LA VOZ EN TINTA

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Santiago llega a su casa con el cuerpo cansado y el espíritu desgastado, como cada día. En silencio, atraviesa el pasillo hasta su habitación, donde se encierra sin tan siquiera saludar a su madre. De alguna forma, siente que esas cuatro paredes son su única defensa, el único lugar donde puede bajar la guardia y dejarse hundir en la tristeza sin miedo a que alguien lo juzgue.

Su madre, desde la cocina, percibe el peso en sus pasos, la forma en que evade cualquier interacción. No le pregunta nada, pero está atenta. Ha notado su mirada cada vez más apagada, su manera de encogerse cuando alguien lo toca o se acerca. En silencio se quiebra. Siente que en silencio su hijo lo necesita.

Esa noche, mientras todos duermen, Santiago no puede. Petrificado pierde la mirada en el techo de su habitación, retornando a esos momentos donde se ve golpeado, vejado, siendo víctima de burlas, como un juguete en manos de unos jóvenes sin escrúpulos. Se incorpora. Algo le quema por dentro. Agarra su cuaderno. En él escribe con rabia, tristeza y desesperación, desahogándose sobre el papel. Cada palabra es un refugio, un escape de su propia realidad, un intento de explicarse lo que no puede decir en voz alta. Escribe sobre sus días, sobre Mario y sus amigos, sobre el silencio de quienes miran y no intervienen, sobre su miedo, sobre la soledad.

La noche cede su espacio a la madrugada. Agotado, cierra el cuaderno y lo deja sobre su escritorio, como si al depositarlo allí pudiera dejar también su sufrimiento.

A la mañana siguiente, Santiago se lo piensa dos veces antes de meter el cuaderno en su mochila. Siente que lleva algo más que hojas y tinta; lleva su dolor, su verdad. No sabe bien por qué, pero decide llevarlo a la escuela. Durante la clase de literatura, mientras el profesor habla sobre escritores y sobre cómo muchos de ellos plasmaron en papel sus sentimientos más profundos, Santiago siente que algo dentro de él cambia. La literatura, piensa, fue su escape, su manera de gritarle al mundo.

Al terminar las clases, Santiago camina hasta la biblioteca de la escuela, un lugar que suele estar vacío. Se sienta en una de las mesas y deja el cuaderno abierto, como si quisiera compartir lo que siente, aunque nadie esté allí para escucharlo. En una especie de impulso, empieza a escribir de nuevo, esta vez imaginando cómo sería su vida si las cosas fueran diferentes. Sus palabras van llenando páginas de sueños de valentía, de amigos que lo defienden, de maestros que observan y actúan.

Entonces, deja el cuaderno en el estante de “Lectura Libre”, donde otros estudiantes suelen dejar recomendaciones. No sabe si alguien lo leerá, pero algo en él se siente más ligero al desprenderse de esas páginas. Al salir de la biblioteca, siente que, de alguna manera, ha compartido su historia, que alguien podría entender lo que él vive.

Con el tiempo, Santiago empieza a notar ciertos cambios. Un día, alguien en su clase menciona haber encontrado un cuaderno «misterioso» en la biblioteca, que habla sobre sentimientos crudos y honestos. Otro día, uno de los estudiantes se queda mirándolo atentamente, como si sospechara algo. Pero lo más sorprendente llega cuando varios compañeros comienzan a comentar sobre lo que sienten, sobre situaciones parecidas de las que nunca habían hablado. Se forma una especie de círculo de apoyo, no formal ni perfecto, pero sincero.

La historia de Santiago, aunque anónima, empieza a inspirar a otros. Ya no es un secreto, ya no es solo suyo. El silencio comienza a romperse, y en cada pequeño acto de empatía, en cada mirada comprensiva, Santiago siente que ha encontrado su propia forma de resistir. Sin hablar, sin denunciar, su voz se ha convertido en una fuerza que empieza a transformar su entorno. Y la estantería de “Lectura Libre” se llena cada día con nuevas historias.

F.J Rodríguez

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