Un suicidio (casi) de libro
— Ana Bolox
—> Veinte minutos después de que la señora Goldsmith pidiera a su marido que llamara a la recepción del hotel para quejarse por el tremendo golpe que los vecinos acababan de propinar a la pared, las sirenas de la policía rompieron el silencio de la calle y un buen número de ventanas se iluminaron.
Había sido la señorita Jane Tarckle, una solterona sexagenaria a la que su terrier había sentado en una silla de ruedas una semana atrás, con un tobillo fracturado, quien había avisado a la policía. «La fachada, sí, claro que sé lo que digo. Un hombre ha saltado desde el piso superior del Hotel Saint Mary y se ha estrellado contra la fachada. ¡Por supuesto que no he bebido!, ¿con quién cree que está hablando? ¡Y por supuesto que tengo limpios los cristales de las gafas!».
Después de colgar, la señorita Tarckle había guiado la silla de ruedas de vuelta a la ventana del saloncito. El reloj de cuco marcaba casi las dos y cuarto de la madrugada. ¡Más de diez minutos había tardado aquella desconfiada telefonista en creerla!, pero claro que no estaba loca. Allí seguía el suicida, cabeza abajo, al otro lado de la calle, levitando a dos palmos de la fachada del hotel y balanceándose de un lado a otro, entre el primer y el segundo piso, como si la brisa que llegaba del Potomac estuviera meciéndolo. Cuando escuchó las sirenas de los coches de policía, la señorita Tarckle guardó en el estuche de cuero los binoculares de teatro que había heredado de su abuela y volvió a calarse las gafas.
Mientras conducía hacia el lugar de los hechos, el inspector Franklin se propuso solicitar un cambio permanente de turno para Teffy Jones, la telefonista de guardia que lo había avisado. Estaba haciéndose mayor. En los últimos meses la había sorprendido en varias ocasiones cloqueando como una abuela, y aquella era la segunda vez en diez días que le sacaba de la cama en plena noche por casos para los que ni un novato habría abierto su cuaderno de notas. Por lo que le había contado, el asunto olía a suicido que apestaba, así que el sargento Cox se las habría bastado solito. Franklin gruñó. Si no enderezaba pronto la situación, entre las llamadas neuróticas de Teffy y sus propios problemas para dormir, Elsa acabaría por divorciarse de él.
Al enfilar Washington Boulevard, se llevó de forma inconsciente la mano derecha a la sien, a modo de saludo militar. Lo hacía siempre que pasaba junto al cementerio de Arlington, en el que estaba enterrado su hermano Cliff, muerto seis años atrás en acto de servicio en Vietnam. Franklin bajó la ventanilla en busca de la brisa fresca del río. Quizá no fuera cosa de Teffy sino de la tal señorita Tarckle, que había llamado a la comisaría. No sería la primera vez que una vieja chiflada, que confundía ideas y palabra, metía la pata; porque todo el mundo sabía que cuando un suicida se arroja por una ventana, se estrella siempre, y cuando uno dice siempre se refiere al cien por cien de las veces, contra el suelo, no contra la fachada de un edificio.
Sin embargo, cuando aparcó el Ford Cortina frente a la entrada del Hotel Saint Mary, Sam Franklin tuvo que admitir para su coleto que ni Teffy ni la señorita Tarckle habían cacareado en vano. Colgado del quinto piso por una cuerda amarrada a los pies, el cadáver de un hombre se mecía de cara a la fachada del hotel y en torno a un punto medio fácilmente apreciable por la mancha oscura que el cráneo hecho astillas de aquel tipo había dejado en la pared.
–Le estaba esperando, inspector –El sargento Cox se acercó a él y le ofreció un cigarrillo–. Aún no hemos entrado. La puerta de la habitación está cerrada por dentro.
Franklin aceptó el pitillo y se apoyó en el capó del Cortina. «Suicidio, Teffy –le reprochó a la telefonista en silencio–. ¿Ves? ¡Habría bastado con que llamaras a Cox!». Levantó la mirada hasta el quinto piso y se preguntó qué clase de cretino sería capaz de procurarse una muerte tan singular. Sin apartar la vista de la cuerda a la que estaba atado, consideró dos posibilidades: la de que en vida el fallecido hubiera sido un imbécil; o la más seductora, pero igualmente idiota, un tipo extravagante deseoso de mostrarse artístico hasta el final.
–Al parecer, era una especie de mago –dijo Cox, señalando el cadáver con el mentón.
–Entonces quizá estaba preparando un truco.
Cox se encogió de hombros y el inspector miró al otro lado de la calle, preguntándose cuál sería la ventana desde la que su único testigo había contemplado el suceso.
–Un agente me ha informado de que la anciana se ha sentido indispuesta, así que no creo que podamos interrogarla hasta mañana.
