Los cementerios suelen tener fama de lúgubres y mohosos. Sitios a los que solo se acude cuando hay un ser querido enterrado. Pero aquel cementerio, en la bella Santander, era una de las necrópolis más bonitas y cuidadas de España. Ese famoso camposanto, con unas espectaculares vistas al mar, era visitado por muchas personas admirando toda su estructura, sus obras arquitectónicas.
Era martes, el día que enterraban a su amigo Gus. Sus restos ya descansarían en esa necrópolis eternamente. A Fran le costaba observar con tantas lágrimas brotando de sus ojos. Dos años atrás tuvo que pasar por el mismo trance con su pobre padre fallecido.
Estaba siendo un entierro que transcurría en total silencio. El cielo oscuro amenazaba lluvia. El llanto de todos los presentes se contenían tras las gafas oscuras. Los padres de Gustavo estaban rodeados de abrazos de agentes de policía, compañeros y amigos suyos. Fran y Javier llevaban una profunda herida en su alma. Los padres de su amigo fallecido intentaban aparentar fortaleza y serenidad pero Fran reparó en el temblor de la madre. En cualquier momento podría desfallecer. Estaban destrozados. Fran no pudo evitar romperse.
—Tranquilo amigo —pronunció Javier con un hilo de voz—. Estaba hundido y abatido pero deseaba aparentar fortaleza. En su vida no había llorado nunca en público. Prefería tragarse las lágrimas. Le resultaba difícil mostrar sus emociones, pero sentía el dolor como cuchillos. Estaba muriendo por dentro. Un trozo de su alma estaba dentro de aquel féretro. Y su sentido del humor, como su alegría, también.
Lo encontraron los padres sin la cabeza, escuchó Fran a un presente que estaba un poco apartado de la ceremonia fúnebre. El joven se quedó unos segundos sin aliento. Ahora entendía por qué el féretro en el tanatorio estuvo cerrado y no pudo despedirse de su amigo, solo de la caja. Ahora entendió, el mutismo de los padres de Gustavo en el tanatorio. El joven se acercó un poco más al dueño de esa voz. Hablaba por el móvil, aunque cada vez más bajo.
—Sí. Sin cabeza. Eso escuché decirles a unos amigos. Por eso no mostraron el cuerpo en el velatorio. Parece ser que la cabeza del pobre chico rodó por el suelo. Por el reguero de sangre que dejó. Sí. Alguien se la llevó. Ellos están destrozados totalmente. No creo que puedan superar este trauma. Sí mujer, serán policías pero eran sobretodo padres.
—Fran, ¿qué pasa? —preguntó Javier con amago de acercarse a él.
Fran volvió al lado de Javier más pálido que un cadáver. Respiraba con ansiedad.
—Espera. Ahora no —respondió Fran con un hilo de voz.
—No le voy a perdonar nunca a Raúl que no esté en el entierro de su amigo Gus. Sabe de su muerte. Yo le mandé mensaje porque ya no coge las llamadas. Me contestó que estaría aquí con nosotros. Que despediría a su amigo..
—Javi. Tengo que contarte algo pero aquí no debo.
—Vale. Pero si es de Raúl..prefiero no saber ya nada.
Javier observaba a su amigo. Algo debió escuchar al señor del móvil. Algo sabía.
—Raúl nunca cuenta sus problemas para que no se preocupen sus padres. Ya lo conoces que es de guardarse los problemas muy dentro. Has notado como camufla sus ojeras con maquillaje? Su madre se desquicia rápido por cualquier cosa. No quiere alarmarla.
—Siempre lo estás justificando.
Escucharon los gritos ahogados de los padres de Gustavo, en el momento que el sepulturero, colocaba el féretro de su amigo Gus dentro de aquel maldito nicho, frío y oscuro. Las heladas gotas de lluvia caían sin piedad.
—¡Mi hijoo! ¡Mi hijooo! Nooo..¡ Ahora dormirá frío todas las noches! ¡Hijo miooo! —chilló la madre rota de un dolor infinito.
Fran y Javier se derrumbaron al escucharla.
A lo lejos, una figura solitaria de riguroso negro y gafas oscuras, presenciaba el entierro.
Adiós Gus. Hasta siempre amigo.
©Verónica Vázquez