Cuando entra en su casa, Soledad vuelve a tener la sensación de que el suelo desaparece bajo sus pies. La angustia atenazante, el sudor frío.
Hasta que comprueba que todo está en orden. Los intempestivos horarios de trabajo de su marido juegan a su favor; eso, y el creciente nerviosismo provocado por la ausencia de su padre, que sigue sin dar señales de vida. Nerviosismo de su hermano Maxi, nerviosismo (más bien angustia) de su madre.
Puede llegar a entender lo de su hermano. Pero no entenderá jamás lo de su madre. El único sentimiento de angustia que concibe es el provocado por el temor al regreso de Faustino, vociferante y déspota, en cualquier momento. Porque aparecerá: siempre lo hace.
Se desnuda, se lava frotando todo su cuerpo con una pesada pastilla de jabón de sosa (en la precaución, el propósito imposible de eliminar cualquier rastro de sus manos en cada poro de su piel) y se pone un camisón con la actitud resignada de quien se ve obligado a someterse a algún tipo de ritual o sacrificio.
Sacrificio que decide demorar cuando comprende que está demasiado agitada como para intentar dormirse o fingir que duerme, en su defecto. Entra en la cocina y calienta un poco de leche, cubierta por una manta. Los ensordecedores ronquidos de su marido colonizan la casa desde el dormitorio conyugal.
Y piensa, reconfortada por la leche caliente, el abrigo de la manta y la comodidad de un mullido cojín sobre la silla de madera, que todavía está a tiempo de proteger esa normalidad que consideró su pertenencia más valiosa hace no demasiado tiempo, su matrimonio, su casa, su modo de vida. Significó mucho, una vez; lo significó todo: alejarse de las habladurías, dejar atrás el rastro sangriento de la guerra. La omnipresencia violenta y posesiva de su padre, la mueca de desprecio, las palabras insultantes que escupió cuando supo que iba a casarse con el panadero; palabras que habría replicado si la rabia no hubiera taponado su garganta, porque lo mismo le daba un panadero, un huevero o un arriero de los que bajan cada primavera de la sierra con su carga de pimentón en las alforjas.
Pero no era así. Pedro resultó ser como un pedazo del pan que horneaba cada madrugada, cariñoso y considerado, que supo mantenerse firme con Faustino sin caer en las constantes provocaciones de los primeros tiempos. Provocaciones que empezaron el día de su boda, con la irrupción tardía y ruidosa del padrino acompañado por el recien nombrado alcalde, Mariano Villalba, y su mano derecha, su sombra, su reverso, el torvo Tomé.
Está a tiempo de dejarlo correr, de volverle la cara al arrebato, de refugiarse tras el parapeto de los sacos de harina, de hogazas y rosquillas, de gobernar sin sobresaltos su casa y su negocio. De recibir con su mejor sonrisa a las vecinas, de cambiar el pan por las monedas, de valorar su suerte, de restablecer la paz de su conciencia.
(De esperar, con el corazón encogido y ese fuego que le abrasa las entrañas, el momento en que vuelvan a encontrarse, el momento en que él vuelva a aparecer.)
—Ángel Calvo Pose—