Cuando la escritura respira, el lector también lo hace. Limpiar el texto no es podar por podar, sino dejar a la vista su forma más viva.
«El arte de escribir consiste en decir mucho con pocas palabras»
— Baltasar Gracián—
Escribir no es solo añadir. También es quitar. O, mejor dicho, saber qué no hace falta. La escritura —esa selva que a menudo crece más en dirección de lo frondoso que de lo necesario— requiere de un ojo que sepa mirar con poda. No por estética únicamente, sino por respiración.
Algunas palabras no estorban por su número, sino por su inutilidad. Están ahí como si se hubieran colado sin invitación, creyendo sumar cuando apenas ocupan espacio. Palabras que dicen lo que ya estaba dicho, que repiten lo evidente, que interrumpen con torpeza lo que podría fluir con nitidez. “Añadir algo innecesario equivale a restar”, escribió Paul Valéry, con la precisión de quien sabía que una sílaba demás puede desfigurar un verso.
No hay norma única para saber qué sobra. Pero sí hay oído. Un oído que, al releer, detecta el lastre. Un ritmo que se fatiga donde debería avanzar. A veces es un adverbio que remacha una intención que el verbo ya resolvía. A veces, un adjetivo que matiza hasta la neblina. O un inciso que aclara lo que el lector habría comprendido sin ayuda. Decía Azorín que escribir es cortar. Y cortar, en su caso, no era cercenar, sino abrir paso. Cada oración suya, seca y luminosa, parece esculpida en piedra caliza.
No se trata de escribir en lo mínimo, sino en lo justo. Hay textos que piden aire, digresión, materia envolvente. Pero incluso en esos, la palabra debe merecer su sitio. Hay una precisión que no es sequedad, como hay una sobriedad que no empobrece. Lo que se busca no es una forma ideal de estilo, sino un equilibrio: el punto donde el lenguaje no se enreda en sí mismo.
Hay escritores que hacen de la frase larga una virtud. Pero en ellos, cada tramo está tensado. Nada cae por peso muerto. Faulkner, por ejemplo, traza frases que se extienden como ríos, pero no hay en ellas una gota que no empuje la corriente. En cambio, otros —quizá nosotros mismos, en ciertos días— escribimos como si hablar bastara. Como si contar fuera lo mismo que escribir. Y ahí se cuelan las palabras de más: aquellas que nadie echaría de menos si desaparecieran.
Un ejemplo simple:
“Subió hacia arriba rápidamente” contiene tres excesos. Uno direccional (“hacia arriba”), otro de velocidad innecesaria (“rápidamente”) y otro implícito en el verbo. “Subió” ya lo dice todo. Podríamos escribir simplemente: “Subió”. O, si queremos ritmo o intención: “Subió de un salto”, “Subió sin mirar atrás”, “Subió como si lo persiguieran”. La precisión no es menos lenguaje; es lenguaje afinado.
Otro ejemplo frecuente se encuentra en expresiones del tipo: “a mi parecer personal”, “total y absolutamente necesario”, “planificar con antelación”. No solo hay redundancia, sino una especie de ansiedad por remarcar lo que ya está dicho. Como si no confiáramos en la claridad de nuestras propias palabras. Y eso no es solo un problema de estilo: es también una cuestión de pensamiento. Pensar con precisión exige escribir con precisión. O, como decía Lázaro Carreter: “el que no sabe decir lo que piensa, acaba por no saber lo que piensa”.
Este trabajo de afinar y limpiar no siempre se resuelve en el primer intento. De hecho, suele aparecer en la relectura, cuando ya no estamos tan comprometidos con la emoción inicial del texto y podemos mirarlo con ojos de lector. Juan José Millás lo decía con ironía: “escribo para saber lo que he escrito”. Es decir, no basta con escribir: hay que leerse como si no fuéramos nosotros, y volver sobre el texto con una mezcla de piedad y severidad.
