosas, espero que aygas echo testamento porque los días que te quedan son una cuenta atrás”. “Magredo, kabronazo, no molvido de ti ni de la puta de tu madre”. “Magredo, marikona, estoy afilando el kutxillo con el que te cortare los güevos”.

—¿Y de verdad no vio motivos de sobra para denunciar a Larrauri por…? –Murillo cada vez más escamada por la actitud de su superior.

—¿Por ser su absoluta incapacidad para escribir nada sin faltas de ortografía? Ya me habría gustado, en serio; pero…

—Yo creo que cuando un condenado por asesinato amenaza a otra persona hay que tomarse sus amenazas en serio –sentencia la inspectora Murillo.

—Bueno es el comisario para tomarse nada en serio –apostilla el subinspector Urkidi rubricando con ello su candidatura a subordinado pelota del año.

—Tampoco hay que sacar las cosas de madre, Murillo. Fueron cuatro misivas al poco de entrar Larrauri en la cárcel y luego ya el silencio –advierte Magredo.

—Hasta hace poco más de un año –recuerda Murillo.

—Sí, hasta hace menos de un año que volvieron a llegarme sus anónimos.

—Ahí ya pinta…

—Pinta a porfía en la amenaza –la inspectora Murillo remata la frase de su compañero en la convicción de que esperar a que éste acabe de encontrar la palabra justa le llevará mucho tiempo y tampoco es cuestión de llamar al churri para decirle que esta noche no irá a cenar a casa.

—Puede, no lo niego –consiente Magredo. — Sin embargo, lo que de verdad me llamó la atención de las nuevas misivas de Larrauri fue el tono de estas.

—¿Qué tono? –ambos subordinados al unísono.

—Dejadme que busque en el archivo de mi móvil las fotos que hice a las notas y os las leo. Aquí están. Esta es la primera de ellas: “Querido Magredo. Sí, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me puse en contacto contigo. ¿Creías que me había olvido de ti? Pues no te hagas ilusiones. Cuando acabe mi condena tendrás noticias mías.”

—¿Y? –pregunta Urkidi.

—Hombre, yo diría que su tono es más calmado. Tampoco es de extrañar, las anteriores eran de cuando acababan de meterlo en la cárcel. Yo diría que ya había tenido tiempo de sobra para sosegarse un poco.

—Escuchad esta otra: “Querido Magredo. He tenido mucho tiempo para reflexionar sobre mi estancia en este centro penitenciario y siempre llego a la misma conclusión; si no hubiera sido por tu empeño en querer enchironarme a toda costa utilizando para ello al pobre desgraciado de Gualkinded, un pobre drogadicto al que su familia le había dado la espalda y que por ello siempre estaba dispuesto a aceptar la ayuda del primero que se la ofreciera, yo no habría perdido los nervios y no habría pasado lo que pasó. Siendo así es más que evidente que me debes una y que en cuanto terminé mi condena no te quedará otra que saldar tu deuda.

—¿…?

—¿En serio que no os dais cuenta ninguno de los dos? –profiere Magredo sorprendido de que ni siquiera Murillo se percate de lo que para él salta a la vista.

—Es muy tarde ya, comisario, apenas tenemos fuerza para acabar esta cerveza y marcharnos a casa –se excusa la inspectora.

—No solo no hay ya faltas de ortografía, como que incluso no deja ni una sola tilde, sino que el vocabulario, la redacción incluso, no son propios del garrulo que ha sido toda su vida Larrauri. ¡Hostia!, que lo conozco desde que era un chaval y sé de buena tinta que con lo borrico que era él no se había acercado a un libro, supongo que por si las moscas, no se le fuera a pegar algo que lo hiciera menos duro, macarra, de lo que siempre había querido ser, desde que había abandonado la escuela en primaria para ponerse a trabajar en el taller de uno de sus tíos.

—Bueno, pues habrá aprovechado el tiempo en la cárcel para ilustrarse. No sería el primer caso –apostilla la inspectora Murillo.

