Un fantasma en la bodega

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Un fantasma en la bodega – Magredo

Por Txema Arinas


Faltan poco más de veinte minutos para que dé inicio la ceremonia en la que condecoran al comisario Iñaki Magredo por el caso del fantasma en la bodega y, aunque éste procura disimular todo lo que puede su nerviosismo bromeando con los subinspectores Murillo y Urkidi, a cuenta de lo mal que le queda el uniforme rojo, y no digamos ya la txapela roja que tanto dice recordarle las veleidades carlistas de su abuelo materno, los cuales solo se pone para actos como el de hoy, la subinspectora barrunta que su superior no cabe de gozo, algo así como si por fin hubiera llegado el día en el que se le hiciera justicia por sus ya más de cuarenta años de servicio.

—Y encima tener que aguantar la sonrisa hipócrita de la viceconsejera Maitane y el Jefe… el payaso de… después de todos estos años aguantando ver cómo me cortaban la hierba bajo los pies cada vez que se tomaba la iniciativa en un caso.

—Bueno, consuélate entonces con la palmadita del lehendakari – bromea el subinspector Urkidi.

—Lo haré, lo haré.

—Y también con la sonrisa de Ibarreta, el director actual de la Academia que estudió conmigo y que, en una de esas cenas de miembros de la misma promoción, me auguró que yo nunca llegaría a nada dentro del cuerpo porque era un listillo que pretendía ir por libre haciendo caso omiso al procedimiento policial, un insubordinado por principio y un tocacojones por diversión. Y, mira, no solo he llegado a comisario sino que además hoy me conceden una medalla al reconocimiento a la labor policial.

—Pues aproveche y arréele un muerdo a su antiguo compañero cuando éste vaya a darle la mano para felicitarle – Urkidi cada vez más suelto.

—Paso. Haré lo que le decía la Pantoja a los suyos.

—¿El qué? –Murillo y Urkidi al unísono.

—¡DIENTES, DIENTES!

La guasa sonora, o lo que sea, de Magredo ha llamado sin remedio la atención del resto de compañeros engalanados para la ocasión que esperan con ellos en el pasillo de acceso al salón de actos de la academia de la Ertzaintza donde dará inicio el acto de entrega de medallas, diplomas y otras condecoraciones que los mandamases de la Ertzaintza entregan anualmente a sus agentes por diferentes motivos. No se puede decir que las miradas que la mayoría de la tropa encarnada dirige al comisario Iñaki Magredo sean precisamente de reconocimiento, ni siquiera de aprecio.

—Si las miradas pudieran atravesar la carne… —comenta Urkidi.

—Sí, en este preciso momento estaría hecho un colador –remata Magredo.

—Es que lo del fantasma de la bodega… —apunta de nuevo Urkidi.

—Sobre todo después de la chapa que le ha metido –Murillo se resiste a tutear a su superior incluso en contra de las órdenes de éste —durante todos estos años a todo el mundo con lo de que, por muchos adelantos técnicos o científicos a nuestra disposición, no se puede ser un buen policía si no se tiene verdadera intuición para el crimen. Algo de lo que encima se ha encargado de propagar a los cuatro vientos, y por activa o pasiva, que carecemos la mayoría de los miembros del cuerpo policial al que pertenecemos.

—Bueno, Murillo, tampoco todos, tú empiezas a apuntar buenas maneras –afirma el comisario sin poder evitar que se le note un esbozo de media sonrisa con la que se arriesga a que la subinspectora malinterprete unas palabras que, aun y todo, son sinceras —. Piensa si no lo rápido que adivinaste mis intenciones cuando solicité la autorización para abrir…

Murillo lo piensa y se convence de que no es para tanto, que si en aquel momento creyó adivinar las intenciones del comisario para solicitar la exhumación del cadáver del bodeguero Simón Ruiz de Ocenda, de Bodegas Ozenda, fue porque no podía haber otra explicación para ese empeño de su superior en saltarse todos los procedimientos policiales con la escusa de que ha tenido una de sus corazonadas, esas gracias a las cuales, presume él, puede exhibir un expediente de casos resueltos que ya lo quisieran para ellos los de la unidad de Policía Científica al completo. Por si fuera poco, ni siquiera había caso hasta que a Magredo se le encendió la bombilla como resultado de las risas que el comisario y sus subordinados estuvieron echando el día que, durante uno de sus hamaiketakos –almuerzos– en la cafetería del barrio de Lakua donde está la comisaría y a la que acuden todas las mañanas que pueden para ponerse a buen recaudo del resto de sus compañeros, Urkidi les fue con el cuento de una patrulla de la comisaría de Laguardia, la cual se había trasladado hasta Tabórniga para investigar varias denuncias en las que diferentes vecinos aseguraban haber visto un fantasma vagando sin rumbo por las calles de la villa amurallada en mitad de la noche.