Franklin asintió en silencio, arrojó la colilla al suelo y entró en el hotel. No le importaba. Tenía mucho que hacer antes de entrevistarse con aquella mujer, y la primera cuestión que iba a dilucidar personalmente era la de comprobar que, en efecto, la puerta de la habitación 505 estaba cerrada por dentro.
Por la mañana, al entrar en el portal de la señorita Tarckle, Franklin puso los ojos en blanco al observar los escalones empinados de aquellas casas antiguas que la arquitectura de los 70 aún no había echado abajo. Podría haber delegado aquel interrogatorio. Cox tenía razón. La puerta de la habitación 505 estaba cerrada por dentro y no habían encontrado ninguna señal que les hiciera sospechar la posibilidad de que se hubiera cometido un asesinato. Sólo una buena excusa podía empujarlo a subir a pie los cuatro pisos que lo separaban del apartamento en el que se alojaba la entrometida anciana que espiaba a sus vecinos por la noche, pero Franklin la tenía. Así que subió. Al llegar al piso de la señorita Tarckle, se tomó unos segundos para recuperar el aliento que, era consciente, había perdido en algún escalón entre el segundo y el tercer rellano. Cuando se disponía a pulsar el timbre, oyó que alguien lo llamaba desde el hueco de la escalera. Se asomó y vio a Arthur Crawford, un viejo compañero de la Academia que servía en Nueva York. ¿Qué hacía Crawford allí?
–Eh, Sam, te vi metido en el jaleo de ahí abajo.
Franklin notó que Crawford respiraba con normalidad cuando se acercó a él para abrazarlo. Si no estaba equivocado, tenían la misma edad, aunque su amigo se mantenía esbelto, mientras que Elsa no hacía más que moverle hacia la izquierda el botón del pantalón.
–¿Qué te trae por Washington, Archy?
–El congreso de inspectores.
–¿No has podido librarte?
–¿Tú sí?
Franklin relajó el gesto. Él tendría que bajar unos kilos para volver a estar en forma, pero a Crawford le quedaba mucho camino por recorrer si todavía no sabía cómo escaquearse de los congresos.
–¿No ves que estoy trabajando?
–¡Ya! –Crawford le guiñó un ojo–. Harías cualquier cosa por librarte de la convención anual de inspectores, hasta sacarte un crimen de un simple suicidio.
–¿Es que has estado husmeando?
–Me alojo en el Saint Mary. ¿Te importa si te echo una mano?
–¿Aburrido? –preguntó Franklin mientras pulsaba el timbre.
–A punto de saltar por la ventana.
–Eres un morboso. Anda, ven.
La criada los condujo hasta el saloncito donde la señorita Tarckle había aparcado su silla de ruedas. La anciana estaba tejiendo un jersey de colores vivos junto a la ventana desde la que Franklin imaginó que había sido testigo de los hechos. Tumbado a sus pies, un terrier los miró con el ceño fruncido y, frente a ella, una joven de pelo rojizo giró la cabeza y los estudió con detenimiento.
–¿Señoras? –Franklin se inclinó ligeramente y luego se volvió hacia la señorita Tarckle–. Buenos días, confío en que haya descansado y pueda atendernos unos minutos.
–Sí, gracias, inspector. He dormido muy bien. El láudano es un elixir maravilloso. ¿Lo ha probado alguna vez?
Franklin negó con la cabeza.
–Debería hacerlo. Unas gotitas y dormiría como un bebé. Estoy segura de que es algo que le agradecerían tanto su salud como su esposa. Pero permítanme presentarles a mi sobrina, Anne Starling, y, por favor, caballeros, siéntense.
Franklin saludó de nuevo con una inclinación de cabeza y luego tomó asiento junto a la anciana. Crawford permaneció de pie, detrás de la sobrina.
–Dígame –dijo sin preámbulos, y sacó su cuadernito de notas–, ¿qué es lo que vio anoche, señorita Tarckle?
–Ya se lo conté a esa telefonista incrédula que tienen en la comisaría, inspector, pero ¿sabe qué me dijo?
–Preferiría saber lo que usted le dijo a ella.
–Ah, eso. Creo que fui muy cauta –Franklin vio cómo la anciana inclinaba un poco la cara y le miraba por encima de las gafas–. No hablé de los huéspedes, ¿sabe?, ni dije nada de lo que había ocurrido la tarde antes. Comprenderá que no estaba segura de si la mujer que atendió mi llamada cuenta con su confianza, inspector, así que sólo le informé de que un hombre se había tirado por la ventana.
–Hizo bien, señorita Tarckle. Dígame, ¿lo vio saltar?
–No. Cuando me percaté de lo que ocurría ya estaba en el aire.
–¿Se fijó en si había alguien con él en la habitación?
–La luz estaba apagada, pero nadie entró ni salió de ella salvo el propio señor Payne.
–¿Conocía al difunto?
–No, pero mi sobrina se ha informado de su nombre.
Franklin miró a la pelirroja y vio que Crawford sonreía.
