Tenía treinta y cuatro años menos que yo, pero eso a ella no pareció importarle. Días después me dije: no podría soportar que esto no hubiese sucedido. Y también: pero podría igualmente no haber sucedido y ahora sería el mismo estúpido feliz que era antes de sentirme tan pleno, tan al borde del precipicio de la aventura. La aventura.
Por delante, una semana. Poco tiempo. Nada más que lo que dura el resplandor de un rayo en la noche comparado con su belleza, que era inmensa. Las cosas importantes en la vida te golpean así, sin que te las esperes. Se vienen a fundir arcanos espaciotemporales, siempre casuales, ininteligibles, que el destino, si es que existe, se empeña en presentar en un instante que es, pero que podría no haber sido por cuestión de segundos. Las cuerdas del tiempo se empecinan en concatenarse para fundir los instantes en uno solo, propio, fugaz, en el que cabe una sonrisa y una mirada distinta que uno también ha experimentado en connivencia con otro.
El apartamento que alquilé no tenía lavadora, pero el arrendador, un griego más interesado por los 300 euros que le pagaba al mes, que por mis problemas económicos, me aseguró que podría usar la del piso de arriba, de dos habitaciones que aún no tenía inquilinos en aquél momento.
—Si alquilo el piso yo avisaré de que usted tiene derecho a la lavadora —dijo adelantándose a la pregunta que le iba a hacer y ofreciéndome una copia de la llave del estudio y otra del piso de arriba. Pero no cumplió su palabra, como está estipulado que los caseros no cumplan su palabra.
Con ese conocimiento, cada viernes, día de mi colada, cogí la costumbre de llamar a la puerta del piso de la lavadora antes de meter la llave, para evitar sorpresas. Y así fue durante dos meses menos dos semanas. Al cabo de ese tiempo descubrí que sobre la lavadora reposaban unas bragas usadas de niña joven, aunque ella no estaba en la casa. Al principio no les hice mucho caso y las aparté con cierto asco. Pero confieso que me las quedé mirando con perversa curiosidad. El bajo vientre me dio un vuelco y no tuve dudas. Las agarré y olisqueé con vehemencia su aroma, por si hacían vibrar mis feromonas. Terminé masturbándome sentado en el borde de la bañera con aquellos aromas a chochito joven pegados a la nariz.
A la semana siguiente no había nadie en el apartamento cuando subí con mi ropa sucia, pero sí cuando volví dos horas más tarde para recogerla ya limpia.
—¿Quién es usted?, preguntó viéndome con el barreño de plástico a la puerta. Yo no debía ofrecer el mejor aspecto posible, pero estaba dispuesto a hacer valer mis derechos.
—Esto, eh, ummm, soy tu vecino de abajo. Tengo que recoger la ropa que he puesto a lavar en tu lavadora hace un par de horas. ¿No te ha dicho nada el propietario?
—No.
—Verás, alquilé el apartamento de abajo con la condición de poder usar…
—Vale, vale, pase —dijo para ahorrarse el tener que soportar mis torpes argumentos.
Cuando pasé al cuarto de baño mi memoria olfativa se puso a trabajar como loca y el estómago volvió a darme un vuelco. Fui sacando toda mi ropa escurrida de la lavadora y metiéndola en el barreño con un pensamiento impuro en la cabeza.
Cuando salí, ella sujetaba en la cocina una taza de café con las dos manos. Le di las gracias sin ningún énfasis. Balbució su nombre, pero lo olvidé al instante. Parecía tener ganas de cháchara. Fue entonces cuando supe que algo iba a ocurrir.
—¿Desde cuándo vive usted en Atenas? Sólo llevo una semana aquí. ¿Qué tal es? ¿Podría darme algún consejo? Creo que esta no es una ciudad cómoda.
—Tres meses. Pero me voy dentro de una semana —respondí apretando el barreño con la ropa recién lavada contra mi pecho, a modo de defensa—. Tienes que cuidarte mucho, especialmente en el Metro. Hay muchos robos cuando los descuideros perciben a un extranjero. Sobre todo, cuando van cargados con bolsos y maletas, ya sabes.
