Ojalá mi corazón fuese de piedra – Capítulo 16 – (Ángel Calvo Pose)

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Por alguna razón que barrunta en su cabeza el sótano de la casa le parece un valioso descubrimiento. Frío, húmedo, oscuro, dominado por la roca en torno a la que se habían edificado los cimientos. Por su idoneidad para guardar la mercancía que va bajando de la finca, o seguramente porque le resulta familiar, le recuerda al desván del piso donde se había criado en la calle Humilladero de Madrid: otra madriguera donde desplazarse a gatas desde que alcanzase prácticamente la misma estatura de ahora, en las postrimerías de su lejana adolescencia.

Al desván se subía, casi se trepaba, a partir de unas empinadas escaleras de altísimos peldaños que nacían en un portal lúgubre custodiado por los ojillos de roedor de la portera. Allí evitaba cualquier contacto con su padre. Porque bastante le costaba a Gerardo alcanzar la tercera planta del hogar familiar (sobre todo de noche, empantanado en alcohol), como para plantearse escalar tres pisos más. Y la realidad era que ni su padre ni su madre se esforzaban por encontrarse con él, ni por buscarlo.

Encontró, en una de sus subidas, un viejo cincel tirado en las escaleras. Supuso que pertenecía al carpintero del quinto. Le gustó su gastado mango de madera, su dureza oxidada, su tamaño, y se lo guardó en uno de los bolsillos del abrigo. Con el tiempo se arrepintió de no haber traído un trozo de madera del pueblo, una corteza de pino, lo que fuese, para entretenerse tallando cualquier cosa; tuvo que conformarse con rayar las puertas de los trasteros, muescas sin sentido, semejantes (si acaso) a las señales de un preso que cuenta los días en su celda.

Ya no necesita la madera, aunque tiene toda la que podría desear. Vuelve a agacharse, a arrastrarse, tanteando en la conocida oscuridad. El viejo le ha dicho que una vez cultivó champiñones en ese sótano. Se apoya en la roca helada y cierra los ojos como los cerraba hasta quedarse dormido en el desván de Madrid. Piensa en sus idas y venidas, en sus correrías, casi siempre nocturnas, por la ciudad. Tira sin demasiadas ganas del hilo de la memoria. Recuerda aquel viejo y gastado cincel. Se pregunta si es posible llegar a sentir cariño por un objeto. Lamentarse por haber tenido que deshacerse de él, arrojarlo, manchado con la sangre de su padre, al río Manzanares, tanto tiempo atrás.

© Ángel Calvo Pose

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Madrid 1969. Publicó su primer poema en 1993, un alegato en contra del servicio militar obligatorio para celebrar su condición de insumiso. A partir de entonces colaboró y publicó relatos y poemas en diversas revistas literarias. Estudió Filología inglesa y Psicología en la Universidad Complutense de Madrid. Residió en Madrid, La Habana y Alicante, se dedicó a escribir guiones cinematográficos. Actualmente reside en Galicia, en una aldea al norte de Lugo, con vistas (si no hay niebla) al Cantábrico.

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