El encuentro – Capítulo 2 de la novela «El otro nombre»

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Solo es silencio cuanto oye. Sin embargo, comienza a escuchar un gemido seguido de otro, que traduce como lamentos.

—No debes temer nada. Quien quiera que sea, no te haré nada —vuelve a decir—. Puedo ayudarte. Verás, dejaré mis armas en el suelo, sin es lo que te producen temor. Responde por favor.

            No hay respuesta. De nuevo un gemido, en esta ocasión acompañado de un ruido semejante al leve arrastre de unos pies desnudos sobre el suelo.

—Haremos una cosa, quédate donde estés. Yo intentaré hacer fuego, así podremos vernos ¿Te parece bien?

            El gemido en esta ocasión lo interpreta como un asentimiento, por lo que extrae un trozo de estopa. Lo coloca junto a sus pies, luego con dos piedras de pedernal comienza a golpearlas con ritmo. Las chispas tratan de unirse a la mecha de estopa. Al cabo del enésimo intento, una pequeña llama se inicia en el suelo de la cueva. Deposita cuatro ramas secas y cortas sobre ella e inicia una hoguera.

            Kenie respira humo y tose, luego se retira dando dos pasos atrás. Se aleja de la hoguera y recorre con su mirada el perímetro de la cueva ahora iluminado. Al acabar y frente a una roca, aparece el cuerpo de una mujer en cuclillas. Con su mano derecha sujeta con determinación una gruesa rama acabada en punta. Sus largos cabellos descansan enmarañados sobre sus hombros desnudos, como su torso y resto del cuerpo, solo un corto taparrabos cubre mínimamente la cintura y parte de los muslos. La mira y espera pacientemente.

—Ven, acércate, no te haré ningún daño. Me llamo Kenie. Soy jefe de quince mosere y regresamos a nuestra aldea después de una jornada de caza ¿Cómo te llamas?

      La mujer se incorpora tímidamente, aunque con temor. Abandona la rama depositándola en el suelo y con esfuerzo se levanta sobre sus pies. Intenta caminar hasta Kenie, pero inicia una caída hacia el fuego. Sin pensarlo dos veces, la sujeta evitando el encuentro con el suelo. Al sostenerla palpa algo húmedo y pegajoso. Es sangre, no deja de manar del costado izquierdo. La recuesta cerca de la lumbre y sale de la cueva en busca de ramas para mantener y aumentar el fuego y calor. Después se quita la camisa de piel que lleva y cubre el torso y hombros de la mujer. Luego llama a uno de sus hombres.

—Mirca ¿puedes traerme una medida de agua? No temas, no hay peligro.

—Claro, ahora mismo —responde a través de la entrada de la cueva.

—Trae también mi manta de piel de oso.

—Bien.

            Mirca aparece minutos después portando lo solicitado por Kenie.

—Ahora escucha, regresar a la aldea y pedir al Más Anciano autorización para llevar a esta mujer allí, yo me quedaré hasta vuestro regreso con la respuesta.

—Como digas, te dejaremos un par de mantas más y algo de comida.

—Gracias, no sé cómo será de fría la noche. Antes de irte, por favor preparar unas cuantas antorchas, así podré restañar una herida sangrante. No tardéis mucho.

—Tranquilo, te avisaremos con el cuerno al acercarnos cuando volvamos.

—Entonces ve a por las mantas, la comida y el agua y no os retraséis mucho, la noche se echa encima.

—Claro Kenie.

            Sitúa estratégicamente las tres antorchas, pone leña en la hoguera y busca un rincón resguardado para dormir. Cuando coloca a la mujer sobre una de las mantas, despierta del desmayo y abre los ojos. Gime y mira asustada e interrogativa a Kenie.

—Tranquila no temas —repite en dos ocasiones— si me dejas trataré de curar esa herida. Antes la limpiaré con agua, y una vez aliviada  comeremos algo, luego descansarás. Mañana vendrán a recogernos mis hombres e iremos a mi aldea.

—Gracias —murmura entrecortadamente.

—¿Cómo te llamas? ¿Qué te ha ocurrido?

—Mi nombre es Nima.

—¿De qué tribu eres? ¿Dónde está tu aldea?

—Pertenezco a la tribu Socoa y mi aldea está a una luna de aquí.

—He oído hablar de vosotros, aunque tú eres la primera de esa tribu a quien veo. Ni siquiera sé si somos enemigos.

—No lo creo, nuestra tribu no es belicosa, se conforma con vivir, si los dioses nos dejan.

—¿Cómo dices?

