La poeta estadounidense Mary Ruefle observa que, tras la muerte de alguien, existe la costumbre de devolver las cartas recibidas a sus remitentes originales, como un acto de respeto. Solo cuando ambas partes han fallecido, señala, se procede a quemar el conjunto completo de correspondencia. Así lo relata Laía Argüelles Folch en su Breve ensayo sobre la carta, donde se plantea una pregunta final: «¿Arderemos?».
Son míticas las cartas que Kafka intercambió con Milena y con Felice, ambas prometidas suyas con las que nunca se casó. El triángulo amoroso que formaron Rilke, Pasternak y Tsvietáieva, y del que ya hablamos en esta newsletter, dejó uno de los epistolarios más bellos y exaltados del siglo XX: las Cartas del verano de 1926. En la correspondencia entre Albert Camus y María Casares, es él quien, un 31 de diciembre de 1948, le escribe a ella: «Eres lo más interno que tengo, es a ti a quien me remito». Ella le contestó: «Ven pronto. Te espero, totalmente volcada en ti, y rezo, rezo, rezo».
Todos estos autores se enamoraron de otro ser, a otro cuerpo le rezaron: escribir era una forma de combatir la espera y la distancia, y de acercarse a la persona ausente convocándola con las palabras. Pero: ¿se pueden dedicar palabras de amor a entidades que no pueden respondernos? ¿Hay forma de escribir a lo que queremos y no nos puede responder?
El poeta Mario Obrero recuerda una historia de infancia de Xulio Concepción Suárez: en una escuela de Casorvía, Asturias, un maestro castellanohablante enseña las vocales a los alumnos. «La a de…», dice el profesor, y gritan los alumnos al unísono: «abanicu». Cuando el profesor canta: «la e de…», los alumnos responden: «curcuspín», que es «erizo» en asturiano. Puede parecer una historia sencilla, anecdótica, pero es un símbolo de un país en el que se hablan muchas lenguas y las cosas nunca tienen un solo nombre: en Galicia, Asturias, Aragón, Extremadura, Euskadi o Catalunya, ¿de cuántas maneras distintas podemos señalar el mundo?
Es por eso que Mario Obrero escribió Con e de curcuspín, un libro que reúne ocho cartas de amor a ocho lenguas del estado español. Con un «Benquerido» o un «Quiesto» o un «Benvolgut», el poeta se dirige a alguien que nunca le va a responder para cantar su historia y bendecir sus palabras preciosas, sus formas particulares de referirse a las cosas, sus poetas y sus versos.
Cada carta que se escribe, afirma Obrero, es un «latido diminuto» que no busca transacción ni beneficio: solo crear un espacio de «amor, entrega y desposesión». ¿Qué responderían todas estas lenguas si pudieran hacerlo? ¿Con qué palabras precisas responderían ese latido diminuto del joven poeta?
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