–¿Y cómo puede estar segura de que nadie entró ni salió si la habitación estaba a oscuras?
–Porque habría visto la luz del pasillo si alguien hubiera abierto la puerta.
–¿Es que estuvo mirando todo el rato?
–Eso es lo que hacen los fisgones, inspector, yo sólo tengo el tobillo roto.
El terrier se alzó y apoyó las pezuñas sobre la escayola. La anciana lo acarició.
–No te preocupes, Pipo, ya te he perdonado.
–Bien –Franklin cerró el cuaderno de notas y se levantó–, creo que ya tengo lo que necesitaba. Ha sido usted muy amable, señorita Tarckle.
–¿No va a preguntar nada más, inspector?
–No –el policía le sonrió–. Lo he anotado todo. Muchas gracias.
–¿Lo has anotado todo? –Crawford lo agarró por el brazo cuando la criada cerró la puerta tras ellos.
–Sí –Fraklin abrió la libretita y se la mostró–. No lo vio saltar, no había nadie en la habitación ni nadie entró o salió antes, durante ni después. Está claro como el agua: suicidio.
–Entonces tendremos que ir al congreso, Sam.
Franklin se detuvo antes de bajar el primer escalón.
–¿Es que quieres que dilate el caso, Archy? Por mí no habría problema, pero no tengo base suficiente para hacerlo.
–¿Ah, no? –Crawford le quitó el cuaderno y lo ojeó–. No veo que hayas anotado nada de lo que ocurrió la tarde antes.
–Es que no me lo ha contado.
–Porque tú no se lo has preguntado.
–Vamos, Archy, serán paparruchas de vieja.
–¿Paparruchas? ¿Como lo de que sepa que no duermes bien y que Elsa está molesta contigo por eso?
Franklin apartó la vista de su amigo durante un instante y la fijó en el suelo. No había pensado en eso.
–Y además está lo de su sobrina –añadió Crawford.
–¿Qué le pasa a la sobrina?
–Mejor te lo cuento luego porque, si lo hago ahora, puede que te tiente la idea de encerrarlas a las dos antes de que la anciana te diga lo que queremos saber.
Franklin meneó la cabeza y pulsó el timbre otra vez. El asunto parecía ir complicándose sin que él lo pretendiera. Al final, iba a tener motivos sobrados para no asistir al dichoso congreso. Se quitó el sombrero al entrar en el saloncito y vio que las dos mujeres cruzaban una mirada cómplice. Carraspeó incómodo. Ellas sabían que iba a volver y a él le desagradó saberse tan predecible.
–Buenos días otra vez, señoras. Señorita Tarckle…, ¿cómo es que sabe que duermo mal y que estoy casado?
–Ah, inspector, respecto a lo primero, las ojeras son demasiado evidentes para obviarlas y en cuanto a que esté casado… –la anciana señaló el dedo corazón de Franklin, en el que se dibujaba una línea blanca que lo circundaba–, ha debido de ganar peso últimamente. ¿Por eso se ha quitado la alianza?
Franklin volvió a sentarse junto a ella y sacó su cuadernito de notas.
–Empiece por el principio, señorita Tarckle, por favor.
Ella asintió, complacida.
–Anne, querida, ¿puedes ayudarme?
–Claro, tía.
La pelirroja tomó una hoja de papel y un lápiz, y se sentó también junto a la anciana. Franklin observó que Crawford volvía a situarse detrás de la joven.
–Bien –dijo mientras dibujaba la fachada del hotel y cada una de las ventanas que daban a la calle–, veamos: hay seis ventanas por piso. James y yo ocupamos la segunda habitación, contando desde la derecha, del segundo piso, que es la 202. De modo que las demás son… –Anne comenzó a numerarlas.
–¿Quién es James? –preguntó Franklin.
–Mi marido.
–¿Y no se alojan ustedes aquí, con su tía?
–Nos encantaría, pero James es alérgico a los perros.
Franklin asintió. Luego vio que Crawford ahogaba una carcajada. Le habría gustado preguntarle qué le hacía tanta gracia, pero la joven continuó hablando:
–El suicida…
–Presunto, querida, de momento presunto –interrumpió la anciana.
–Es verdad, tía –admitió ella–, el presunto suicida se arrojó desde la habitación 505 y se estrelló contra la pared del edificio entre las habitaciones 105 y 205. Esta mañana hablé con Mike…
–¿Quién es Mike? –Franklin levantó la vista del cuadernito de notas y la miró.
–Uno de los botones del hotel.
–Seguramente el más joven y asequible –Crawford habló por primera vez.
Franklin levantó la vista hacia Archy y luego la bajó hasta la señora Starling. Su amigo la observaba con atencion, pero la joven evitaba mirarlo. Aguardó unos segundos, pero ninguno de ellos habló. Entonces extendió las manos y las agitó impaciente.