—Cada año nuestro Chamán se pone en contacto con los emisarios de los dioses y tras elegir a un número de jóvenes, los acompaña hasta un lugar marcado por ellos. Nos abandona allí hasta que vienen a recogernos.

—¿Has estado con los dioses?

—No llegué a verlos, me escapé hace una semana, desde entonces no he parado de huir.

—¿Y esa herida?

—Me hirieron con algo desconocido al ver como escapaba.

—¿Quiénes, los dioses?

—No, sus guardianes —dice mientras se queda y lleva su mano al costado herido.

—Ahora guarda silencio, curaré esa herida y más tarde me cuentas.

            Durante la siguiente hora Kenie limpia con cuidado la herida con agua que extrae de uno de los pellejos, luego la cauteriza con el cuchillo incandescente y la cubre como puede. Nima vuelve a desmayarse, cuando vuelve en sí, sonríe agradecida, toma su mano y la lleva hasta su seno izquierdo desnudo, luego vuelve a cerrarlos. Kenie abre la bolsa que contiene los utensilios para cocinar y comienza a preparar algo para comer a la luz y calor del fuego de la hoguera. Ella suspira y mira con atención cada movimiento de Kenie.

            La noche ha caído y el frío de las montañas se desliza por la entrada de la cueva acariciando las llamas, balanceándolas y haciéndolas danzar a un ritmo absurdo y desacompasado. La herida ya no sangra y el color de su frente y pómulos por la fiebre, se desvanece a medida que las horas pasan. Se tumba cerca de Nima y la observa detenidamente antes de que cierre sus ojos para descansar. Minutos después él cae dormido profundamente.

            Nada más despertar se arrastra al exterior de la cueva para cortar ramas y mantener el fuego de la hoguera, que a punto está de apagarse. Al entrar, la mujer está en pie tratando de colocarse la camisa de Kenie y así cubrir su cuerpo desnudo. Al verlo entrar le mira con ternura.

—Gracias por atenderme y cuidarme, mi gente te lo agradecerá siempre.

—¿Qué tratas de decirme?

—Que puedo volver a mi aldea, me siento mucho mejor.

—No debes, aún no se ha curado totalmente de la herida. Además, volver sola y caminar por estos valles posiblemente sería tanto como encontrar la muerte.

—No me importa, ya estuve cerca de ella en el encuentro con los guardianes de los dioses.

—Lo supongo, pero si como dijiste, esos guardianes te persiguieron, es posible que todavía sigan buscándote, tal vez lo primero que harán será ir a tu aldea y aguardar allí tu aparición.

—Es posible, tal vez tengas razón, pero debo hablar con mi padre.

—Será mejor ir a mi aldea y cuando te hayas recuperado completamente, yo mismo te acompañaré a la tuya. Entonces es posible que se hayan olvidado y puedas continuar viviendo en paz.

—Eso no ocurrirá nunca. ¿Quieres ayudarme a ponerme tu camisa?

—Claro. ¿Qué paso con tu ropa?

—Nos la quitan nada más entrar en la gran gruta de los dioses y nos dan otra a cambio. Cuando escapé me la quité y conseguí el taparrabos de un hombre a quien golpeé.

—Esperaremos a mis hombres, ellos traerán ropa, mientras deberías contarme como son en tu aldea, a que se dedican.

—De acuerdo, esperaré, pero en cuanto me recupere volveré a ella.

—Bien.

            Mientras Kenie calienta en un recipiente de metal leche de oveja extraída de uno de los odres, Nima se cubre con la manta de piel y se recuesta sobre una de las rocas. Le ofrece el recipiente y dos tortas de maíz, las únicas que hay. Las come con ansia, como hiciera con las que tomó por la noche. Al acabar advierte que Kenie no ha comido nada.

—¿Tu no comes?

—Lo haré cuando lleguemos a la aldea

—¿No queda comida?

—Apenas nos quedaba, estábamos a punto de llegar a la aldea y la agotamos.

—Lamento haber acabado con lo que tenías, llevaba días alimentándome de raíces únicamente. Gracias. Esto lo conocerán en mi aldea y te compensarán.

—No es preciso.

—Si lo es. Has sido generoso conmigo. Me has respetado, además de salvarme la vida.

—Todos en mi tribu se comportan así, más si se trata de mujeres solas y heridas.

—Gracias de nuevo.

            Al cabo de tres horas oyen en la lejanía el ulular de un cuerno, tal y como solicitara Kenie a sus hombres.

—No tardarán mucho en llegar, si te parece, recojamos todo esto y salgamos de la cueva.

—Claro.

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