Si Genaro Benavides hubiera estado dotado para la ironía, habría considerado como tal la responsabilidad de Pacheco en la demora de su estancia en el pueblo después de tanto quejarse del tiempo que se veían obligados a permanecer en él.
Pero no lo estaba; y además le perturbaban las pesadillas de las últimas noches. La sombra que cegaba el claro de luna de aquel cielo estrellado e infinito. Porque había cambiado el tiempo repentina y sorprendentemente. Este es un pueblo de locos, lo justificaba su sargento. Un sitio desquiciado, así, articulando lentamente cada palabra como si se espantase él mismo no ya del sonido sino del significado de su razonamiento expresado en voz alta. Luego sacudía la cabeza y retomaba su discurso habitual.
—Las instrucciones eran muy claras: no separarse del grupo. Porque era peligroso, porque seguro que hasta las cabras montesas se despeñan alguna vez montaña abajo. Pero ese idiota tenía que ir por libre. Tenía que hacer la guerra por su cuenta.
—Sí, mi sargento —respondía Benavides.
Entonces el sargento reparaba en su presencia y le miraba con extrañeza, como si lo viese por primera vez. Volvía a negar con el gesto y preguntaba.
—¿Tú de dónde eres, Benavides?
—De Villarroquel, mi sargento.
—¿Y dónde coño está eso?
—En León, mi sargento.
Pero el sargento olvidaba al instante la respuesta antes de volver con el monólogo. Morir así, cayendo al vacío, destrozándose contra esos pedruscos. Con lo fácil que era: todos juntos. Hasta para un cabeza hueca como él.
En las pesadillas de Benavides la dueña de la casa donde dormía hablaba por lo bajo con alguien que tenía una voz extraña. Su seguridad de que se trabataba de pesadillas venía del hecho de que cuando despertaba, sudoroso, el silencio era absoluto. Y la amenaza silenciosa de la sombra negándole la luz deslizándose entre las tinieblas, la bruma, la nieve. El eco escalofriante del grito de Pacheco. La angustia de Benavides, paralizado. Los restos de cadáveres. Las rocas monumentales. Los caminos que subían y bajaban. La carretera que les alejaba de la montaña. La huída camino de Madrid.
—Menos mal que nos vamos de este infierno. Que no espere nadie volver a verme por aquí.
—Sí, mi sargento —murmuraba, desde lo más hondo de su alma, Benavides.
Ángel Calvo Pose