INTRODUCCIÓN
El texto titulado “amores inmortales o eternos” traza una cartografía sutil del amor como fuerza imperecedera, presentando sus dimensiones mediante intuiciones, que, como espejos, reflejan distintos aspectos de su sustancia inmutable. Aquí, cada máxima o aforismo se nos ofrece como un destello de conocimiento, llevándonos a intentar comprender la naturaleza misteriosa del amor en sus más hondas manifestaciones: el poder de la mirada, la concesión sin fronteras, la íntima y certera confianza, la interconexión cósmica y la eternidad capturada en el breve pulso de un instante. Cada frase parece contener un mundo; juntas, componen un tratado abreviado sobre el amor entre lo frágil y lo glorioso, una incitación a experimentar ese poder intangible que nos transforma.
En cada uno de los próximos siete días, estudiaremos una de estas frases. Puede que, en el proceso, alguna logre hacer eco en tu propio viaje; tal vez te asombre el vasto universo que puede latir en tan solo unas palabras. Esta es la segunda máxima:
“Cuando no percibes ni tu olor ni tu calor estás en condiciones de sentir la fragancia del otro”.
Al renunciar a aquello de lo que podríamos aferrarnos, accedemos al auténtico altruismo. Es en la entrega despojada donde emerge la esencia del que parece ajeno. Este acto representa el desapego absoluto y la renuncia de uno mismo para que brote el auténtico amor; al suspender nuestra propia percepción, abrimos el alma y nos volvemos receptivos a la profundidad infinita del ser amado.
Entre los amantes, el instante ya no es solo su propio tiempo, sino la totalidad misma del amor. El darse se convierte en una disolución completa. Así, solo cuando dejamos de ser el centro de nuestra propia mirada, nos abrimos, en la pureza de lo eterno, a la revelación del más allá.
Este adagio inicia su travesía con una renuncia. Sugiere que, al trascender nuestra propia percepción —nuestro olor, nuestro calor, todo lo que describe nuestro “yo”—, abrimos una puerta a la percepción genuina del semejante. Aquí, la devoción surge como un acto de desprendimiento, un ejercicio de disolución necesario para permitirnos sentir, legítimamente, la presencia del afín.
En el silencio interior y en la incorporeidad propia, se alcanza el punto de dignidad necesario para percibir la identidad de quien amamos. Es algo similar a apagar las luces que nos rodean para poder ver mejor las estrellas, esta máxima sugiere que la verdadera conexión exige que dejemos de ocupar siempre el centro. Solo entonces percibiremos con claridad, en su exquisita fragancia, al ser querido, en la dimensión más sublime de su existencia.
Esta sabiduría es una llamada poderosa a abandonar el egoísmo, ese anhelo de hacer del amor un reflejo de nosotros mismos, y aceptar en cambio la realidad del extraño como algo completo y singular. Al dejar de lado el apego a nuestra naturaleza, permitimos que florezca el desprendimiento; el amor entonces se convierte en un espacio donde el “yo” se disuelve y donde “tú” comienza a revelarse en toda su hondura. En esta solubilidad se intuye la subordinación armónica, donde desaparecen las pequeñas necesidades personales, para dejar lugar a un amor que se experimenta inevitablemente como un acto sagrado.
En la abrumadora fragancia del amor no se mezclan olores; más bien, la propia esencia se desvanece, y con ella se disuelve la percepción de la necesidad. Allí, el aroma del próximo, en su naturaleza intacta, se despliega en nuestro saber cómo un templo al que ingresamos para sentir y observar sin juicio, sin deseo de poseer ni transformar. En cierto punto la facilitación al ser foráneo de nosotros mismos se convierte en la totalidad de lo que somos. Es el encuentro genuino y sensible donde la percepción ya no tiene color propio.
Que esta máxima sea una meditación sobre el don de desaparecer un momento para que el que parece separado florezca en su lugar. Quizás, al practicar esta invisibilidad amorosa, logremos tocar aquello que es perpetuo en el amor: lo que no se agota en la fusión de dos, sino que, en su cesión paradójicamente preserva la individualidad, permitiéndonos ver la grandeza de todas las cosas.
Rafael Casares