La aventura del tocador de señoras: La sátira como arma en tiempos de podredumbre
Con La aventura del tocador de señoras (2001), Eduardo Mendoza retoma a su personaje más inclasificable, el detective anónimo que protagonizó El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982). En esta tercera entrega, Mendoza no solo revitaliza un universo literario que conjuga la parodia del género policiaco con la crítica social, sino que también ofrece un retrato en clave de farsa de la Barcelona de la resaca postolímpica, atrapada entre el simulacro de modernidad y las viejas miserias. El resultado es una novela hilarante, corrosiva y más precisa de lo que su aparente caos sugiere.
Sinopsis
El protagonista, que hasta ahora había vivido encerrado en un manicomio, sale por fin en libertad con el propósito, ingenuo y voluntarista, de reconducir su vida. Convertido en peluquero por azar y buscavidas por vocación, se ve inmerso en un caso de asesinato que lo convierte en blanco de una serie de enredos cada vez más disparatados. Sin buscarlo, debe ejercer nuevamente de investigador para sobrevivir, adentrándose en un mundo donde el crimen y la corrupción se confunden con la normalidad institucional. Entre peluquerías, despachos oficiales, intrigas políticas y barrancos morales, la figura del detective desubicado se convierte en el hilo conductor de una tragicomedia con tintes grotescos.
La novela mantiene la estructura lineal de una investigación clásica, pero desfigurada por el prisma de lo absurdo. El relato se organiza en capítulos breves, que funcionan como episodios de una serie enloquecida, sin perder la cohesión general. El ritmo se sostiene gracias a una alternancia entre peripecias delirantes, diálogos chispeantes y monólogos interiores que aportan profundidad al personaje. A diferencia de las entregas anteriores, aquí la sátira adopta una forma más madura, menos basada en el puro desvarío y más atenta a los matices del contexto social y político. La narración avanza a través de equívocos, revelaciones parciales y situaciones que rozan lo inverosímil, sin que ello mine la coherencia interna del relato.
El protagonista sin nombre continúa siendo el eje narrativo y el gran hallazgo de la saga. Su voz —mezcla de elocuencia rimbombante, lógica retorcida y observación perspicaz— lo convierte en una suerte de Lazarillo contemporáneo que se mueve entre ruinas éticas sin perder el sentido del humor. En esta entrega, su carácter se matiza con una cierta melancolía: ha envejecido, y aunque conserva su ingenuidad picaresca, sufre una conciencia más aguda de su marginalidad.
Los personajes secundarios son caricaturas funcionales, pero no por ello carentes de intención crítica: desde políticos corruptos hasta funcionarios ineptos, pasando por peluqueras visionarias o policías con vocación de burócratas. Cada figura aporta al fresco de una sociedad en la que la cordura es, a menudo, el disfraz de la miseria moral. El elenco es amplio y variopinto, contribuyendo al aire coral de la obra sin eclipsar al narrador-protagonista.
Mendoza emplea una primera persona narrativa que se convierte en una herramienta literaria de gran eficacia: la voz del protagonista no solo guía la acción, sino que imprime al texto su tono inconfundible. Su estilo combina una sintaxis barroca con vocabulario rebuscado, parodiando la prosa culta, pero entrelazada con observaciones coloquiales y giros populares. Esta mezcla produce un efecto cómico que desestabiliza constantemente las expectativas del lector.
El diálogo es otro punto fuerte de la novela: Mendoza maneja el ritmo conversacional con maestría, consiguiendo que incluso los intercambios más absurdos tengan verosimilitud dentro del código humorístico de la obra. Las descripciones no se detienen en lo pintoresco, sino que apuntan a la ironía del entorno: la Barcelona retratada aquí no es la postal olímpica, sino un laberinto de contradicciones urbanas y sociales.
La novela se inscribe en la tradición de la picaresca española, actualizándola mediante el recurso a la parodia del género policiaco. El protagonista anónimo es un heredero directo de los pícaros del Siglo de Oro, desplazado a una sociedad postmoderna en la que la locura ya no es marginal, sino estructural. La crítica social, que en novelas anteriores era más difusa, en La aventura del tocador de señoras se vuelve más incisiva: hay una voluntad clara de retratar la corrupción institucional, el vacío político y la alienación del individuo en un sistema opaco.
Mendoza también dialoga con la propia historia reciente de Barcelona. Si en sus primeras novelas el trasfondo era la transición democrática o el desencanto de los años ochenta, aquí aparece una ciudad atrapada en la resaca del espectáculo olímpico, donde el progreso ha dejado zonas oscuras que se pretenden invisibles. La farsa sirve, en este sentido, para hacer visible lo que el discurso oficial oculta.
La novela aborda múltiples temas desde una óptica satírica: la locura, la marginalidad, el poder, la identidad y la corrupción. Pero lo hace sin grandilocuencia, a través de situaciones cotidianas llevadas al extremo. El manicomio, del que el protagonista ha salido, se convierte en símbolo de una sociedad que encierra lo que no sabe cómo integrar. La peluquería, espacio de transformación superficial, es metáfora de una realidad que se disfraza para no afrontar sus propias taras. El asesinato a investigar funciona más como pretexto que como núcleo temático: lo esencial es la exploración del absurdo como condición del mundo contemporáneo.
En ese contexto, el protagonista representa una conciencia al margen, que sin comprender del todo los mecanismos del poder, los expone a través de su mirada perpleja y lógica disparatada. El humor funciona como una forma de resistencia frente a la imposición de un orden corrupto, y el relato, por más desquiciado que parezca, acaba ofreciendo una lúcida radiografía del presente.
Valoración H.S.
La aventura del tocador de señoras es una de las cimas narrativas de Eduardo Mendoza, no solo por la eficacia de su humor, sino por su capacidad para articularlo con una crítica social penetrante. La novela consigue lo que pocas: hacer reír con inteligencia sin eludir la complejidad del contexto. A través de un personaje imposible pero entrañable, Mendoza desmonta los discursos de autoridad, ridiculiza las formas del poder y da voz, con ironía y ternura, a los desheredados del sistema.
Si se le puede reprochar algo, sería una cierta dispersión narrativa en algunos tramos, donde el torrente verbal del protagonista amenaza con devorar la trama. Sin embargo, esta hipertrofia forma parte del estilo deliberado de la obra, que apuesta por el exceso como forma de verdad.
Sobre el autor
Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) es uno de los narradores más destacados de la literatura española contemporánea. Su obra oscila entre la novela histórica, el ensayo, la parodia y la novela negra. Debutó con La verdad sobre el caso Savolta (1975), considerada una de las obras fundacionales de la narrativa de la transición. Entre sus títulos más reconocidos se encuentran La ciudad de los prodigios (1986), Sin noticias de Gurb (1991) y El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008). Ha sido galardonado con el Premio Cervantes (2016), entre muchos otros. Su serie protagonizada por el detective sin nombre constituye una de las aproximaciones más originales y divertidas al género policiaco en lengua española.
REDACCIÓN