—Vaya, qué pena. Me encantaría que usted me enseñase algo de la ciudad en esta semana. ¿Quién mejor que usted, que es mi vecino con derecho a lavadora?
—Eh, Ummm…, —volví a balbucir, porque su voz era tan joven como ella, de terciopelo aniñado con acento balcánico del inglés, si es que existe ese terciopelo, y eso aún hace temblar las piernas incluso a un tipo tan pasado de vueltas como yo.
—¿Eso es que sí?
—Claro.
—¿Quiere tomar un café?
—Antes tengo que… —indiqué con la vista el barreño con mi ropa recién lavada.
—No se preocupe —contestó quitándomelo de las manos y colocándolo en el suelo de la cocina— Ahora mismo preparo el café— añadió dándose la vuelta. Pero no la dejé. La tomé por los hombros, la giré con suavidad y la besé sin más preámbulos. Esperé el bofetón de justicia. Pero acabamos con los últimos espasmos en el suelo de la cocina, junto al barreño de la ropa, después de que me hubiese ceñido la cintura con sus muslos, aupada sobre la encimera, donde la penetré con una pasión que hacía años había perdido. Tanta, que sentí miedo.
El devenir de los acontecimientos es caprichoso, pensé mientras me subía los pantalones. Confieso que lo que me movió a ese estúpido pensamiento fue el hecho de que aquella mujer era casi una niña aún. También un modo de justificar aquél último cartucho que me ofrecía la puta vida.
—¿Cómo se llama?
—Adiós— contesté. Me subí la cremallera del pantalón, recogí el barreño con la ropa y bajé a tenderla a mi pequeño apartamento.
Poco después escuché su taconeo arriba y la escuché canturreando una canción de su tierra. Me la volvió a poner dura. Lo asumí con toda la calma que me podía permitir a mis cincuenta y cinco. Me asomé al patio trasero del estudio. Desprendía un hedor a meados de gato y a tierra recién removida de cementerio. Lo cerraba a media altura un muro de ladrillos desgastados y comidos de jaramagos que le confería un halo de romanticismo trasnochado. Me imaginé amores imposibles de la época en que el muro estaba recién construido y el patio con su jardincillo estaba cuidado, si es que alguna vez estuvo cuidado, lo que era difícil de imaginar tal como se veía ahora. Un poco así estaba mi vida, pero eso no me disgustaba. Y pensé que la vida era una jodida alcahueta que volvía a jugar conmigo cuando yo ya pensaba que lo tenía todo bajo control.
La capital griega es una ciudad dura, oxidada, húmeda, gris, con pavimentos rotos y sucios, de aceras desconchadas repletas de cagadas de palomas y de oscuros chicles pisoteados desde los setenta. Pero mi devenir allí había tenido algunos matices interesantes en los últimos tres meses. Casi recién llegado, me había peleado con un fulano al que pillé robándome la cartera en el Metro y que terminó llamándome español de mierda mientras me dejaba sentado con un ojo morado en el suelo del vagón. Y sin pasaporte. También había discutido con un cliente que llegó borracho una noche a las cinco de la madrugada al hotelucho en que yo trabajaba como portero de noche. Si el tipo hubiese sido un poco discreto no le habría obligado a que la puta que lo llevó, la “Zri Finge”, pagase el peaje de la habitación, cosa que pasaba por alto siempre, pero era un borracho chulo. También me dejó tumbado detrás del mostrador de recepción y el tema se solucionó con la policía ateniense metiendo sus zarpas en el hotel haciendo preguntas comprometidas y pidiendo pasaportes y carnés de identidad a todo dios, cosa que no me gustó nada, porque sabía que los chulos de la zona de Larissa me la iban a hacer pagar tarde o temprano.
Algunas veces me emborrachaba con tsipuro en garitos del barrio de Psiri en los que algunos cantantes desgranaban notas arrastradas de rebético. De uno de ellos me pusieron de patitas en la calle a las cinco de la mañana con una buena curda. A las seis me había recogido de la acera otro borracho que debía tener un poco de lo que llaman caridad cristiana y que tuvo a bien no robarme los únicos veinte euros que llevaba encima. Me arrastró hasta una placita en donde se ubicaba el banco en donde él solía dormir y me trajo de un café cercano un café espeso de los que levantan a un muerto. Me quedé adormilado y agradecido y cuando abrí los ojos, el tipo había desaparecido. Por otra parte, en esos tres meses de mi estancia en Atenas me había hecho más pajas que en toda mi vida, soñando con amores a los que no me apetecía conquistar.
