De lobos y hombres

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MITOS Y LEYENDAS DE LOS IK’HUE

Los presentes mitos y leyendas conforman el imaginario colectivo de la tribu de los Ik’hue, una nación norteamericana de carácter ficticio en la que se desarrolla la novela «Ik’hue – Lazos de sangre»

Dicen los ancianos que la amistad entre lobos y hombres nació mucho tiempo atrás, cuando las tres hermanas aún no nos habían revelado sus secretos y vivíamos enteramente de la caza y de la recolección, incluso durante los meses más fríos. No eran tiempos felices, puesto que el estómago vacío es enemigo de la paz en todas sus formas. Esta es una de las pocas historias alegres que han llegado hasta nosotros.

Parece ser que, durante un gélido invierno, un cazador persiguió durante días a un joven ciervo con el que pretendía alimentar a su familia. Pero siempre que estaba a punto de disparar su arco, el animal parecía advertir su presencia y se alejaba de un brinco. Ni el sueño, ni el descanso, parecían afectarlos a ninguno. La lucha por la supervivencia siempre obliga a sacar fuerzas de flaqueza y este caso no era distinto a otros.

En su huida a través del bosque helado, el animal lo condujo hasta una lobera donde aullaban de hambre unos débiles y famélicos cachorros. Aquella era una presa mucho más sencilla de cobrar y de transportar, por más que sus aguerridos padres pudiesen rondar por allí cerca. Bastaba con alargar la mano y romperles el pescuezo para lograr su propósito. Sus bocados, si es que llegaban a morderlo, no revestirían gravedad alguna. Además, sus pieles servirían de abrigo para los más pequeños. Sin embargo, llegado el momento de actuar, la voluntad del cazador se truncó, afectada y condicionada por sus lamentos. En su hogar, la situación no era muy distinta. Lobos y hombres habían tenido que abandonar a los suyos para poder sacarlos adelante, sin saber si su empresa resultaría exitosa o si fracasarían en el intento. Conmovido, se acercó hasta ellos con cuidado y trató de calmar sus estómagos con unos pedazos de carne seca, compartiendo con ellos su escaso alimento. Estaban hambrientos. Una vez hecho esto, volvió sobre sus pasos y siguió el rastro del ciervo, redoblando su empeño. En esta ocasión, el cérvido no logró esquivar las flechas del cazador. Aquel fue un espléndido premio. Tras dar las gracias al animal por sus dones, comenzó a destriparlo y, acto seguido, sació su hambre con su hígado aún tibio.

Tras separar la piel de la carne, viendo que no podía cargar con todo el peso del animal, dejó los restos menos apetecibles sobre la nieve, como la cabeza y el cuello, y preparó paquetes con la mejor carne que podía llevar consigo. Sin embargo, no podía dejar de pensar en aquellos lobeznos que había dejado atrás. Volvió hasta ellos y les ofreció parte de su botín, brindándoles así la oportunidad de seguir con vida durante unos días más. Una vez hecho esto, se alejó de allí, rogando y deseando que la madre regresase pronto a cuidar de su camada. Lo que no sabía era que esta estaba ya allí, vigilándolo.

Un aullido resonó en el bosque cuando se hubo alejado lo suficiente. Otros más le respondieron. Fue así como el cazador supo que había obrado bien y que los espíritus le estaban agradecidos. Unos y otros podrían darse un festín.

Dicen que desde entonces los lobos visitaban al cazador en sus sueños, ofreciéndole presas que luego encontraba junto a su hogar. La gratitud de los animales siempre supera a la de los hombres. Por eso, siempre debemos mostrarnos agradecidos por sus dones.

© Iñaki Sainz de Murieta. Todos los derechos reservados.

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