–Bueno, ¿y qué pasó entonces? ¿Qué le dijo el tal Mike?
–Me contó que en la habitación 105 se aloja el matrimonio Goldsmith, un par de ancianos que estaban durmiendo cuando sucedió el hecho y que llamaron a la recepción para quejarse de los golpes que daban los vecinos.
–Ya, lo sabemos –dijo Franklin–. El golpe que oyeron fue el del suicida…
–Presunto –le interrumpió la señorita Tarckle.
–…el del presunto suicida estrellándose a unos centímetros de ellos –rectificó él.
–La habitación 205 la ocupa Donald Kent, un empresario del acero –añadió la pelirroja.
–Pero no estaba en ella cuando nuestro suicida circunstancial murió –señaló la señorita Tarckle–. Lo vi salir a media tarde, y aún no había vuelto al hotel cuando el señor Payne saltó. Apareció en mitad del jaleo, después de que la policía hubiera llegado.
Franklin vio que la joven sombreaba de negro la ventana que correspondía a la habitación 205 y la marcaba con una X.
–Supongo –continuó la anciana– que en aquel momento se arrepintió de no haberse excusado por su comportamiento cuando acusó al señor Payne de haber equivocado sus baúles.
–¿El señor Payne y el señor Kent tuvieron un altercado? –Franklin volvió a levantar la mirada y la fijó en la señorita Tarckle.
–En realidad fue el señor Kent quien provocó el alboroto. Atardecía y acababa de llegar un autobús de turistas procedentes del aeropuerto. Bajaron en estampida, como una manada de búfalos, y los pobres botones no daban abasto. La joven que se aloja en la…, déjame ver el boceto, querida. Sí, en la 101, también confundió su neceser con el de la señora de la 503. Por supuesto, la dama se enfadó, pero en su caso tenía razón. Aunque los maletines eran similares, el de la señora debía de valer cinco o seis veces más que el de la joven, que no manifestó la equivocación. Deberían ustedes prestar mayor atención a las costumbres de la juventud, inspector. La integridad y la honradez van desapareciendo con una celeridad que amedrenta. Hace unos días, sin ir más lejos…
–Mi tía me ha contado que la luz de la 401 se apagó minutos antes de que el señor Payne se arrojara por la ventana.
Franklin miró agradecido a la mujer.
–Bueno –dijo–, el huésped de la 401 podría simplemente haberse ido a dormir.
–Sí, podría, claro –apuntó la anciana–, sin embargo, la luz del pasillo iluminó brevemente la habitación cuando abrió la puerta.
–¡Salió!
La señorita Tarckle asintió sin apartar la vista del jersey que estaba tejiendo.
–Pero no creo que tenga nada que ver con el presunto suicida. Poco después se iluminó del mismo modo la habitación…, hummm, déjame ver tu diagrama, querida. Sí, exacto, la habitación 403. Es una bonita estancia. Muy femenina. Ideal para la joven exuberante que se aloja en ella.
Franklin sintió los ojos de la anciana clavándose en él por encima de las gafas.
–Entiendo –dijo, sin acabar de escribir la nota–. Entonces podemos excluir a estos dos huéspedes.
–Ajá, yo también lo creo aunque tal vez debería visitar al caballero de la 206. Dejó la luz encendida, pero, pese a que había echado los visillos, lo vi marcharse.
–¿Otra mujer exuberante?
–No creo. La suya se quedó en la habitación. Pero motivos no le habrían faltado. Estaba leyendo en la cama con la redecilla y los rulos puestos. Querida –la señorita Tarckle se volvió hacia Anne–, si quieres conservar a tu marido, nunca aparezcas de esa guisa ante él.
En esta ocasión, Crawford no pudo ahogar la carcajada y los tres se volvieron hacia el policía neoyorquino.
–Perdón –se excusó. Y se retiró unos pasos, hasta la ventana del saloncito, desde la que observó la fachada del hotel.
–Entonces, ¿dónde pudo ir? –preguntó Franklin, con la atención devuelta al dibujo.
–Imagino que al bar. Los vi reñir cuando su esposa descubrió la petaca que él tenía escondida en el bolsillo interior de la chaqueta. Él se enfureció muchísimo cuando ella tiró el líquido por lavabo.
–Es una buena suposición –dijo la pelirroja–, pero no podremos darla por válida hasta que no la compruebe. Preguntaré al barman. Mientras tanto, lo incluiré en la lista.
–Disculpe, señora Starling –Franklin presionó varias veces el botón del bolígrafo, cuya punta salió y se escondió al ritmo de un cliqueo nervioso que llamó la atención de todos–, ¿qué es lo que ha dicho que va a hacer?
–Luego se lo explico. Ahora avancemos, inspector. Tía, ¿crees que el huésped de la 206 tuvo tiempo para subir al quinto piso, empujar a Payne y bajar antes de ser descubierto?