Cuando a los dos días volví al apartamento me sorprendió verla ahí, plantada a mi puerta. Me había hecho a la idea de que no nos volveríamos a encontrar. De hecho, subía a poner y recoger mi colada después de haber estudiado las horas en que ella se ausentaba.
—Quiero que me lleve a lugares secretos —dijo.
La dulzura de su expresión y su voz infantil me anestesiaron. La muy jodida.
—Pasa —reaccioné justo a tiempo de que no se diese cuenta de mi azoramiento.
—Su estudio me gusta más que mi piso.
—Pero el tuyo tiene lavadora.
Se río de un modo limpio que no encajaba con mi estado mental cínico. Pasé al interior y me acurruqué sobre el camastro de mi estudio como un feto a punto de nacer. Encendí un cigarrillo y me la quedé mirando con detenimiento a través de las volutas de humo azul. Era muy bonita. Ummm. Con esa falda más, si cabe.
—Sitios secretos de Atenas. Lugares a donde no vayan los turistas. He visto que hay muchos turistas a todas horas en todas partes.
—Y sitios en donde no. Y te llevaré a cenar bacalao frito en alguno de sus locales.
—¡Sí, por favor! —mostró su auténtica alegría adolescente.
—Acércate.
Se sentó a mi lado en la cama. Temblaba. Alcé la mano y le acaricié la nuca con las yemas de los dedos. Gimió, pero no venció la mirada; la mantuvo firme, serena, escrutando la mía. Deslicé la mano hacia su camisa y la fui desabrochando botoncito a botoncito. No había nada que decir. Acaricié sus pechos. Eran como gorriones tímidos calentitos. Después la besé y metí la otra mano debajo de su falda. Tenía las bragas mojadas. Me folló sin piedad.
—Creo que usted esconde un gran dolor —dijo cuando acabamos.
Los días de aquella semana se fueron consumiendo uno tras otro como un ciquitraque. Me largué del hotel cuatro días antes del final de mi contrato. La llevé a lugares ocultos del barrio de Anafiótica, a cafés de Plaka, a comer ese bacalao frito a un restaurantito escondido fuera de los circuitos habituales y a algunos antros que conocía en El Pireo. Y, cada noche, acabábamos en To Mystikós, mi local de referencia en Psiri, hasta la madrugada. Después hacíamos el amor con las primeras luces del alba entrando desde el patio amurallado de mi apartamento.
El mismo día de mi vuelta a España, mientras hacía mi equipaje, confesó que me amaba.
—¡Dígame su nombre, dígame a qué se dedica! suplicó con vehemencia.
No le respondí.
Cuando sacó la pistola no me impresionó demasiado. Hasta con los papeles perdidos estaba bonita.
El País/Agencias/6/2012
Muerte de novela negra en Atenas
El conocido escritor español Alberto Moravista, fue encontrado muerto ayer en un apartamento de Atenas con un disparo en el corazón. Moravista se había trasladado a la capital helena hace tres meses para documentarse en la que hubiese sido su décima novela de tinte negro. Para ello aceptó un trabajo en la recepción de un hotel de mala nota en la zona de Larissa, un barrio obrero y de inmigración de la capital griega. Como consecuencia de estos hechos ha sido detenida una joven estudiante albanesa de 21 años de cuya identidad sólo ha trascendido su nombre de pila: Kehina. La joven cursaba una beca Erasmus de Historia del Arte en la capital griega desde hacía tan solo una semana. Alberto Moravista tenía 55 años. La Policía encontró en sus bolsillos el billete de regreso a España para esa misma mañana y unas notas garabateadas:
“Tenía treinta y cuatro años menos que yo, pero eso a ella no pareció importarle. Días después me dije: no podría soportar que esto no hubiese sucedido. Y también: pero podría igualmente no haber sucedido y ahora sería el mismo estúpido feliz que era antes de sentirme tan pleno, tan al borde del precipicio de la aventura. La aventura”.
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