Diseño y domesticación
Vivimos rodeados de objetos. Nos despertamos al sonido de un despertador, deslizamos el dedo por una pantalla, nos sentamos en una silla, encendemos una cafetera. Nada de esto es casual. En la invisibilidad de lo cotidiano se esconde una arquitectura de decisiones que condicionan nuestros movimientos, nuestros hábitos, incluso nuestras elecciones morales. Diseñamos objetos, sí, pero los objetos también nos diseñan a nosotros.
Este cruce entre el diseño y el comportamiento ha sido estudiado desde múltiples perspectivas —la sociología de los objetos, la filosofía de la técnica, el diseño industrial— pero pocas veces se aborda desde una perspectiva que subraye su dimensión simbólica y política. ¿Qué quiere un objeto de nosotros? ¿Cómo nos conduce a actuar de una forma y no de otra? ¿Hasta qué punto somos dueños de nuestras elecciones cuando la materialidad que nos rodea ya viene cargada de intenciones?
La domesticación de los objetos, en su sentido histórico, remite al proceso por el cual el ser humano ha ido adaptando el entorno a sus necesidades. Sin embargo, en los últimos siglos este proceso ha girado: ahora son los objetos los que nos domestican a nosotros. Michel Foucault hablaba de tecnologías del yo para referirse a los mecanismos mediante los cuales los individuos se autogobiernan en función de normas y saberes. En el mundo material, esa autogestión está mediada por el diseño.
Un ejemplo paradigmático lo ofrecen los bancos públicos divididos por reposabrazos intermedios. Lo que aparenta ser una elección estética o ergonómica es, en realidad, una intervención moral y política: se evita que alguien pueda tumbarse a dormir en ellos. Esta forma de diseño, que el teórico de la arquitectura Jeremy Till ha definido como hostil, no se limita a espacios urbanos; invade oficinas, viviendas, dispositivos electrónicos.
El diseño hostil no siempre es explícito. A veces opera mediante lo que Bruno Latour denominó delegación. Los objetos asumen funciones que antes eran humanas: una puerta con cierre automático “decide” cerrarse sin que nadie deba recordarlo; una impresora que se niega a funcionar si no está conectada a una red ejerce un control sobre el uso del aparato; un software que impide copiar y pegar determinados contenidos establece una frontera sobre el conocimiento. En todos estos casos, el objeto actúa como un mediador que transforma la relación entre el sujeto y su entorno.
Los diseñadores —industriales, gráficos, de interacción— escriben guiones. No en el sentido literario, sino como configuraciones de uso. Donald Norman, en su clásico The design of everyday things, lo explica con claridad: un buen diseño anticipa la conducta del usuario, le sugiere la acción “correcta”, reduce el margen de error. Pero esa corrección no es neutra.
El filósofo Peter-Paul Verbeek, siguiendo la estela de Latour y de Ihde, sostiene que los objetos tienen una intencionalidad delegada. Es decir, no son neutros, sino que median y transforman nuestras acciones. El cinturón de seguridad, por ejemplo, nos obliga a incorporarlo para que el coche funcione sin emitir señales molestas. La arquitectura de aplicaciones digitales nos empuja a mantenernos conectados, a aceptar cookies, a consumir contenidos de forma compulsiva. No se trata solo de que algo sea más o menos fácil de usar, sino de que nos lleva a actuar dentro de un marco determinado.
La pregunta que se impone es: ¿quién escribe esos guiones? ¿Quién decide qué comportamientos se facilitan y cuáles se dificultan? La ergonomía, la estética, la economía de mercado, la seguridad, incluso la moralidad, convergen en cada uno de esos gestos codificados. Lo importante no es solo lo que los objetos nos permiten hacer, sino lo que nos impiden.
En el ámbito de las tecnologías digitales, la obediencia alcanza nuevas cotas. Los sistemas operativos, las redes sociales, las plataformas de contenido están diseñadas con una lógica de interacción que persigue un objetivo muy concreto: maximizar la atención, captar datos, orientar decisiones. El diseño no es aquí un envoltorio funcional, sino una herramienta estratégica de control.