—¿Y qué hacía esa gente despierta en mitad de la noche? –preguntó Murillo en aquel momento.

—Hombre, subinspectora, ¿quién vive hoy en los pueblos principalmente? —inquiere Magredo.

—¿Viejos?

—Pues sí —corrobora tajante el comisario—. Porque incluso los que trabajan en las cuatro bodegas que hay en Tabórniga prefieren coger el coche para ir y venir todos los días desde sus residencias en Haro o en Vitoria antes que quedarse a dormir en un pueblo enclavado en mitad de un pequeño valle, apenas una hondonada rodeada de montañas, con lo que cuesta calentar una casa de labranza en cuanto empieza a hacer frío a partir de mediados de septiembre.

—En cualquier caso —Urkidi procura reconducir la conversación tras ver interrumpido en exceso el relato con el que pretendía sorprender, y sobre todo divertir, a sus compañeros—, los de la patrulla de Laguardia afirman que varios vecinos se habían asomado a la calle en previsión de que la persona que vagaba por las calles del pueblo en mitad de la noche fuese un borracho de vuelta de darle al jarro en una de las bodegas a las afueras del pueblo, y cuál había sido su sorpresa al creer haber reconocido al recientemente fallecido Simón Ruíz de Ocenda.

—¿Se había muerto el dueño de Bodegas Ozenda? — me encanta el vino del año de esa bodega, comenta Magredo.

—Hacía ya más de dos meses que lo habían enterrado en el viejo cementerio al borde del camino que sube hacia el Tollogorri – informa Urkidi—. De ahí el susto de los vecinos de Tabórniga al creer que el finado había vuelto a la vida.

—¿En plan zombi? —ironiza Murillo.

—Más bien en plan fantasma del bodeguero que regresa del mundo de los muertos para atemorizar a sus herederos por cómo han hecho el reparto de la bodega —explica Urkidi.

—¿Y eso? —interpela el comisario a su subordinado.

—Parece ser que se habían repartido la bodega entre los dos hermanos que estaban al cargo de ella desde la jubilación del padre, y que no le habían dicho nada al hermano que llevaba años viviendo en Irlanda.

—¿En Irlanda?

—Sí, comisario. El menor de los Ruiz de Ocenda se marchó hace tres décadas a Irlanda a estudiar inglés y ya no regreso. Los del pueblo dicen que tampoco les extrañó porque aseguran que al chaval, así se siguen refiriendo a él a pesar del tiempo transcurrido, nunca le gustó el trabajo del campo, ni siquiera el vino, por lo que les parece del todo lógico que se quedara a vivir en un país donde la bebida principal es la cerveza.

—¿Pero alguien avisaría al menor de los Ocenda de que su padre había muerto? –pregunta la subinspectora Murillo.

—Eso habría que preguntárselo a los dos hermanos mayores –asegura Urkidi.

—¿Y por qué no nos acercamos hasta Tabórniga para hacerlo? – Magredo sorprende a sus subordinados con lo que ambos reconocen al instante como una más que probable liada a las que nos tiene acostumbrados.

—No sé si a los de la comisaria de Laguardia les hará mucha gracia que… —Urkidi quiere evitar a toda costa verse envuelto una vez más en un conflicto de competencias con otros compañeros del cuerpo.

—No creo que puedan decirnos nada si se trata de un caso que nos compete como miembros de la unidad de investigación de… asesinatos –asegura el comisario con ese gesto serio con el que Murillo y Urkidi enseguida saben que no hay nada que puedan decir o hacer que lo haga ceder en su propósito.

Lo siguiente que recuerda Murillo es haberse presentado los tres en las oficinas de Bodegas Ocenda en Tabórniga preguntando por el paradero del hermano pequeño de los actuales dueños de esta.

—No tenemos ni la más mínima idea de por dónde para —aseguró uno de los hermanos—. De hecho, nos pusimos en contacto con la embajada de Dublín para que se encargará de localizarlo con el fin de comunicarle la muerte de nuestro padre, y todavía estamos esperando a que nos digan algo.

—Sin embargo, bien que se han dado prisa en repartirse la herencia –les reprochó el comisario.

—Eso no es cierto. Todavía estamos esperando a que aparezca nuestro hermano Jaime para que reclame la parte de la bodega que nuestro padre le dejó en el testamento.

—Mientras tanto ustedes siguen con la bodega –de nuevo Magredo.

