La puerta de la casa donde vive (que podría considerar suya aunque no le pertenezca a él sino al viejo, que lo acogió de manera indefinida mediante uno de esos pactos tácitos, sobreentendidos, sin palabras, marcados por la inercia de los hechos consumados) se encuentra en una calle cuesta abajo, de piedra natural, resbaladiza cuando llueve o nieva. La fachada sur, con su jardín emparrado, mira hacia el valle, de espaldas a la calle descendente y la presencia aciaga de cuatro muros calcinados, restos de otra construcción destrozada durante la guerra.
Acostumbrado a moverse por impulsos, a decidir su destino mediante violentos e irrefrenables arrebatos, Antonio se preguntaba algunas veces qué coño pintaba en ese pueblo. No era más que un paisaje que se había inventado él, pensaba, piensa. Los colores de su primavera. La confortable dureza de su invierno. Sus incendios voraces que vinieron y vendrán. La vida y la muerte de sus padres: la vida y la muerte de todos y cada uno de los idiotas que escribieron con letra ilegible su biografía en la montaña. Su propia existencia, el fantasma de su pasado, su presente y su futuro.
Pero no era una pregunta que necesitase responder.
Fracasa una vez más en su propósito de no pensar en nada, tirado en la cama de pino de su minúsculo dormitorio. Acaba de soñar con el alambre de espino del campo de concentración de Saint-Cyprien, transformado en una telaraña de la que intenta escapar, sin conseguirlo. Abre los ojos, se incorpora y observa las cuatro paredes encaladas de la habitación hasta toparse con una imagen enmarcada de san Antonio y su irritante calva. Vuelve a cerrar los ojos, se distrae mirando las desiguales tablas del techo.
Piensa en la mujer. Desea volver a verla, pero sabe que en ese momento es imposible: no son horas.
Se levanta, camina hasta la ventana. Enciende un cigarrillo y contempla las sombras nocturnas de la fachada norte. Los restos calcinados; más arriba, los perfiles de las primeras o últimas casas del pueblo (según se mire) difuminados por una cortina de lluvia. Un montón de escombros, un carro abandonado. Y entre los cuatro muros, la silueta menuda, sombría, vagamente familiar, de alguien que le está vigilando.