–¿Además de noquearlo, atarlo por los pies, cargar con él hasta la ventana y arrojarlo por ella? –Crawford volvió a participar en la conversación.
La señorita Tarckle echó la hebra y luego enganchó el punto con una de las agujas.
–El inspector Crawford ha realizado una apreciación muy inteligente. Visto así parece difícil y, sin embargo, creo que tuvo tiempo para hacerlo.
Franklin tomó un nuevo apunte en la libreta y volvió a mirar a las mujeres.
–Bien, ¿qué más? –preguntó la joven.
–Bueno, querida, tú y James ya estabais durmiendo, a menos que…
–Dormíamos.
–Es una lástima. Hacéis una pareja encantadora.
–Lo sé, pero la noche anterior tuve un sueño en el que me era infiel.
–Así que anoche lo castigaste.
–Una infidelidad es siempre una infidelidad.
–Es obvio, querida.
Franklin miró a Crawford, que le hizo una seña para que lo dejara pasar.
–Pues él no lo entiende.
–Tendrá que hacerlo. Un marido debe comportarse honestamente incluso en los sueños de su esposa. Has tomado la decisión correcta, querida.
–Pero el sueño lo tuvo usted, señora Starling.
Franklin no pudo reprimirse. De reojo vio que Crawford se volvía hacia la ventana, meneando la cabeza.
–Y él quien mantuvo la relación ilícita. No lo olvide, inspector. Bien, sigamos. Tenemos también al inquilino de la habitación 304. Según mi tía, apagó la luz y se asomó a la ventana poco antes de que el presunto suicida saltara.
–¿Es relevante?
–Bueno –dijo la señorita Tarckle–, se inclinó tanto para mirar hacia arriba a la derecha, que por un momento pensé que se caería.
–¿Hacia la habitación 505?
La anciana asintió.
–¿Y esta vez también se iluminó la habitación con la luz del pasillo?
–No, esta vez no.
–Eso no significa que no saliera. –Anne se llevó el lápiz a los labios y lo hizo rodar por ellos–. La luz del pasillo tiene un temporizador y se apaga pasados unos minutos de haber sido encendida. Quizá el corredor estaba a oscuras. Lo investigaré también.
–Usted se va a quedar haciendo compañía a su tía, señora Starling. Nosotros investigaremos –dijo Franklin, señalándose a sí mismo y a Crawford–. Y vamos a empezar a hacerlo ahora mismo.
Los dos policías saludaron con una inclinación de cabeza y abandonaron el saloncito. Cuando oyó que la puerta se cerraba, la señorita Tarckle se volvió hacia Anne.
–Creo que ha sido una excelente idea haberle hecho pasar por mi sobrina, querida. Es posible que, de otra forma, el inspector Franklin no le hubiera permitido estar presente en la entrevista.
–En cuanto a ese punto, señorita Tarckle, estoy segura de que Arthur Crawford está aclarándole al inspector Franklin en este preciso instante que no existe ningún parentesco entre usted y yo.
–¿Es que se conocen?
–Algo así. Resolvimos un caso juntos en Nueva York hace algún tiempo.
–Oh, querida, qué emocionante. Tiene que contarme eso.
Anne se acercó a la ventana y echó un vistazo a la calle.
–Lo haré, señorita Tarckle, pero en otro momento. Ahora debería marcharme si quiero hablar con él antes de que me dé esquinazo. Luego la telefonearé.
–¿La mujer de un diplomático británico? –Franklin se detuvo en la acera y miró a Crawford–. ¿Y por qué se haría pasar por sobrina de una anciana loca la mujer de un diplomático?
–Probablemente para estar presente en tu entrevista con ella. Ha dicho que se alojaba aquí, en el Saint Mary, así que habrá oído que fue la señorita Tarckle quien dio la voz de alarma y se las habrá apañado para conocerla.
–¿Qué interés le mueve? ¿Y por qué castiga a su marido por serle infiel en un sueño que ha tenido ella? ¿Está zumbada?
–No. De hecho es muy inteligente. Pero no puede resistirse a un buen crimen.
–¿Por eso dijo que iba a investigar? Archy, espero que tu amiga no se meta donde no debe.
–No es mi amiga, pero sí es mucho esperar, Sam. Hablando del rey de Roma…
Franklin vio que la mujer cruzaba la calle en dirección a ellos.
–Quítamela de encima, Archy. No estoy para tomar el té con damas del Imperio.
–Créeme, en eso coincidís. Vete. Yo me hago cargo.
–¿Inspector? –Arthur Crawford se giró hacia ella cuando Franklin ya se había escabullido entre un grupo de agentes–. Ha sido una descortesía por su parte no saludarme ahí arriba.
–¿Por qué, señora Starling? Creí que se sentiría abochornada si la dejaba en evidencia ante mi colega.