—Por supuesto, somos nosotros los que estamos al frente de la bodega desde que éramos críos –explica el otro hermano.

—No como su hermano, que les dejó tirados…

—A Jaime nunca le gusto ni el campo, ni el trabajo de las bodegas; pero…

—¿Pero? —Magredo interrumpe a uno de los hermanos sin saber muy bien cuál.

—Pero eso no significa que no tuviera derecho a su parte tal y como dejó escrito nuestro padre en su testamento.

—¿Tuviera?

—Tiene, tiene.

—¿Y no les parece raro que varios de sus vecinos creyeran ver el fantasma de su padre vagando por el pueblo?

—¡Por favor, comisario! Ya saben cómo son en los pueblos, lo mucho que les gusta dar pábulo a todo tipo de habladurías. Y no precisamente porque nos tengan ojeriza en el pueblo, sino, creo yo, por puro aburrimiento.

—Pues hemos hablado con sus vecinos antes de venir a la bodega y nos han contado cosas muy interesantes.

—No me diga, qué raro.

—Parece ser que no les va tan bien en la bodega.

—¿Qué sabrán ellos? Me parece que confunden sus deseos con la realidad. Vamos, como todo el mundo.

—En cualquier caso, eso es fácil de comprobar. Sin embargo, hay una cosa que nos han contado que me ha llamado la atención particularmente.

—¿Cuál, comisario?

—Me han asegurado que su hermano pequeño era el que más se parecía a su padre de ustedes tres.

—¿Y?

—Y que resulta muy raro que justo un mes después de la muerte de su padre aparezca vagando por las calles del pueblo su fantasma regresando, como quien dice, de su bodega.

De modo que fue en ese preciso momento cuando la subinspectora Murillo creyó adivinar las intenciones del comisario, en especial cuando, tras una larga y acalorada discusión con los hermanos Ruíz de Ocenda en la que estos daban rienda suelta a su indignación por lo que ellos creían ser las insinuaciones inaceptables del comisario, éste les comunicó que iba a solicitar la autorización para exhumar el cadáver de su padre con el fin de confirmar sus sospechas acerca del paradero del pequeño de los tres hermanos.

—Con todo, comisario, no creo que lo mío tenga nada que ver con el instinto policial –alega Murillo—. De hecho, tiene razón, yo ya sospechaba qué es lo que le rondaba por la cabeza cuando pidió el permiso para abrir la tumba de Simón Ruiz de Ocenda. No obstante, estaba completamente convencida de que usted estaba equivocado, que se estaba dejando llevar como de costumbre por su irrefrenable entusiasmo, y que en esta ocasión iba a meter la pata hasta el fondo, siquiera hasta el fondo de la tumba en cuestión.

—Pero no, porque, por extraño que parezca, una vez más el comisario Magredo se salió con la suya gracias a una corazonada —apuntilla Urkidi con un amago de aplauso que es abortado de inmediato por una mirada criminal de su superior—. En resumen, que por lo que sea hoy asistimos a la entrega de una medalla al mérito policial a nuestro querido comisario por haber descubierto el fratricidio de Jaime Ruiz de Ocenda.

—Una vez más el instinto —sostiene Magredo mirando a sus subordinados con esa sonrisa retorcida que le es tan característica cuando sabe que se ha salido con la suya—. Ni más ni menos que el que me hizo sospechar que ambos hermanos habían querido hacer desaparecer el cuerpo de su hermano enterrándolo junto al de su padre tras haberle cercenado uno de ellos el cuello con un corquete en lo que ambos siguen asegurando que fue un arrebato de cólera tras averiguar que su hermano pequeño no solo pretendía llevarse su parte, sino incluso quedarse a vivir en el pueblo para dirigir con ellos Bodegas Ozenda después de décadas de haberse desentendido de todo lo relacionado con su familia.

—Es que era como para matarlo –afirma Urkidi.

—¿Has oído, Murillo? Puede que hasta se haya obrado un milagro.

—¿Cuál? –pregunta la subinspectora.

—Cabe la posibilidad de que incluso a Urkidi se le esté desarrollando el instinto policial como consecuencia del tiempo que lleva ya trabajando conmigo.

—Un insubordinado y un tocacojones —rezonga la subinspectora Murillo

© Txema Arinas. Oviedo, Todos los derechos reservados.   

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Gasteiz-Vitoria 1969 Licenciado en Historia y Geografía por la Universidad del País Vasco. Vivió durante un tiempo en Francia, Irlanda y Venezuela. Domina varios idiomas, profesor, traductor. Escribe en euskera y castellano.

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