No era un buen día para visitar tumbas. El cielo oscuro amenazaba lluvia y no le gustaba pasearse por los cementerios con el paraguas abierto o mucho peor, que se mojara su cámara de fotos por el que sentía un apego especial. Le costó un sueldo entero, pero lo pagó con gusto.
Daniel era un joven treintañero de carácter melancólico. Disfrutaba de su soledad, de las noches de tormenta. La oscuridad era su leal amiga. Y sus paseos turísticos eran los cementerios. Se conocía cada recoveco de todos los camposantos que había visitado. Tenía álbumes llenos de fotos. Las figuras que se veían pegadas a las lápidas le fascinaban. Sabían que representaban a los espíritus guardianes de los cementerios en forma de leones, ángeles, caballos, esfinges, o figuras encapuchadas. Estaban ahí para asegurar el descanso eterno de los que vivían eternamente bajo las lápidas. Las estatuas nunca miraban hacia arriba. Siempre miraban hacia abajo protegiendo a los fallecidos del camposanto. O mirando al frente para vigilar toda la necrópolis.
A Daniel le molestaba e incomodaba escuchar a un ignorante, cuando exclamaba «Has visto qué figuras tan bonitas decoran este cementerio?» Le entraban ganas de volverse a esa persona y contestarle que se informara antes de hablar. Que no eran meras figuras de decoración. Y que no tocara con sus manazas a los espíritus guardianes.
Daniel estaba fijo de administrativo en una asesoría familiar en Santander y en sus ratos libres, se dedicaba a escribir una novela y visitar tumbas con su cámara. Había visitado todos los cementerios de Cantabria. Era un joven de estatura media, tez muy blanca, cabellos negros y ojos oscuros como el carbón. Sus labios carnosos y bien dibujados robaban el sueño. Pero él parecía que no se daba cuenta del interés que despertaba en el sexo femenino, pues siempre andaba sumergido en su mundo. En sus treinta años, nunca había experimentado el amor profundo hacia ninguna mujer. Solo rollos de una noche. Sus padres pensaban que dieron a luz un hijo muy peculiar. No era sano que le gustara tanto la soledad y caminar entre tumbas. Ya daban por perdido el hecho de ser abuelos y pensaban pesimistas que no tendrían nunca la suerte de tener un nieto. Los padres desearon haber tenido más hijos. Ellos pensaban siempre. Más hijos, más nietos!
Decidió al final arriesgarse ese Martes y visitar el cementerio con vistas al mar. Estaba disfrutando de su semana de vacaciones. Eso sí, en su mochila vieja llevaba bolsas y plásticos para resguardar bien la cámara si al final descargara lluvia. Antes de salir de su casa, metió en su mochila el paraguas pequeño de color negro. Debía salir ese día. Necesitaba hacer nuevas fotos y encontrar así más inspiración en la novela de terror que llevaba un tiempo escribiendo. Proyecto del que nadie sabía nada. Quería mantenerlo en secreto hasta que terminara su obra literaria.
© Verónica Vázquez