–¿Por mi falso parentesco con la señorita Tarckle? Vamos, señor Crawford, seguro que ya se lo ha contado al inspector Franklin y él le ha encargado que se deshaga de mí. Circunstancia que nos beneficia, por cierto.
–¿A nosotros?
–Él no cree que la información que la señorita Tarckle le ha proporcionado sea de interés.
–¿Y usted sí?
–Ajá –ella movió la cabeza afirmativamente–, igual que usted.
–¡Ah, no!
–Escuche, inspector…
–No, no, no. Escúcheme usted a mí. Estamos en Washington, no en Nueva York, de modo que aquí no soy más que un simple ciudadano. Pero, además, aunque no lo fuera, tampoco la ayudaría. Con una vez tuve más que suficiente.
–¿De qué se lamenta, señor Crawford? Fue una experiencia emocionante y, además, gracias a mí resolvió el crimen.
–Le recuerdo que mi placa no vale en esta ciudad, señora Starling. No tengo acceso a la información policial.
–Pero su amigo, el inspector Franklin, sí.
–No le voy a liar en esto.
–Considérelo un instante, señor Crawford. Dígame, ¿qué le cuesta proporcionarme una pizca de información?
Él la miró con los ojos entrecerrados.
–¿Por qué últimamente tengo que encontrarla en mi camino cuando hay un cadáver de por medio?
–El Destino, sin duda. Pero debería hacerle esa pregunta a él y no a mí.
–¿Luego me dejará en paz?
Anne levantó la mano derecha e hizo el signo de los Boy Scouts.
–Prometido.
Luego se giró y caminó hasta la tetería que había junto al portal de la señorita Tarckle. Se sentó junto al ventanal y se aseguró de que él la veía. Desde allí tenía una excelente panorámica de la fachada del hotel, así que el inspector Crawford no podría solventar el recado con una breve comprobación. Al cabo de media hora lo vio cruzar la calle, de vuelta
–Nada –dijo, dejándose caer en una silla junto a ella.
–Es imposible.
–Lo han comprobado, señora Starling. No hay ninguna relación que vincule con Xavier Payne a ninguno de los dos huéspedes por los que ha preguntado.
Anne no reaccionó. Se había quedado absorta, observando la fachada del hotel.
–¿Me ha oído?
–Claro que le he oído, inspector –se levantó y se alisó la falda sin mirarlo–. Si me disculpa, tengo algo que hacer.
–¿Qué tiene que hacer? –él también se levantó y la siguió–. Señora Starling, ¿qué va a hacer?
Anne entró en una cabina telefónica.
–¿Es que me va a obligar a ponerme en contacto con su marido de nuevo?
–Inspector Crawford, ha sido un placer –hizo una pequeña inclinación con la cabeza y luego cerró la puerta tras ella.
Crawford no se movió. La vio hurgar en el bolso y luego volverse hacia él, y abrir la puerta de la cabina.
–Présteme unos centavos.
–¿Cómo?
–Vamos, vamos, señor Crawford, no lo ralentice todo. Dese prisa.
–¡Esto es el colmo! –el policía rebuscó en el bolsillo y le pasó unas monedas.
Crawford la oyó hablar con alguien, aunque no pudo descubrir con quién porque había cerrado la puerta de nuevo. Un minuto después salió de la cabina.
–¿A quién ha llamado y qué va a hacer? –La abordó.
–¿Aún sique aquí?
–Y no me iré hasta que no me cuente sus intenciones.
–No puedo.
–¿Por qué?
Ella se detuvo y lo miró de frente.
–Porque es ilegal. Y no pensará que le contaré a un policía los delitos que voy a cometer, ¿verdad? Ahora, si me disculpa…
Crawford la siguió hasta que alcanzaron la puerta del hotel.
–¡Señora Starling!
–Buenos días, inspector.
Mike Trump sintió que una gota de sudor le bajaba por la sien y caía sobre la hombrera del uniforme. El botones había utilizado la llave maestra para abrir la puerta de la habitación 505.
–Dese prisa, señora Starling, por favor. Si nos descubren, perderé mi empleo.
–No te preocupes, Mike, si eso ocurre, mi marido te encontrará otro. Yo tendría que perdonarle lo del sueño y, créeme, jovencito, eso sí que sería duro.
El chico la miró sin comprender mientras ella abría el armario y echaba un vistazo dentro.
–¿Estás seguro de que no se han llevado nada de aquí?
El muchacho asintió.
–Ven, ayúdame a sacar el baúl y la maleta.
Entre los dos colocaron el equipaje de Xavier Payne sobre la cama.
–Están vacíos, pero dentro del armario sólo hay un par de trajes colgados y, en los cajones, algunas mudas.
–¿Y qué tiene de extraño? –el botones echó una mirada rápida a la puerta de la habitación y luego se secó las manos en las perneras del uniforme.
–Que lleva la ropa justa para llenar la maleta pequeña –dijo–. Payne era mago. Se supone que aquí –señaló el baúl– guardaba los cachivaches de su oficio, ¿pero dónde están?