Tristan Harris, exdiseñador ético de Google y fundador del Center for Humane Technology, ha denunciado cómo los mecanismos de design persuasivo transforman la experiencia de los usuarios en un proceso dirigido. Desde la disposición de los colores y botones hasta las notificaciones constantes, todo está concebido para generar un hábito, una repetición, una respuesta condicionada. Nos creemos libres cuando deslizamos el dedo por la pantalla, pero en realidad seguimos un rastro que ha sido cuidadosamente trazado.
La metáfora más adecuada quizás sea la de la jaula de seda: un espacio confortable, personalizado, aparentemente autónomo, que sin embargo limita nuestras opciones reales. Es el triunfo de la domesticación suave, que no se impone por la fuerza, sino por la conveniencia.
Uno de los mecanismos más eficaces del diseño para condicionar comportamientos es la estética. La belleza, la limpieza visual, la simplicidad formal, no son atributos neutros. Establecen un marco de credibilidad y de deseo. Un objeto bien diseñado es más fácil de aceptar, más persuasivo. Como decía Roland Barthes, “el objeto publicitario no se vende solo por su función, sino por su significación”.
Tomemos, por ejemplo, el diseño de los asistentes de voz o las inteligencias artificiales domésticas. Se eligen formas suaves, colores neutros, voces amables. La intención es clara: generar confianza, disolver la sensación de intrusión. Pero el objeto sigue escuchando, sigue recogiendo datos, sigue condicionando. La estética actúa como velo, como estrategia de ocultamiento.
Del mismo modo, el auge del diseño escandinavo y minimalista —blanco, funcional, pulido— no es solo una cuestión de gusto. Impone un estilo de vida, una ideología de orden y limpieza, una estética del control. Nos conduce a reorganizar nuestros espacios, a deshacernos de lo que sobra, a consumir de una forma que parezca sostenible. La domesticación estética va de la mano de la moralización del consumo.
Frente a esta lógica de obediencia, se han abierto en los últimos años formas de resistencia material. Desde el movimiento do it yourself hasta la cultura hacker, pasando por el diseño abierto y las prácticas de reapropiación (como el jailbreaking de dispositivos o el modding de objetos), se busca recuperar el control sobre los artefactos.
También en el arte contemporáneo hay ejemplos de esta crítica. La obra de artistas como Martí Guixé o el colectivo Basurama cuestiona los modos de producción y uso de los objetos, proponiendo lecturas alternativas, usos desviados, resignificaciones. Se trata, en última instancia, de desobedecer a los objetos para poder reconfigurar las relaciones que mantenemos con ellos.
La pedagogía del diseño empieza a incorporar estas cuestiones, aunque aún de forma incipiente. Algunos programas formativos incluyen ya la ética del diseño como asignatura obligatoria, conscientes de que cada elección formal implica una posición política. Los objetos no son solo herramientas: son narraciones materiales, discursos sedimentados en la forma.
Si los objetos nos condicionan, la libertad no está en prescindir de ellos —algo imposible en una sociedad técnica— sino en aprender a leerlos, a interpretarlos, a sospechar de su aparente neutralidad. Es necesario alfabetizarse en la lógica del diseño, comprender cómo se escriben los guiones del uso y dónde se ocultan las decisiones de poder.
La obediencia de los objetos no es total ni irreversible. Siempre queda un margen para la desviación, para el uso imprevisto, para la apropiación creativa. Pero ese margen solo puede ampliarse si dejamos de ser usuarios pasivos y nos convertimos en lectores críticos del mundo material.
Habitar los objetos no es solo convivir con ellos, sino pensar con ellos, resistir desde ellos, abrir espacios de posibilidad allí donde antes solo había automatismos. Porque, al fin y al cabo, la cultura también se escribe en la forma de una silla, en la curva de una cuchara, en el silencio de un botón que no podemos pulsar.
© Valentín Castro.Todos los derechos reservados.