Varios escritores han compartido sus métodos de limpieza. Julio Ramón Ribeyro recomendaba leer el texto en voz alta y detenerse en cada palabra para preguntar: ¿sirves de verdad o solo estás aquí para hacer bulto? Raymond Carver decía que la buena escritura comienza cuando se empieza a cortar. En sus relatos, tan escuetos como intensos, cada línea parece haber pasado por una criba fina. En cambio, si tomamos un texto cualquiera y empezamos a tachar lo innecesario, comprobaremos cuántas palabras estaban ahí solo por costumbre.
Antonio Muñoz Molina describe en su cuaderno de trabajo el momento en que, tras muchas vueltas, empieza a “quitarle ruido” al párrafo. Ruido es todo aquello que suena pero no aporta. En un fragmento de “Ventanas de Manhattan” cuenta cómo revisa obsesivamente una descripción de la calle, hasta encontrar la forma más directa y exacta, sin dejar de ser evocadora. Esa obsesión es, en realidad, respeto: al lector, a la lengua, al propio pensamiento.
También en la poesía se revela esta búsqueda de la palabra justa. Juan Ramón Jiménez dedicó parte de su vida a corregir los mismos versos durante décadas. “No la toques ya más, que así es la rosa”, escribió, sabiendo que a veces intervenir es estropear. En la versión final de “Diario de un poeta recién casado”, muchas páginas han sido destiladas hasta quedar en una sola imagen limpia, que vibra por lo que dice y por lo que sugiere. Menos es más, pero también más difícil.
Y sin embargo, esa dificultad es fértil. Obliga a elegir. A hacerse preguntas incómodas. ¿Estoy escribiendo esto porque lo necesita el texto o porque me gusta cómo suena? ¿Estoy repitiendo una fórmula o buscando una forma? ¿Estoy adornando o afinando? A menudo, detrás de la palabra que sobra hay una emoción que no se quiere soltar: miedo, vanidad, inseguridad, prisa. Nombrarlas ayuda a escribir mejor.
A veces, limpiar un texto es como desbrozar un sendero: no para que se vuelva estéril, sino para que se vuelva visible. Quitar lo que estorba no es mutilar, sino revelar. Se escribe también con lo que se decide no escribir. Esa decisión no se toma de golpe. Llega con la relectura, con el cuidado, con la humildad de preguntarse: ¿esto lo necesita el texto o lo necesito yo? Porque muchas veces escribimos desde el miedo a no ser entendidos. Y el miedo engorda la frase. La vuelve explicativa, justificativa, tímidamente insistente.
Hay una confianza que depura. Una confianza que entiende que el lector puede seguirnos sin que lo llevemos de la mano a cada paso. Y que, si alguna vez se pierde, también sabrá volver. Como quien camina por un bosque claro: sin carteles innecesarios, pero con señales suficientes. Natalia Ginzburg hablaba de la voz de las cosas simples, y esa voz no tolera la hojarasca. En ella todo es nítido, porque todo ha pasado por el tamiz del oído y del silencio.
Limpiar el léxico no es una operación técnica. Es una forma de respeto. Al lector, sí. Pero también al texto. A su posibilidad de respirar sin ahogarse en sus propias palabras. Hay autores cuya obra parece escrita con cincel, no con pluma. Leerlos produce una forma de alivio: no hay palabra que pese, no hay frase que aburra, no hay insistencia que opaque el sentido. No es que digan menos; es que dicen lo justo. Como si el lenguaje se adelgazara hasta quedar en hueso y música.
No hay receta para llegar ahí. Solo práctica, escucha, paciencia. Y, sobre todo, una disposición a mirar lo escrito no con orgullo, sino con duda: la duda que permite preguntar, sin miedo ni apego, qué puede ser retirado. Y retirar, a veces, es el acto más generoso de la escritura.
«Escribo lo que veo, no lo que invento. Lo que veo se reduce más y más a lo esencial»
— José Ángel Valente
Decir solo lo que importa no es callar lo demás: es permitir que lo esencial se escuche.
Equipo de Redactores de Hojas Sueltas