Mike se encogió de hombros.
–Quizá los llevó al local donde pensaba actuar. ¿Podemos irnos ya, señora Starling?
–Sí, ayúdame a ponerlo todo como estaba y luego bajaremos a la habitación 205.
–¿Para qué? –el chico se detuvo y la miró con los ojos muy abiertos, como si ella encarnara el principio y origen de todos los problemas que veía venírsele encima–. ¡El tipo se tiró desde aquí!
–No pierdas el tiempo charlando, Mike, o nos sorprenderán.
El joven obedeció en silencio y se aseguró de dejar todo tal y como lo habían encontrado antes de abrir la puerta y cederle el paso.
–Acabo de sorprenderla, señora Starling, y a ti también, jovencito. –Crawford estaba apoyado en la pared del pasillo, frente a la habitación 505.
–¿Qué hace aquí, inspector?
–Seguirla, ¿no lo ha notado?
–¿Inspector? –el botones tragó saliva.
–No te preocupes, Mike. Su placa no vale en Washington.
–Pero sí mi responsabilidad cívica para denunciar un delito del que soy testigo.
–Algo que no va a hacer. Si nos disculpa –Anne lo apartó con el brazo–, tenemos un asunto importante del que ocuparnos.
Crawford la siguió hasta el ascensor y se coló tras ella y el botones.
–Se equivoca, señora Starling. No hay ningún asunto del que deba ocuparse. Acaba de violar un precinto policial y ahora pretende que el chico le dé acceso a la habitación de un huésped sin su conocimiento. ¿Es que no es consciente de las consecuencias que pueden acarrearle sus actos?
–Si es usted tan tiquismiquis, inspector, ¿por qué no se va y deja que me comporte como una irresponsable?
–Su marido no me lo perdonaría. ¡Trae! –Crawford arrancó de la mano del botones la llave maestra y la metió en la cerradura de la habitación 205–. Te la devolveré luego. Ahora vuela.
Las cortinas estaban echadas y Anne las descorrió.
–¿Es que quiere que nos vea todo el edificio de enfrente?
–No, señor Crawford. Quiero ver lo que la señorita Tarckle tiene que decirme.
El policía miró hacia arriba y descubrió el rostro de la solterona asomando por encima del alfeizar de la ventana de su saloncito.
–Así que fue ella la persona a la que llamó desde la cabina.
Anne mientras abría las puertas del armario empotrado y estudiaba su interior.
–Necesitaba un guardaespaldas.
–¿Y la señorita Tarckle es lo mejor que ha encontrado?
–Es más que suficiente. Mostrará un pañuelo blanco en su ventana si todo va bien, y rojo si el señor Kent llega de improviso.
–Ya. ¿Sabe?, lo que necesita son unos buenos azotes.
Ella se volvió hacia él.
–No imaginaba que tuviera fantasías conmigo, señor Crawford.
–No me refería a eso, y lo sabe.
–El color de su cara dice lo contrario.
–Oh, por Dios, haga lo que sea que ha venido a hacer y vayámonos cuanto antes. Siempre me mete usted en líos.
–En esta ocasión se ha metido usted solito. Mire –Anne señaló el interior del armario.
–¿Qué tiene de interesante?
–Que sólo hay una maleta.
Él entrecerró los ojos y ladeó la cabeza.
–Pero la señorita Tarckle dijo… ¿Qué pasa? –Crawford vio que Anne no le estaba prestando atención– ¿Señora Starling? –Siguió la dirección de su mirada hasta el edificio de enfrente, desde donde la señorita Tarckle agitaba nerviosa un paño carmesí. Entonces, la llave sonó en la cerradura de la puerta.
–Vamos, cierre el armario y métase bajo la cama –le apremió ella.
–No voy a meterme en ningún sitio, señora Starling. Soy policía.
–¿En Washington? –ella meneó la cabeza y tiró de él hacia el suelo.
Cuando Donald Kent entró, Crawford ahogó un gemido al clavarse el somier en la rodilla.
–¡No puedo creerlo! Ha vuelto a hacerlo, señora Starling –susurró–. Acabaré por perder mi placa.
–Si sigue hablando, seguro que sí.
Entre los flecos de la colcha, vieron cómo Kent se acercaba. Luego sintieron que el colchón se hundía y Crawford tuvo que girar la cabeza para que el somier no le aplastara la nariz.
–Le juro que esta no se la perdono.
Anne Starling le tapó la boca con la mano.
–¡Oh!
–¿Qué?
–Mi anillo de prometida.
Crawford vio que el brillante se había enganchado en el somier. Entonces, Kent se levantó y fue al baño.
–Vamos –Crawford se arrastró por la moqueta y salió de debajo de la cama.
–¡Espere!, he de encontrar el brillante.
Ahora fue él quien tiró de ella.
