Antes de prender el candil de aceite, sabe que alguien ha entrado en la majada.
No está seguro de la disposición de los objetos colocados, o arrojados, sobre la única mesa. Hachas y hoces de diferentes tamaños. Un cuchillo de caza en una funda de cuero. Algún cepo cubierto de óxido. Dirige el candil hacia el suelo de tierra prensada y examina cuidadosamente la superficie en busca de huellas.
Toma una de las dos botellas de vino que guarda en una oquedad de la pared de piedra y bebe, directamente a morro. No sospecha de ninguno de los forasteros que colonizan el infierno de la montaña porque tienen mejores cosas que hacer que merodear por su propiedad. Y porque los nubarrones de ira formados en el interior de su cabeza le llevan en otra dirección.
Termina la botella. Coge el cuchillo y lo guarda en una especie de bolsillo en el forro de lana de su zamarra. Apaga el candil, vuelve a encajar la puerta de roble, salva un pequeño montículo en la entrada de la choza apoyado en el tronco de una higuera.
Rocas, pendientes, desniveles. La alberca entre jirones de niebla helada. Un claro entre los pinos, donde florecerá el orégano silvestre. Monta en su caballo, que ha permanecido amarrado a una estaca en la entrada de la finca, y emprende el camino de regreso.
Llega al pueblo; anochece. Ignora los saludos que le dan y los saludos que le niegan, ajeno a todo eso, impulsado por la determinación engendrada por la rabia que no deja de rumiar. (Los Robles nunca fueron apreciados en el pueblo: no pocos vecinos se alegraron cuando Gerardo desapareció definitivamente, y cuando el viejo Bernardo, el patriarca, enloquecido, se descerrajó un tiro con su escopeta de caza al finalizar la guerra.) Se detiene frente a una de las últimas casas, de espaldas al valle; baja del caballo y llama a la puerta de madera pintada de verde golpeando con enérgica insistencia, hasta que sale la figura recia de Teodoro González.
—Qué quieres —dice Teodoro, cortante, sorprendido. Es la primera vez que Faustino Robles aparece por allí.
—Busco a tu sobrino. Dile que salga.
—¿Antonio? No está.
—No me mientas. No me hagas entrar a buscarlo, te lo advierto.
—No se te ocurrirá poner los pies en esta casa… Él no está aquí, no sé por dónde anda. Aparece y desaparece cuando quiere.
Faustino calla, piensa, calibra la situación.
—Está bien —dice finalmente—. Ya daré con él.
—Él dará contigo. Y descuida, le diré que has venido de visita.
—Viejo del demonio… Volveré, te lo aseguro.
—No lo creo —zanja el otro, viendo cómo desaparece entre las sombras.
Ángel Calvo Pose