Antes de comenzar a hablar de este libro, les haré una recomendación directa: léanlo, cómprenlo, vayan a una biblioteca o pídanselo prestado a alguien. No sólo disfrutarán con la magnífica escritura de Muñoz Molina, sino que, si hasta ahora no conocían su faceta de periodista o la de ensayista, si no han tenido la suerte de leer alguno de sus artículos o simplemente los breves comentarios que deja en su blog personal, este libro constituye una magnífica oportunidad para hacerlo y, de paso, aprender. Porque lo que Muñoz Molina hace en este libro es algo parecido a lo que los buenos maestros hacen: aleccionar a sus discípulos no sólo en el conocimiento, sino en la actitud. De hecho, bastante antes de terminar el libro, no dejaba de pensar que éste podría ser una excelente lectura para alumnos de bachillerato, pero también es una lectura imprescindible para las personas que tienen la posibilidad de decidir, de actuar, o que simplemente desean reflexionar.
Lo que Muñoz Molina nos comienza a contar en Todo lo que era sólido es algo bien conocido por los ciudadanos españoles, en los últimos años: la crisis económica y sus repercusiones en el mundo y, particularmente, en España. Sin embargo, Muñoz Molina no utiliza esta temática para lamentarse por la mala suerte que ha tenido nuestro país, o para culpar de forma exclusiva a un grupo de políticos corruptos, malos gestores, e irresponsables que han malgastado los recursos a su alcance. Ellos son sin duda responsables de buena parte del actual desastre en que nos encontramos, pero Muñoz Molina mira aún más lejos y hace una llamada de atención personal a toda la ciudadanía para buscar una reflexión crítica, empezando por uno mismo, para que no consintamos con nuestro silencio, con nuestra indiferencia o incluso con nuestra connivencia, que la actual situación siga extendiéndose como un cáncer imparable, y todo ello lo hace con un admirable tono lúcido y sereno.
Para tratar de comprender cómo nuestro país ha desembocado en esta situación, el autor hace un ejercicio de memoria, y rescata de las hemerotecas noticias que puedan darle la clave de por qué lo que hoy nos parece tan evidente, pasara entonces ante nosotros de forma tan velada. De este modo, el autor recorre pacientemente los gruesos tomos de periódicos encuadernados desde 2007, y nos enumera las diferentes denuncias que aparecieron ya por entonces en los diarios, tantas, que ya ni siquiera le caben en su libreta de anotaciones, tantas que casi nos marea leerlas mientras contemplamos boquiabiertos nuestra propia ceguera y no dejamos de preguntarnos cómo pudimos ser no sólo tan ciegos, sino tan poco rebeldes o exigentes ante la infinidad de desmanes practicados por la clase política en diferentes administraciones.
A esa corrupción Muñoz Molina añade más críticas: la de una estructura política sobredimensionada e incapaz de llegar a ningún tipo de acuerdo, sin una estructura democrática incluso dentro de los propios partidos, en los que cualquier elemento crítico se ve como una traición, no como un derecho a opinar. Un debate político en el que la crispación le ha ganado la batalla al diálogo y en el que cualquier discusión política parece polarizada de una forma exclusivamente binaria en la que el mensaje parece querer decirnos algo así como que “o eres de los míos o estás contra mí”. A la tensión tampoco colaboran los nacionalismos, en su opinión, y critica a los partidos que se posicionan en la izquierda al mismo tiempo que defienden el nacionalismo, porque según él, la izquierda debería ser, por lógica, más universalista que nacionalista, centrarse más en los valores comunes que en el afán de la diferenciación. Pero en ese aspecto el debate también se haya crispado, y parece como si tuviéramos el insano empeño de mostrarnos más como enemigos irreconciliables que como aliados.
En ese sentido, como un pequeño inciso, yo todavía puedo recordar los antiguos debates del programa La clave, en los que intervenían personas de muy diferentes ideologías que guardaban escrupulosamente el turno de palabra, que esgrimían argumentos y no insultos, que podían disentir pero siempre con respeto y con educación. Y ese es otro punto en el que Muñoz Molina vuelve a poner el dedo en la llaga: nuestro país se está barbarizando, la educación se está degradando hasta límites insospechados y cuando habla de educación no se refiere sólo a la que proporcionan las escuelas, sino al civismo más elemental. No se respetan como es debido los espacios públicos, el silencio, el derecho al descanso, la limpieza de las calles, la manera de comportarnos. En definitiva, se ha perdido el sentido del civismo y se reclaman constantemente derechos mientras no nos hacemos cargo de las obligaciones que aquéllos conllevan. El autor compara nuestro país con otros por los que él ha viajado y muy en especial con Estados Unidos, en donde reside la mitad del año. Allí, nos dice, en algunos aspectos pueden considerarse más puritanos, más crueles, pero también valoran y premian el esfuerzo basado en el trabajo, el afán de superación, el mérito personal. Nuestro país se ha vuelto cínico, nos dice, y, en vez de valorar a estas mismas personas, parece que nos complacemos en mofarnos de ellas, en desalentarlas.
Muñoz Molina recurre a la metáfora del Retablo de las Maravillas, episodio relatado en la segunda parte de El Quijote, para referirse al estado que durante estos últimos años se encontraban los políticos y los ciudadanos españoles. En dicho episodio, una anticipación al cuento del traje del emperador, un grupo de comediantes avisan que quien no sea capaz de ver ciertos prodigios en la representación de la obra es un judío o una persona de sangre impura. Lógicamente, aunque sea falso, todos dicen que lo ven. Los que disienten, dice Muñoz Molina son calificados de reaccionarios, de hacerle el juego a «los otros», de ir contra el sistema, o simplemente, son tachados como aguafiestas. Aguafiestas por no aprobar el gasto innecesario, por no sumarse a la simpatía por la megalomanía de la que han hecho gala los políticos, más preocupados en el juego de las apariencias, en pretender dejar una impronta de su paso con ostentación y sin importarles para nada la utilidad de sus acciones que en invertir en lo que de verdad era necesario.
Pero no todo es negro. En las últimas páginas Muñoz Molina deja abierta una ventana a la esperanza, basada desde luego en una regeneración política, pero dicha regeneración es una tarea no sólo de los políticos, sino de cada uno de nosotros, que debemos actuar antes de que sea demasiado tarde para no perder lo que realmente importa porque, como nos advierte reiteradamente el autor, los derechos conquistados se pueden esfumar en un instante. Y actuar implica sumar nuestros esfuerzos para avanzar en vez de para retroceder, para hacerles comprender a nuestros hijos que todo aquello que hasta ahora creíamos algo sólido e inalterable, puede desvanecerse en cualquier momento si no sabemos preservarlo como es debido: la educación, la sanidad, los servicios públicos, eran derechos que ya creíamos arraigados, pero que nadie nos garantiza que vayan a ser eternos. Es hora, nos insiste, de comprometernos, de actuar evitando el cainismo, esto es, de una forma cívica, racional, sin violencia pero con decisión.
Léanlo. No les defraudará.
©Jaime Molina. Febrero 2023. Cicutadry