–Vamos, vamos.
La puerta de la habitación se cerró cuando Donald Kent salía del baño y descubría a una anciana que aspiraba grandes bocanadas de aire desde una ventana, en el edificio de enfrente.
Cinco minutos después, en el bar del hotel y agarrado a un martini, Crawford también respiraba con dificultad.
–¿Se ha calmado ya?
Él la miró enfadado.
–¿Cómo puede usted estar tan serena, después de lo que ha ocurrido?
–Precisamente porque no ha sucedido.
–La vida es dura conmigo –dijo él, y apuró el martini de un trago.
–¿Porque nos une para resolver crímenes, señor Crawford?
–Porque me pone en situaciones extremas cada vez que me tropiezo con usted, señora Starling.
–No me gusta esa actitud suya, inspector. Es agotador oírle lamentarse a todas horas. –Él volvió a mirarla, pero ella siguió hablando–. Saque su placa y vaya a arrestar a Kent.
–Desde que nos hemos visto no ha parado de recordarme que mi placa no tiene validez en Washington, señora Starling, ¿y ahora quiere que arreste a un hombre sin motivo alguno y fuera de mi jurisdicción?
–¿Cómo que sin motivo? Donald Kent es el asesino intelectual de Xavier Payne.
–¿Ah, sí? ¿Puede demostrarlo?
–Por supuesto.
Crawford pidió otro martini. Luego se volvió hacia ella y le dijo:
–La escucho.
–¿No se ha dado cuenta? La señorita Tarckle dijo que Donald Kent se enfureció con Xavier Payne cuando confundió sus baúles, pero Kent no tiene ningún baúl en su armario.
–¿Adónde quiere llegar?
–A que Payne no se había equivocado con su equipaje. Fue Kent quien le dio el cambiazo e hizo que Payne llevara a su habitación un baúl que no era el suyo y en el que estaba escondido el asesino.
Crawford dio un largo sorbo a su bebida y observó a Anne por encima del borde de vaso. De nuevo lo estaba haciendo. Otra vez estaba resolviendo un crimen delante de sus narices.
–Siga –dijo.
–El hombre escondido en el baúl sólo tuvo que esperar a que cayese la noche. No fue mucho tiempo. Recuerde que la señorita Tarckle dijo que el autobús con turistas que llegó del aeropuerto lo hizo al atardecer. Imagine la sorpresa de Payne cuando vio a un tipo salir de su equipaje.
–Lo pilló desprevenido y por eso no le costó reducirlo. ¿Pero cómo salió de allí? La habitación de Payne estaba cerrada por dentro.
–Oh, eso –Anne sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió–. El asesino sólo tuvo que deslizarse por la cuerda a la que estaba atado el propio Payne, colarse en la habitación 205, cuya ventana Kent había dejado abierta, y esconderse allí hasta que el lío pasara. Después, se marchó con el baúl de Payne, que estaba en la habitación de Kent.
–Tiene sentido –admitió Crawford.
–No sólo sentido, inspector. También tiene el cómo y el quién. Le toca descubrir el porqué.
Arthur Crawford se puso en pie.
–Llamaré a Sam.
Anne asintió en silencio. En sus labios, apretados, contuvo una sonrisa que Crawford aceptó con deportividad.
–¿Saludará a su marido de mi parte, señora Starling?
–No, señor Crawford, creo que es mejor que no sepa de nuestro nuevo encuentro.
–De su nueva locura, querrá decir.
–Tal vez podamos obviar calificar el asunto, inspector.
–Sí, tal vez sea mejor obviarlo… –Crawford le tendió la mano y ella la tomó con suavidad, pero con firmeza– y quizá también debamos olvidarnos de algún que otro allanamiento. Al menos perdónelo.
–¿Por lo del sueño?
Él asintió.
–Oh, señor Crawford, ¿ve?, es esa camaradería masculina la que nos obliga a ser tan severas con nuestros maridos.
–Si me lo permite, señora Starling, el suyo es un santo.
Ella sonrió.
–Pero me gustaría saber cómo va a explicarle lo del anillo.
–¡Oh, Dios mío! –Anne se llevó la mano a los labios–, lo había olvidado. Suba conmigo, señor Crawford. He de recuperar el brillante.
–Me temo que no, señora Starling. Por si lo ha olvidado, tengo que avisar a Sam para que arreste a un asesino.
–Es una revancha muy poco caballerosa, inspector.
–Pero es la que se merece.
–¿Lo ve? De nuevo esa enojosa fraternidad masculina. Se va a sentir decepcionado, señor Crawford, pero James no vuelve hasta la noche, así que tengo tiempo para idear algo. En cuanto a nosotros –Anne dio un paso hacia él y le arregló el nudo de la corbata, que apretó más de lo necesario sin disimulo–, ajustaremos cuentas la próxima vez.
© Ana Bolox. Junio 2023. Todos los derechos reservados.