—¿Larrauri? ¿Por el forro de mis… Que no, que no, que algo me decía que ahí había algo raro, algo que no iba bien. Claro que luego fue recibir la última misiva y empezar a ponerse en marcha mi instinto policial.

—Su famoso instinto policial –redunda el subcomisario Urkidi al tiempo que apura su botellín de Alhambra sin que su superior o su compañera acierten a adivinar si lo ha dicho por pura inercia de pelota o con esa sorna de la que hace gala de vez en cuando y cuando menos se lo espera nadie.

—“Querido Magredo. Solo voy a decirte un par de cosas: La mejor venganza es ser diferente de aquel que te causó el daño.Si estás molesto por una causa externa, el dolor no se debe a la causa en sí misma, sino al valor que tú le das. Y tienes el poder de revocar ese valor.

En realidad, comisario, van a ser tres porque hoy me siento generoso: “Tus días están contados. Úsalos para abrir las ventanas de tu alma y que entre el sol. Si no lo haces, el sol se pondrá en el horizonte y tú con él.”

—¿…?

—¡Joder, que no os enteráis de nada! El muy hijo de puta de Larrauri me estaba citando a Marco Aurelio. ¡Nada más ni nada menos que al emperador romano del siglo II que escribió las famosas Meditaciones!

—¿Y? –replican los dos subordinados a Magredo, otra vez al unísono, con unas más que evidentes ganas de que su superior acabé de una vez por todas de contarles el desenlace.

—Pues que lo primero que hice nada más recibir esa misiva fue ponerme en contacto con el director de la cárcel para hablarle de las amenazas de Larrauri.

—Lo que tenía que haber hecho desde un primer momento –apunta Murillo, digamos que incapaz de dejar pasar la ocasión.

—Ya. Pero no fui a Zaballa preocupado por mi integridad física sino a poner sobre aviso al director de la cárcel de que algo raro estaba pasando con Larrauri. Y, por supuesto, bingo.

—¿Cómo que bingo? –se adelanta Urkidi a preguntar.

—Bingo porque, tras preguntar al director por la vida carcelaria de Larrauri, descubrí que éste disfrutaba de un permiso especial para realizar labores de limpieza en el exterior del recinto. Eso me hizo sospechar que era precisamente durante la realización de esas labores de limpieza que aprovechaba para dejar las notas que luego alguno de sus sicarios recogía para hacérmelas llegar anónimamente. Pero no solo eso, porque de la misma manera que podía dejar notas para que se las recogieran otros, también podía recoger él lo que fuera que luego una vez dentro de la cárcel tendría que ocultar donde menos se lo esperara nadie.

—¿Entre los libros? –arriesga la inspectora.

—Exacto. Entre los libros como ese del que debió sacar las citas de Marco Aurelio. Libros que debió sacar de la biblioteca para guardar la droga con la que luego trapicheaba dentro de la cárcel y que, siquiera ya por puro aburrimiento o simple curiosidad, debió empezar a leer dentro de su celda y de ahí que en menos de un año y medio sus facultades narrativas hubieran dado un verdadero vuelco.

—¿Y la pequeña báscula? –pregunta el subinspector.

—Después de encontrar la droga que Larrauri había ocultado en los libros que tomaba prestados en la biblioteca, libros todos ellos de clásicos griegos y romanos como el de Marco Aurelio, libros que debió suponer que a ningún otro interno de la cárcel se le ocurriría tomar prestados porque el nivel es el que es, la báscula también estaba oculta ni más ni menos que dentro de la Iliada.

— ¡Joder! Pues debió vaciarla entera para meter la báscula –profiere Urkidi.

—Es de suponer que después de haberla leído entera –comenta Murillo.

—En cualquier caso, de lo que no hay duda es que, como bien dijo el propio Marco Aurelio: El tiempo es como un río, formado por los hechos, que adquiere violenta corriente. Apenas se advierte uno, cuando otro ocupa su lugar, para dejar enseguida paso al que le sigue.

—No entiendo, comisario –se sincera la inspectora.

—Yo tampoco –otro tanto el subinspector.

—Ni falta que hace.

© Txema Arinas. Oviedo, Mayo 2023. Todos los derechos reservados. 

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